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«¿Cómo podrían saber que no somos orcos? —se dijo—. No creo que aquí hayan oído hablar de hobbits alguna vez. Tendría que regocijarme, supongo, de que quizá los orcos sean destruidos, pero preferiría salvarme yo.» Lo más probable era que él y Merry murieran junto con los orcos antes que los Hombres de Rohan repararan en ellos.

Unos pocos de los jinetes parecían ser arqueros, capaces de disparar hábilmente desde un caballo a la carrera. Acercándose rápidamente descargaron una lluvia de flechas sobre los orcos de la desbandada retaguardia, y algunos cayeron; en seguida los jinetes dieron media vuelta poniéndose fuera del alcance de los arcos enemigos; los orcos disparaban las flechas de cualquier modo, pues no se atrevían a detenerse. Esto ocurrió una vez y otra, y en una ocasión las flechas cayeron entre los Isengardos. Uno de ellos, justo frente a Pippin, rodó por el suelo, y ya no se levantó.

Llegó la noche y los Jinetes no habían vuelto a acercarse. Muchos orcos habían caído, pero aún quedaban no menos de doscientos. En la oscuridad temprana los orcos llegaron de pronto a una loma. Los lindes del bosque estaban muy cerca, quizá a no más de doscientos metros, pero tuvieron que detenerse. Los jinetes los habían cercado. Un grupo pequeño desoyó las órdenes de Uglúk, y corrió hacia el bosque: sólo tres volvieron.

—Bueno, aquí estamos —se burló Grishnákh—. ¡Excelente conducción! Espero que el gran Uglúk vuelva a guiarnos alguna otra vez.

—¡Bajen a los Medianos! —ordenó Uglúk, sin prestar atención a Grishnákh—. Tú, Lugdush, toma otros dos y vigílalos. No hay que matarlos, a menos que esos inmundos Pálidos nos obliguen. ¿Entendéis? Mientras yo esté con vida quiero conservarlos. Pero no hay que dejar que griten, ni que escapen. ¡Atadles las piernas!

La última parte de la orden fue llevada a cabo sin misericordia. Pero Pippin descubrió que por primera vez estaba cerca de Merry. Los orcos hacían mucho ruido, gritando y entrechocando las armas, y los hobbits pudieron cambiar algunas palabras en voz baja.

—No tengo muchas esperanzas —dijo Merry—. Estoy agotado. No creas que pueda arrastrarme muy lejos, aun sin estas ataduras.

¡Lembas!—susurró Pippin—. Lembas:tengo un poco. ¿Tienes tú? Creo que sólo nos sacaron las espadas.

—Sí, tengo un paquete en el bolsillo —le respondió Merry—. Pero ha de estar convertido en migas. De todos modos, ¡no puedo ponerme la boca en el bolsillo!

—No será necesario. Yo he... —pero en ese momento un feroz puntapié advirtió a Pippin que el ruido había cesado y que los guardias vigilaban.

La noche era fría y silenciosa. Todo alrededor de la elevación donde se habían agrupado los orcos, se alzaron unas pequeñas hogueras, rojas y doradas en la oscuridad, un círculo completo. Estaban allí a tiro de arco, pero los jinetes no eran visibles a contraluz, y los orcos desperdiciaron muchas flechas disparando a los fuegos hasta que Uglúk los detuvo. Los jinetes no hacían ruido. Más tarde en la noche, cuando la luna salió de las nieblas, se los pudo ver de cuando en cuando: unas sombras oscuras que a veces la luz blanca iluminaba un momento mientras se movían en una ronda incesante.

—¡Están esperando a que salga el sol, malditos sean! —refunfuñó un guardia—. ¿Por qué no cargamos todos juntos sobre ellos y nos abrimos paso? ¡Qué piensa ese viejo Uglúk, quisiera saber!

—Claro que quisieras saberlo —gruñó Uglúk, avanzando por detrás—. ¿Quieres decir que no pienso nada, eh? ¡Maldito seas! No vales más que toda esa canalla: las larvas y los monos de Lugbúrz. De nada serviría intentar una carga con ellos. No harán otra cosa que chillar y dar saltos, y hay bastantes de esos inmundos palafreneros para hacernos morder el polvo aquí mismo.

”Hay una sola cosa que pueden hacer estas larvas: tienen ojos que penetran como taladros en la oscuridad. Pero esos Pálidos ven mejor de noche que la mayoría de los Hombres, he oído decir, ¡y no olvidemos los caballos! Pueden ver la brisa nocturna, se dice por ahí. Sin embargo, ¡aún hay algo que esos despabilados no saben! Las gentes de Mauhúr están en el bosque, y se presentarán en cualquier momento.





Las palabras de Uglúk bastaron en apariencia para satisfacer a los Isengardos, aunque los otros orcos se mostraron a la vez desanimados y disconformes. Pusieron unos pocos centinelas, pero la mayoría se quedó tendida en el suelo, descansando en la agradable oscuridad. La noche había cerrado otra vez, pues la luna descendía al oeste envuelta en espesas nubes, y Pippin no distinguía nada más allá de un par de metros. Los fuegos no alcanzaban a iluminar la loma. Los jinetes, sin embargo, no se contentaron con esperar al alba, dejando que los enemigos descansasen. Un clamor repentino estalló en la falda este de la loma, mostrando que algo andaba mal. Al parecer algunos Hombres se habían acercado a caballo, y desmontando en silencio se habían arrastrado hasta los bordes del campamento. Allí mataron a varios orcos, y se perdieron otra vez en las tinieblas. Uglúk corrió a prevenir una huida precipitada.

Pippin y Merry se enderezaron. Los guardias Isengardos habían partido con Uglúk. Pero si los hobbits creyeron poder escapar, la esperanza les duró poco. Un brazo largo y velludo los tomó por el cuello y los juntó, arrastrándolos. Alcanzaron a ver la cabezota y la cara horrible de Grishnákh entre ellos. Sentían en las mejillas el aliento infecto del orco, que se puso a manosearlos y a palparlos. Pippin se estremeció cuando unos dedos duros y fríos le bajaron tanteando por la espalda.

—¡Bueno, mis pequeños! —dijo Grishnákh en un susurro sofocado—. ¿Disfrutando de un bonito descanso? ¿O no? No en muy buena posición, quizá; espadas y látigos de un lado, y lanzas traicioneras del otro. Las gentes pequeñas no tendrían que meterse en asuntos demasiado grandes.

Los dedos de Grishnákh seguían tanteando. Tenía en los ojos una luz que era como fuego, pálido pero ardiente.

La idea se le ocurrió de pronto a Pippin, como si le hubiera llegado directamente de los pensamientos que urgían al orco. «¡Grishnákh conoce la existencia del Anillo! Está buscándolo, mientras Uglúk se ocupa de otras cosas; es probable que lo quiera para él.» Pippin sintió un miedo helado en el corazón, pero preguntándose al mismo tiempo cómo podría utilizar en provecho propio el deseo de Grishnákh.

—No creo que ése sea el modo —murmuró—. No es fácil de encontrar.

—¿ Encontrar? —dijo Grishnákh; los dedos dejaron de hurgar y se cerraron en el hombro de Pippin—. ¿Encontrar qué? ¿De qué estás hablando, pequeño?

Pippin calló un momento. Luego, de pronto, gorgoteó en la oscuridad: gollum, gollum.

—Nada, mi tesoro —añadió.

Los hobbits sintieron que los dedos se le crispaban a Grishnákh.

—¡Oh, ah! —siseó la criatura entre dientes—. Eso es lo que quieres decir, ¿eh? ¡Oh, ah! Muy, pero muy peligroso, mis pequeños.

—Quizá —dijo Merry, atento ahora y advirtiendo la sospecha de Pippin—. Quizá, y no sólo para nosotros. Claro que usted sabrá mejor de qué se trata. ¿Lo quiere, o no? ¿Y qué daría por él?