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Se quedó allí un momento, luchando con la desesperación. La cabeza le daba vueltas, pero por el calor que sentía en el cuerpo supuso que le habían dado otro trago de licor. Un orco se inclinó sobre él y le echó encima un poco de pan y una tira de carne seca. Devoró ávidamente el pan grisáceo y rancio, pero no tocó la carne. Se sentía hambriento, aunque no tanto como para comer la carne que le daba un orco, la carne de quién sabe qué criatura.

Se sentó y miró alrededor. Merry no estaba muy lejos. Habían acampado a orillas de un río angosto y rápido. Enfrente se elevaban unas montañas: en una de las cimas se reflejaban ya los primeros rayos del sol. En las faldas más bajas de adelante se extendía la mancha oscura de un bosque.

Había muchos gritos y discusiones entre los orcos; parecía que en cualquier momento iba a estallar otra pelea entre los Norteños y los Isengardos. Algunos señalaban el sur detrás de ellos, y otros señalaban el este.

—Muy bien —dijo Uglúk—. ¡Dejádmelos a mí entonces! Nada de darles muerte, como dije antes; pero si queréis abandonar lo que hemos venido a buscar desde tan lejos, abandonadlo. Yo los cuidaré. Dejad que los aguerridos Uruk-hai hagan el trabajo, como de costumbre. Si tenéis miedo de los Pálidos, ¡corred! ¡Corred! Allí está el bosque —gritó, señalando adelante—. Id hasta allí, es vuestra mayor esperanza. Rápido, antes que yo derribe unas cabezas más para poner un poco de sentido común en el resto.

Se oyeron unos juramentos y un ruido de cuerpos que se empujaban unos a otros, y luego la mayoría de los Norteños se separó de los demás y echó a correr, un centenar de ellos, atropellándose en desorden a lo largo del río, hacia las montañas. Los hobbits quedaron con los Isengardos: una tropa sombría y siniestra de por lo menos ochenta orcos corpulentos de tez morena, ojos oblicuos, que llevaban grandes arcos y unas espadas cortas de hoja ancha.

—Y ahora nos ocuparemos de ese Grishnákh —dijo Uglúk, pero algunos orcos miraban al sur y parecían inquietos—. Sí —continuó con un gruñido—, esos malditos palafreneros han venido detrás de nosotros. Pero la culpa es toda tuya, Snaga. A ti y a los otros exploradores habría que arrancarles las orejas. Pero somos los combatientes. Todavía tendremos un festín de carne de caballo, o de algo mejor.

En ese momento Pippin vio por qué algunos orcos habían estado señalando al este. De allí llegaban ahora unos gritos roncos. Grishnákh reapareció, y detrás una veintena de otros como él: orcos patizambos de brazos largos. Llevaban un ojo rojo pintado en los escudos. Uglúk se adelantó a recibirlos.

—¿De modo que has vuelto? —dijo—. ¿Lo pensaste mejor, eh?

—He vuelto a ver cómo se cumplen las órdenes, y se protege a los prisioneros —dijo Grishnákh.

—¿De veras? —dijo Uglúk—. Un esfuerzo desperdiciado. Yo cuidaré de que las órdenes se cumplan. ¿Y para qué otra cosa volviste? Viniste pronto. ¿Olvidaste algo atrás?

—Olvidé a un idiota —gruñó Grishnákh—. Pero hay aquí gente de coraje acompañándolo, y sería una lástima que se perdiera. Sé que tú los meterías en dificultades. He venido a ayudarlos.

—¡Espléndido! —rió Uglúk—. Pero si eres débil y escapas al combate, has equivocado el camino. Tu ruta es la de Lugbúrz. Los Pálidos se acercan. ¿Qué le ha ocurrido a tu precioso Nazgûl? ¿Monta todavía un caballo muerto? Pero si lo has traído contigo quizá nos sea útil, si esos Nazgûl son todo lo que se cuenta.





Nazgûl, Nazgûl—dijo Grishnákh, estremeciéndose y pasándose la lengua por los labios, como si la palabra tuviera un mal sabor, desagradable—. Hablas de algo que tus sueños cenagosos no alcanzan a concebir, Uglúk —dijo—. ¡Nazgûl!¡Ah! ¡Todo lo que se cuenta! Un día desearás no haberlo dicho. ¡Mono! —gruñó fieramente—. Ignoras que son las niñas del Gran Ojo. Pero los Nazgûl alados: todavía no, todavía no. Él no dejará que se muestren por ahora más allá del Río Grande, no demasiado pronto. Se los reserva para la Guerra... y otros propósitos.

—Pareces saber mucho —dijo Uglúk—. Más de lo que te conviene, pienso. Quizá la gente de Lugbúrz se pregunte cómo, y por qué. Pero entretanto los Uruk-hai de Isengard pueden hacer el trabajo sucio, como de costumbre. ¡No te quedes ahí babeando! ¡Reúne a tu gentuza! Los otros cerdos escaparon al bosque. Será mejor que vayas detrás. No regresarás con vida al Río Grande. ¡De prisa! ¡Ahora mismo! Iré pisándote los talones.

Los Isengardos levantaron de nuevo a Merry y a Pippin y se los echaron a la espalda. Luego la tropa se puso en camino. Corrieron durante horas, deteniéndose de cuando en cuando sólo para que otros orcos cargaran a los hobbits. Ya porque fueran más rápidos y más resistentes, o quizá obedeciendo a algún plan de Grishnákh, los Isengardos fueron adelantándose a los Orcos de Mordor, y la gente de Grishnákh se agrupó en la retaguardia. Pronto se aproximaron también a los Norteños que iban delante. Se acercaban ya al bosque.

Pippin sentía el cuerpo magullado y lacerado, y la mandíbula repugnante y la oreja peluda del orco le raspaban la cabeza dolorida. Enfrente había espaldas dobladas, y piernas gruesas y macizas que bajaban y subían y bajaban y subían sin descanso, como si fueran de alambre y cuerno, marcando los segundos de pesadilla de un tiempo interminable.

Por la tarde la tropa de Uglúk rebasó las líneas de los Norteños. Se tambaleaban ahora a la luz del sol brillante, que en verdad no era sino un sol de invierno en un cielo pálido y frío; iban con las cabezas bajas y las lenguas fuera.

—¡Larvas! —se burlaron los Isengardos—. Estáis cocinados. Los Pálidos os alcanzarán y os comerán. ¡Ya vienen!

Un grito de Grishnákh mostró que no se trataba de una broma. En efecto, unos hombres a caballo, que venían a todo correr, habían sido avistados detrás y a lo lejos, e iban ganando terreno a los orcos, como una marea que avanza sobre una playa, acercándose a unas gentes que se han extraviado en un tembladeral.

Los Isengardos se adelantaron con un paso redoblado que asombró a Pippin, como si cubrieran ahora los múltiples tramos de una carrera desenfrenada. Luego vio que el sol estaba poniéndose, cayendo detrás de las Montañas Nubladas; las sombras se extendían sobre la tierra. Los soldados de Mordor alzaron las cabezas y también ellos aceleraron el paso. El bosque sombrío estaba cerca, ya habían dejado atrás unos pocos árboles aislados. El terreno comenzó a elevarse cada vez más abrupto, pero los orcos no dejaron de correr. Uglúk y Grishnákh gritaban exigiéndoles un último esfuerzo.

«Todavía lo conseguirán. Van a escaparse», se dijo Pippin, y torciendo el pescuezo miró con un ojo por encima del hombro. Allá a lo lejos en el este vio que los jinetes ya habían alcanzado las líneas de los orcos, galopando en la llanura. El sol poniente doraba las lanzas y los cascos, y centelleaba sobre los pálidos cabellos flotantes. Estaban rodeando a los orcos, impidiendo que se dispersaran, y obligándolos a seguir la línea del río.

Se preguntó con inquietud qué clase de gentes serían. Lamentaba ahora no haber aprendido más en Rivendel, y no haber mirado con mayor atención los mapas y demás; pero en aquellos días los planes para el viaje parecían estar en manos más competentes, y nunca se le había ocurrido que podían separarlo de Gandalf, o de Trancos, o aun de Frodo. Todo lo que podía recordar de Rohan era que el caballo de Gandalf, Sombragrís, había venido de aquellas tierras. Esto parecía alentador, dentro de ciertos límites.