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Faramir lo contempló un instante con asombrada seriedad. Luego, de improviso, viéndolo vacilar, sostuvo a Frodo, lo levantó con dulzura y lo llevó hasta el lecho y allí lo acostó, y lo abrigó. Al instante Frodo cayó en un sueño profundo.

Otra cama fue instalada al lado para el sirviente de Frodo. Sam titubeó un momento, luego se inclinó en una profunda reverencia: —Buenas noches, Capitán, mi señor —dijo—. Habéis aceptado el desafío, señor.

—¿Sí? —dijo Faramir.

—Sí, señor, y habéis mostrado vuestra nobleza: la más alta.

Faramir sonrió.

—Eres un sirviente atrevido, Maese Samsagaz. Mas no importa: el alabar lo que es digno de alabanza no necesita recompensa. Sin embargo no había nada loable en todo esto. No tuve ni la tentación ni el deseo de hacer otra cosa.

—Ah, bueno, señor —dijo Sam—, habéis dicho que mi amo tenía un cierto aire élfico; y eso era bueno, y cierto además. Pero yo puedo ahora deciros que vos también tenéis un aire, señor, un aire que me hace pensar en... en... bueno, en Gandalf, en los magos.

—Es posible —dijo Faramir—. Quizá distingas desde lejos el aire de Númenor. ¡Buenas noches!

6

EL ESTANQUE VEDADO

Al despertar, Frodo vio a Faramir inclinado sobre él. Por un segundo le volvieron los viejos temores y se sentó y retrocedió.

—No hay nada que temer —le dijo Faramir.

—¿Ya es la mañana? —preguntó Frodo, bostezando.





—Aún no, pero la noche ya toca a su fin y la luna llena se está ocultando. ¿Quieres venir a verla? Hay también una cuestión acerca de la cual quisiera que me dieras tu parecer. Lamento haberte despertado, pero ¿quieres venir?

—Sí —dijo Frodo levantándose, y tembló ligeramente al abandonar el calor de las mantas y las pieles. Hacía frío en la caverna sin fuego. El rumor del agua se oía claramente en la quietud de la noche. Se envolvió en la capa y siguió a Faramir.

Sam, despertando bruscamente por una especie de instinto de vigilancia, vio primero el lecho vacío de su amo y se levantó de un salto. En seguida vio dos siluetas oscuras, las de Frodo y un hombre, recortadas en la arcada, nimbada ahora por un resplandor blanquecino. Se encaminó de prisa a reunirse con ellos, más allá de las hileras de hombres que dormían sobre jergones a lo largo de la pared. Al pasar cerca de la entrada vio que la Cortina se había transformado en un velo deslumbrante de seda y perlas e hilos de plata: carámbanos de luna en lenta fusión. Pero no se detuvo a admirarla y dando la vuelta siguió a su amo a través de la puerta angosta tallada en la pared de la caverna.

Tomaron primero por un pasadizo negro, luego subieron varios escalones mojados, y llegaron así a un pequeño rellano tallado en la roca, iluminado por un cielo pálido que resplandecía muy arriba, distante, como la cúpula de un alto campanario. De allí partían dos escaleras: una conducía a la orilla elevada del río; la otra se doblaba en un recodo hacia la izquierda. Siguieron por esta última, que subía en espiral, como la escalera de una torre.

Salieron por fin de las tinieblas de piedra y miraron alrededor. Se encontraban en una ancha plataforma de roca lisa sin antepecho ni pretil. A la derecha, en el este, el torrente caía en cascadas sobre numerosas terrazas, y descendiendo en brusca y vertiginosa carrera, con la oscura fuerza del agua, y cuajado de espuma, iba a verterse en un lecho; por fin, rizándose y arremolinándose casi sobre la plataforma, se precipitaba por encima de la arista que se abría a la derecha. Un hombre estaba allí de pie, cerca de la orilla, en silencio, mirando hacia abajo.

Frodo se volvió a contemplar las cintas de agua aterciopelada, que se curvaban y desaparecían. Luego alzó los ojos y miró en lontananza. El mundo estaba silencioso y frío, como si el alba se acercase. A lo lejos, en el poniente, la luna llena se hundía redonda y blanca. Unas brumas pálidas relucían en el valle ancho de allá abajo: un vasto abismo de vapores de plata, bajo los que fluían las aguas nocturnas y frescas del Anduin. Y más allá una tiniebla negra y amenazante, en la que rutilaban de tanto en tanto, fríos, afilados, remotos y blancos como colmillos fantasmales, los picos de Ered Nimrais, las Montañas Blancas de Gondor, coronadas de nieves eternas.

Frodo permaneció un momento sobre la alta piedra, preguntándose con un estremecimiento si en algún lugar de esas vastas tierras nocturnas caminarían aún sus antiguos compañeros, o dormirían, o si yacerían muertos envueltos en sudarios de niebla. ¿Por qué lo habían traído aquí arrancándolo del olvido del sueño?

Sam, que estaba preguntándose lo mismo, no pudo reprimirse y murmuró, sólo para el oído de su amo, creyó él: —¡Es una vista hermosa, señor Frodo, pero le hiela a uno el corazón, por no hablar de los huesos! ¿Qué sucede?

Faramir lo oyó y respondió: —La luna se pone sobre Gondor. El bello Ithil, al abandonar la Tierra Media, echa una mirada a los rizos blancos del viejo Mindolluin. Bien vale la pena soportar algunos escalofríos. Mas no es esto lo que os he traído a ver, aunque en verdad a ti, Samsagaz, yo no te he llamado, y ahora estás pagando por tu exceso de celo. Un sorbo de vino remediará el problema. ¡Venid ahora, y mirad!

Se acercó al centinela silencioso en el borde oscuro, y Frodo lo siguió. Sam se quedó atrás. Ya bastante inseguro se sentía en aquella alta plataforma mojada. Faramir y Frodo miraron abajo. Muy lejos, en el fondo, vieron las aguas blancas que se vertían en un cauce espumoso, giraban alrededor de una profunda cuenca oval entre las rocas, hasta encontrar por fin una nueva salida por una puerta estrecha, y se alejaban murmurando y humeando hacia regiones más llanas y apacibles. El claro de luna iluminaba aún con rayos oblicuos el pie de la cascada y centelleaba en el menudo y tumultuoso oleaje de la cuenca. Pronto Frodo creyó ver una forma pequeña y oscura en la orilla más próxima, pero en el momento mismo en que la observaba, la figura se zambulló y desapareció detrás del remolino de la cascada, hendiendo el agua negra con la precisión de una flecha o de una piedra arrojada de canto.

Faramir se volvió hacia el centinela.

—¿Y ahora qué dirías que es, Anborn? ¿Una ardilla, o un pájaro pescador? ¿Hay pájaros pescadores en las charcas nocturnas del Bosque Negro?

—No sé qué puede ser, pero no es un pájaro —respondió Anborn—. Tiene cuatro miembros y se zambulle como un hombre; y con maestría, además. ¿En qué andará? ¿Buscando un camino por detrás de la Cortina para subir a nuestro escondite? Me parece que al fin hemos sido descubiertos. Aquí tengo mi arco, y he apostado otros arqueros, casi tan buenos tiradores como yo, en las dos orillas. Sólo esperamos vuestra orden para disparar, Capitán.