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Aiya Eärendil Elenion Ancalima!—exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.

Pero hay otras fuerzas en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas. Y Ella-Laraña, la que caminaba en las tinieblas, había oído en boca de los Elfos la misma exhortación en los días de un tiempo sin memoria, y ni entonces la había arredrado, ni la arredraba ahora. Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban. A corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado, dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos: el peligro inminente por fin desenmascarado. El resplandor del cristal de estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos. Monstruosos y abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos y animados por una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.

Frodo y Sam, aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían los ojos avanzaban. La mano de Frodo tembló, y la Redoma descendió lentamente. Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos venían saltando detrás de ellos. El hedor de la muerte lo envolvió como una nube.

—¡Párate! ¡Párate! —gritó con voz desesperada—. Es inútil correr.

Los ojos se acercaban lentamente.

—¡Galadriel! —llamó y apelando a todas sus fuerzas levantó la Redoma una vez más. Los ojos se detuvieron. Por un instante la mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda. Y entonces a Frodo se le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera locura, desesperación o coraje, tomó la Redoma en la mano izquierda, y con la derecha desenvainó la espada. Dardo relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó a la luz plateada, y una llama azul tembló en el filo. Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada reluciente, Frodo, hobbit de la Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro de los ojos.

Los ojos vacilaron. La incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba. Uno a uno se oscurecieron, retrocediendo lentamente. Nunca hasta entonces los había herido una luz tan mortal. Del sol, la luna y las estrellas estaban al abrigo allá en el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las entrañas mismas de la tierra. Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a retraerse, acobardados. Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa. Los ojos desaparecieron.

—¡Señor, Señor! —gritó Sam. Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano—. ¡Estrellas y gloria! ¡Estoy seguro de que los Elfos compondrían una canción, si algún día oyeran esta hazaña! Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar. Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro! No tendremos otra oportunidad. ¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!

Y así volvieron sobre sus pasos, al principio caminando y luego corriendo, pues a medida que avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y cada paso los alejaba del hedor y del antro invisible, y las fuerzas les volvían al corazón y los miembros. Pero el odio de la Vigía los perseguía aún, cegada acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte. En aquel momento una ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro. La boca, el extremo del túnel, estaba por fin ante ellos. Jadeando, deseando salir al fin al aire libre, se precipitaron y cayeron hacia atrás. La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra: blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz. Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.

Levantando la Redoma, Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar. A lo ancho y a lo alto del túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de trama mucho más cerrada y mucho más grande, y cada hebra de esta tela era gruesa como una cuerda.

Sam soltó una risa sarcástica.





—¡Telarañas! —dijo—. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña! ¡Adelante, abajo con ellas!

Las atacó furiosamente a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía. Cedía un poco, y luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando hacia arriba la espada y el brazo. Tres veces golpeó Sam la telaraña con todas sus fuerzas, y a la tercera una sola de las i

—A este paso tardaremos días y días en despejar el camino —dijo—. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los ojos?

—No, no se los ve —dijo Frodo—. Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí: maquinando algún otro plan, tal vez. Si esta luz menguase, o fallara, no tardarían en reaparecer.

—¡Atrapados justo al final! —dijo Sam con amargura. Y otra vez, por encima del cansancio y la desesperación, lo dominó la cólera—. ¡Moscardones atrapados en una telaraña! ¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!

—Nada ganaríamos con eso ahora —dijo Frodo—. ¡Bien! Veamos qué puede hacer Dardo. Es una hoja élfica. También en las hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas horripilantes. Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya. Ven, toma el cristal de estrella. No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!

Frodo se aproximó entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió rápidamente a filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba de prisa hacia atrás. La hoja de reflejos azules cortó como una hoz que segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron flojamente, en el aire. Ahora había una gran rajadura en la telaraña.

Golpe tras golpe, toda la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde superior flotó y onduló como un velo a merced del viento. La trampa estaba abierta.

—¡Vamos, ya! —gritó Frodo—. ¡Adelante! ¡Adelante! —Una alegría frenética por haber podido escapar de las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él. La cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte. Saltó afuera, con un grito.

Luego de haber pasado por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa. Las grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había apagado en una lobreguez melancólica. Pero Frodo tenía la impresión de estar contemplando el amanecer de una esperanza repentina. Había llegado casi a la cresta del murallón. Faltaba poco ahora. El Desfiladero, Cirith Ungol, ya se abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, flanqueada a ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo. Una carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.