Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 106 из 128

—¿Dispararemos? —preguntó Faramir, volviéndose rápidamente a Frodo.

Frodo tardó un momento en responder. Luego dijo:

—¡No! ¡No! ¡Te suplico que no lo hagas! —De haberse atrevido, Sam habría dicho «Sí» más pronto y más fuerte. No alcanzaba a ver, pero por lo que Frodo y Faramir decían, podía imaginarse qué estaban mirando.

—¿Sabes entonces qué es eso? —dijo Faramir—. Bien, ahora que lo has visto, dime por qué hay que perdonarlo. En todas nuestras conversaciones, no has nombrado ni una sola vez a vuestro compañero vagabundo, y yo lo dejé pasar por el momento. Podría esperar hasta que lo capturaran y lo trajeran a mi presencia. Envié en su busca a mis mejores cazadores, pero se les escapó, y no volvieron a verlo hasta ahora, excepto Anborn, aquí presente, que lo divisó un momento anoche, a la hora del crepúsculo. Pero ahora ha cometido un delito peor que ir a cazar conejos en las tierras altas: ha tenido la osadía de venir a He

—Hay dos respuestas, creo yo —dijo Frodo—. Por una parte, esta criatura conoce poco a los Hombres, y aunque es astuta, vuestro refugio está tan escondido que ignora tal vez que hay Hombres aquí. Además, creo que ha sido atraído por un deseo irresistible, más fuerte que la prudencia.

—¿Atraído aquí, dices? —preguntó Faramir en voz baja—. ¿Es posible... sabe entonces lo de tu carga?

—Lo sabe, sí. Él mismo la llevó durante años.

—¿Él la llevó? —dijo Faramir, estupefacto, respirando entrecortadamente—. Esta historia es cada vez más intrincada y enigmática. ¿Entonces anda detrás de tu carga?

—Tal vez. Es un tesoro para él. Pero no hablaba de eso.

—¿Qué busca entonces la criatura?

—Pescado —dijo Frodo—. ¡Mira!

Escudriñaron la oscuridad del lago. Una cabecita negra apareció en el otro extremo de la cuenca, emergiendo de la profunda sombra de las rocas. Hubo un fugaz relámpago de plata y un remolino de ondas diminutas se movió hacia la orilla. Luego, con una agilidad asombrosa, una figura que parecía una rana trepó fuera de la cuenca. Al instante se sentó y empezó a mordisquear algo pequeño, plateado y reluciente: los rayos postreros de la luna caían ahora detrás del muro de piedra en el confín del agua.

Faramir se rió por lo bajo.

—¡Pescado! —dijo—. Es un hambre menos peligrosa. O tal vez no: los peces del lago He





—Ahora le estoy apuntando con la flecha —dijo Anborn—. ¿No tiraré, Capitán? Por haber venido a este lugar sin ser invitado, la muerte es nuestra ley.

—Espera, Anborn —dijo Faramir—. Este asunto es más delicado de lo que parece. ¿Qué puedes decir ahora, Frodo? ¿Por qué habríamos de perdonarle la vida?

—Esta criatura es miserable y tiene hambre —dijo Frodo—, y desconoce el peligro que la amenaza. Y Gandalf, tu Mithrandir, te habría pedido que no la matases, por esa razón, y por otras. Les prohibió a los Elfos que lo hicieran. No sé bien por qué, y lo que adivino no puedo decirlo aquí abiertamente. Pero esta criatura está ligada de algún modo a mi misión. Hasta el momento en que nos descubriste y nos trajiste aquí, era mi guía.

—¡Tu guía! Esta historia se vuelve cada vez más extraña. Mucho haría por ti, Frodo, pero esto no puedo concedértelo: dejar que ese vagabundo taimado se vaya de aquí en libertad para reunirse luego contigo si le place o que los orcos lo atrapen y él les cuente todo lo que sabe bajo la amenaza del sufrimiento. Es preciso matarlo o capturarlo. Matarlo, si no podemos atraparlo en seguida. Mas, ¿cómo capturar esa criatura escurridiza que cambia de apariencia si no es con un dardo empenachado?

—Déjame bajar hasta él en paz —dijo Frodo—. Podéis mantener tensos los arcos, y matarme a mí al menos si fracaso. No escaparé.

—¡Ve pues y date prisa! —dijo Faramir—. Si sale de aquí con vida, tendrá que ser tu fiel servidor por el resto de sus desdichados días. Conduce a Frodo allá abajo, a la orilla, Anborn, e id con cautela. Esta criatura tiene nariz y orejas. Dame tu arco.

Anborn gruñó, descendiendo delante de Frodo la larga escalera de caracol, y ya en el rellano subieron por la otra escalera, hasta llegar al fin a una angosta abertura disimulada por arbustos espesos. Salieron en silencio, y Frodo se encontró en lo alto de la orilla meridional, por encima del lago. Ahora la oscuridad era profunda, y las cascadas grises y pálidas sólo reflejaban la claridad lunar demorada en el cielo occidental. No veía a Gollum. Avanzó un corto trecho y Anborn lo siguió con paso sigiloso.

—¡Continúa! —susurró al oído de Frodo—. Ten cuidado a tu derecha. Si te caes en el lago, nadie salvo tu amigo pescador podrá socorrerte. Y no olvides que hay arqueros en las cercanías, aunque tú no puedas verlos.

Frodo se adelantó con precaución, valiéndose de las manos a la manera de Gollum para tantear el camino y a la vez mantenerse en equilibrio. Las rocas eran casi todas lisas y planas, pero resbaladizas. Se detuvo un momento a escuchar. Al principio no oyó otro ruido que el rumor incesante de la cascada a sus espaldas. Pero pronto distinguió, no muy lejos, delante de él, un murmullo sibilante.

—Pecesss, buenos pecesss. La Cara Blanca ha desaparecido, mi tesoro, por fin, sí. Ahora podemos comer pescado en paz. No, no en paz, mi tesoro. Pues el Tesoro está perdido: sí, perdido. Sucios hobbits, hobbits malvados. Se han ido, y nos han abandonado, gollum; y el Tesoro se ha ido también. El pobre Sméagol no tiene a nadie ahora. No más Tesoro. Hombres malos lo tomarán, me robarán mi Tesoro. Ladrones. Los odiamos. Pecesss, buenos buenos pecesss. Nos dan fuerzas. Nos ponen los ojos brillantes y los dedos recios, sí. Estrangúlalos, tesoro. Estrangúlalos a todos, sí, si tenemos la oportunidad. Buenos pecesss. ¡Buenos pecesss!

Y así continuó, casi tan incesante como el agua de la cascada, interrumpido solamente por un débil ruido de salivación y gorgoteo. Frodo se estremeció, escuchando con piedad y repugnancia. Deseaba que se interrumpiera de una vez y que nunca más tuviera que escuchar esa voz. Anborn, detrás de él, no estaba lejos. Frodo podía volver arrastrándose y pedirle que los cazadores dispararan los arcos. No les costaría mucho acercarse, mientras Gollum engullía y no estaba en guardia. Un solo tiro certero, y Frodo se liberaría para siempre de aquella voz miserable. Pero no, Gollum tenía ahora derechos sobre él. El sirviente adquiere derechos sobre su amo a cambio de servirlo, aun cuando lo haga por temor. Sin Gollum se habrían hundido en las Ciénagas de los Muertos. Y además Frodo sabía de algún modo, y con absoluta certeza, que Gandalf hubiera defendido la vida de Gollum.

—¡Sméagol! —llamó en voz baja.

—Pecesss, buenos pecesss —dijo la voz.

—¡Sméagol! —repitió Frodo, un poco más alto. La voz calló—. Sméagol, el amo ha venido a buscarte. El amo está aquí. ¡Ven, Sméagol! —No hubo respuesta, pero sí un suave silbido—. ¡Ven, Sméagol! —repitió Frodo—. Estamos en peligro. Los Hombres te matarán si te encuentran aquí. Ven pronto, si quieres escapar a la muerte. ¡Ven al amo!