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Los soldados escuchan con mucha emoción y deciden ir inmediatamente a rescatar los tanques. Tantas veces los han sacado, también ahora podrán hacerlo.

El jefe, alumbrándose con una linterna de mano, escribe el parte. Se ha avanzado 1700 metros en la profundidad del sector fortificado de los fascistas. La noche aragonesa, en septiembre, es fría y ventosa. La guerra no terminará mañana ni pasado mañana. La victoria se engendra con tenacidad, paciencia y víctimas.

18 de octubre

Hoy se ha salvado la tripulación de otro tanque republicano, otro de los tres que, como escribimos ayer, se atascaron en el dispositivo de los fascistas, en los accesos a Zaragoza. El milagro no se ha efectuado por sí mismo, es fruto del heroísmo ilimitado de los combatientes, de su tenacidad y de la fe en sus fuerzas.

Los tres valientes acaban de llegar a las líneas avanzadas de las unidades republicanas. Los abrazamos, están llenos de rasguños y quemaduras. Cuentan lo sucedido lentamente, fatigados, contentos.

El tanque fue tocado por varios obuses. Los fascistas lo rodearon. Se defendió disparando durante doce horas, pero, poco a poco, los enemigos se acercaron y arrojando granadas contra la máquina, llegaron hasta ella.

La tripulación se encerró y decidió no entregarse viva. Los fascistas subieron al tanque, se pusieron a llamar a los que había dentro. Los muchachos permanecían quietos, se fingían muertos.

Los facciosos, junto con unos italianos, decidieron abrir el tanque. Empezaron a subir y bajar, a dar golpes de martillo, a hurgar con barras de hierro. La máquina estaba herméticamente cerrada, como una caja fuerte. Cerrojos y pernos no cedían.

Después de varias horas de forcejeo, los fascistas, cansados, decidieron reposar y comer en el mismo tanque. Después de comer, se tumbaron a descabezar un sueño. En aquel momento, uno de los tanquistas hizo ruido en el interior de la máquina. Los facciosos se desparramaron instantáneamente y reanudaron su ataque.

Empezaron a arrojar granadas incendiarias contra la parte inferior de la máquina, se encendió la goma. «Nosotros permanecíamos sentados, callábamos y fumábamos —cuenta el comandante—, llevábamos casi diecinueve horas cercados.»

El fuego ardió cierto tiempo y se apagó. No llegó hasta los depósitos de gasolina. Los tanquistas oían cómo los facciosos cambiaban impresiones: decidieron acabar con la tripulación de una vez para siempre, no creer en nada mientras no vieran con sus propios ojos los cadáveres y no los sacaran de la máquina.

Comenzó un nuevo ataque contra el tanque. No cabía confiar en nada. Los tres combatientes decidieron suicidarse en el mismísimo momento en que los enemigos penetraran en el interior de la máquina.

De súbito, oyeron al lado la explosión de un obús, después otra, y otra, gritos de heridos. La artillería republicana y, luego, los tanques, después de la exploración nocturna de la infantería establecían una cortina de fuego en torno a la máquina.

Cesó el tiroteo. Los fascistas, por lo visto, se habían apartado corriendo y estaban escondidos. Llegó el momento decisivo. Había que aprovecharlo sin vacilar ni un segundo. Era la última y única posibilidad de salvación.

El jefe del tanque a duras penas logró hacer girar el cañón y lanzó tres disparos. Luego quitó el cerrojo, lo entregó al jefe de la torreta y le ordenó que huyera. Los fascistas dispararon contra el fugitivo, que se echó al otro lado de una elevación. El jefe colocó la ametralladora en el orificio, disparó una ráfaga y ordenó huir al conductor. El último en huir fue él mismo.





Los facciosos dirigieron contra ellos un verdadero alud de balas. Los tres combatientes estuvieron echados al otro lado de la elevación, apretándose contra el suelo, hasta que los fascistas se hartaron de disparar. Luego corrieron otro trecho, después otro... Se habían cumplido exactamente las veinticuatro horas de su resistencia.

Están de pie, fuman, beben agua. Dan indicaciones con todo detalle a otros combatientes quienes ahora, cubiertos por una cortina de fuego, en un remolque blindado, sacarán la máquina...

¿Qué ha salvado a estos tres hombres, mil veces perdidos? Los ha salvado su odio al enemigo, su decidido propósito de no ceder al fascismo ni siquiera la última hora de sus vidas, el último suspiro, la última bocanada de aire de sus pulmones, la última mirada de sus honrados y jóvenes ojos.

20 de octubre

No es posible seguir la lucha de los heroicos mineros asturianos sin sentir una grandísima alarma.

Un ejército imponente aprieta con su anillo de hierro el sector asturiano de la España republicana, el último que queda en el frente del norte.

Centenares de cañones, aviación, tanques, varias divisiones italianas, todo ha sido lanzado por los fascistas contra ese sector. La ayuda del exterior es imposible; el pequeño ejército asturiano, desangrándose, no tiene más remedio que defenderse solo.

Gijón, la principal ciudad de la Asturias antifascistas, se encuentra bajo una amenaza inmensa y muy próxima. No hace falta decir lo que espera a los asturianos, a la población civil de Gijón y de los pueblos mineros —no hablamos ya de los combatientes y jefes— cuando irrumpan las tropas fascistas. Todos son obreros, campesinos pobres y, por consiguiente, antifascistas, es decir, objeto del odio más feroz de los facciosos y de los intervencionistas. La represión monstruosa, la matanza general en los pueblos de Asturias ya conquistados por el enemigo, muestran lo que ocurrirá sí las tropas de Franco-Mussolini llegan hasta Gijón y hasta la zona minera más importante.

Todavía no se ha organizado verdaderamente ni se ha asegurado la evacuación de la población civil de Gijón. Para ello se necesitan barcos, se necesita escolta para los barcos, en una palabra, es indispensable tomar medidas que no pueden llevarse a cabo sin la participación de los estados vecinos.

Si las humanas declaraciones de los estadistas británicos y franceses por lo menos en sus más remotos motivos arrancan de intenciones en verdad sinceras, esos hombres han de evitar en seguida la sangrienta matanza de Gijón.

Los trabajadores de Francia, la prensa antifascista de dicho país, viene exigiendo de su gobierno, desde hace varios días, el envío a Gijón de una caravana de barcos custodiados por la flota de guerra para la evacuación de los asturianos, en primer lugar de las mujeres y niños.

La clase obrera inglesa apoya dichas manifestaciones. Las apoyan la opinión pública y los hombres honrados de todo el mundo.

En Gijón se encuentran varios miles de prisioneros fascistas, capturados en combate. Las autoridades republicanas los han tratado humana y magnánimamente. La República tiene todos los motivos para exigir, aunque sea como canje por tales prisioneros, garantías de vida y posibilidad de partir para los trabajadores antifascistas. El más simple deber moral obliga al comité de Londres y a los gobiernos que están en él representados, a garantizar dicha operación.