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—¡El paso, Sam! —gritó, sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa—. ¡El paso! Corre, corre, y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!

Sam corrió detrás de él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos. Él y su amo poco conocían de las astucias y ardides de Ella-Laraña. Muy numerosas eran las salidas de esta madriguera.

Allí tenía su morada, desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, la misma que en días de antaño había habitado en el País de los Elfos, en el Oeste que está ahora sumergido bajo el Mar, la misma que Beren combatiera en las Montañas del Terror en Doriath, y que en ese entonces, en un remoto plenilunio, había venido a Lúthien sobre la hierba verde y entre las cicutas. De qué modo había llegado hasta allí Ella-Laraña, huyendo de la ruina, no lo cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han llegado hasta nosotros. Pero allí seguía, ella que había estado allí antes que Sauron, e incluso antes que la primera piedra de Barad-dûr, y que a nadie servía sino a sí misma, bebiendo la sangre de los Elfos y de los Hombres, entumecida y obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad. Los retoños, bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde Ephel Dúath hasta las colinas del Este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del Bosque Negro. Pero ninguno podía rivalizar con Ella-Laraña la Grande, última hija de Ungoliant para tormento del desdichado mundo.

Años atrás la había visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas de la voluntad maléfica de Ella-Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum, alejándolo de toda luz y todo remordimiento. Y Gollum le había prometido traerle comida. Pero los apetitos de Ella-Laraña no eran semejantes a los de Gollum. Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella, que sólo deseaba la muerte de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, sola, hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no pudiera contenerla.

Pero ese deseo tardaba en cumplirse, y ahora, encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle había muerto y ningún Elfo ni Hombre se acercaba jamás, sólo los infelices orcos. Alimento pobre, y cauto por añadidura. Pero ella necesitaba comer, y por más que se empeñasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos. Esta vez, sin embargo, le apetecía una carne más delicada. Y Gollum se la había traído.

—Veremos, veremos —se decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el peligroso camino que descendía de Emyn Muil al Valle de Morgul—, veremos. Puede ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para él pobre Sméagol que le trae buena comida. Y salvaremos el Tesoro, como prometimos. Oh sí. Y cuándo lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el mundo!

Así reflexionaba Gollum con la astucia retorcida que aún esperaba poder ocultarle, aunque la había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits dormían.

Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña. Le complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso. En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia. Y si de tanto en tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos. Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina a su gata ( mi gatala llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo), Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían. Los hacía llevar a la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.





Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás ésta había estado tan furiosa ni tan hambrienta.

Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si fuesen de plomo.

El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética alegría. Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron todavía más. Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul; y vio también que el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, pero el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.

—¡Orcos! —murmuró entre dientes—. Con precipitarnos no ganaremos nada. Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. —Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún llevaba consigo. Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica. Luego procuró acelerar el paso. Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.

Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció. Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla. En realidad se parecía a una araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible. Aquellos mismos ojos que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante. Tenía grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y exhalaba un olor nauseabundo. Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de acero, y cada pata terminaba en una garra.