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No sé cómo conceptuará el día de hoy el parte del Ministerio de la Guerra. Los periódicos de Valencia llegarán aquí pasado mañana; primero los conducirán en coche por las carreteras anchas; luego, en motocicleta, por los caminos vecinales; después, en mulos, por las montañas.
Entonces, el día de hoy se habrá fundido con otros días, será difícil recordarlo con todos sus detalles entre los cuatrocientos días de guerra ya vividos. Ahora, cuando acaba de quedar cerrado por la oscura cortina de la noche, aún se mantiene ante los ojos...
Ahora ya no es necesario agitar a nadie, aquí, acerca de la necesidad de las fortificaciones. La aviación ha enseñado a cada individuo a ser zapador de sí mismo. Las palas se miran con envidia, las piden a préstamo y en cola. Quienquiera que haya de permanecer en un mismo lugar más de una hora, rebusca en torno con la mirada si no hay algún agujero o alguna grieta en la tierra. Si no hay, empieza a cavar, a rascar, a arañar, si no con la pala, con la navaja o con el plato de aluminio —algunos lo han afilado por un canto, como si fuera una navaja—. Ahora nadie cree que es perder el tiempo cavar la tierra. También hoy, no bien han traído el perol con el café, han aparecido ya los aviones.
No son muchos —cuatro Junkers con doce Fiats—. En seguida han sido recibidos por los republicanos. Combate aéreo. Los aparatos de bombardeo escapan. Finalmente, uno cae como una piedra; de otros tres, saltan en paracaídas: muy cerquita... Una hora más tarde, conducen al barranco uno tras otro, a dos aviadores italianos prisioneros. Llaman desde la brigada vecina, dicen que allí han capturado al tercero: cayó tras unas rocas e intentó disparar. El cuarto quedó muerto en el acto.
A las 11, los republicanos inician su primer ataque. Hay que entrar en Fuentes de Ebro, uno de los grandes distritos en las inmediaciones de Zaragoza. De por sí, Zaragoza es también una fortaleza, antigua y famosa. Pero ahora los alemanes la han completado con un grupo entero de puntos fortificados en un sistema de defensa circular —Belchite, Mediana, Quinto, Villamayor, Fuete—. Parte de esos puntos ha sido tomada; parte, se defiende, reforzada con artillería, con nuevas fortificaciones y unidades complementarias.
El primer ataque no ha tenido éxito. A las 13.30 horas ha de comenzar el segundo. Exactamente a las 13.20 horas se oye ruido de motores; todo el mundo se esconde en las grietas, pero en seguida saltan al exterior: los aviones son gubernamentales. Vuelan bajos, mostrando sus signos distintivos, luego se elevan y un minuto* después vemos, conteniendo la respiración, todo el horizonte, sobre las trincheras fascistas, cubierto de humo.
En seguida avanza el grupo de tanques. Algunos llevan sobre su blindaje, sentados, soldados de infantería, son soldados de choque, de la intrépida juventud española.
Desde aquí, desde la roca, se ven todos los detalles del ataque. Los tanques se acercan a las alambradas. Las rompen. Ahí, la infantería subida a los tanques debería saltar instantáneamente y echarse al suelo. Pero esos locos muchachos siguen avanzando. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! Los siegan con fuego de ametralladora y de cañón antitanque. No es posible mirarlo. Caen como las manzanas del árbol. ¿Es posible que también ese joven de dieciséis años, voluntario, con la cabeza descubierta, que subió al tanque hace media hora, también?...
Los facciosos reciben al grupo de tanques con una nube de fuego.
Las explosiones acompañan el camino de los tanques formando un estrecho círculo. Parte de los proyectiles antitanque llegan hasta aquí. No silban, rechinan, con un rechinar repugnante, espeso, como el de la piedra de afilar, y el estallido al chocar contra la roca es agudo y fuerte.
En las trincheras fascistas, cunde el pánico. La gente sale levantando en alto los fusiles y pidiendo clemencia. Pero cuando el tanque ha rebasado las trincheras y ha avanzado en profundidad, los enemigos que han quedado con vida se recobran y reanudan el tiroteo. Esto no puede evitarse y el resultado es que la línea de fuego, aunque no densa, se cierra tras los tanques. Los soldados de infantería, tras ellos, han logrado infiltrarse poco. Pero por el flanco izquierdo, los republicanos se han apoderado de la trinchera enemiga y la conservan firmemente.
En primera línea, atacan los españoles junto con los americanos. Los soldados españoles pelean en silencio. Dan puñetazos, como niños, a su fusil o ametralladora si éstos fallan o si no tienen cartuchos. Los americanos combaten sin dejar de echar pestes entre dientes con expresiones largas y enrevesadas. Sólo uno de ellos, un obrero de cabellos grises, de mejillas hundidas, con gafas anticuadas, suavemente, sin decir palabra, se arrastra de ametralladora en ametralladora y repara las averías. Los españoles le llaman «yanqui»y le dan cariñosas palmadas en la espalda. En respuesta él sólo menea la cabeza. Y a qué hablar, todo está claro sin palabras: la ametralladora no funcionaba y ahora funciona.
Pasan tres horas. El ataque ora se reanuda ora se debilita. Los soldados comienzan a atrincherarse en la franja de terreno que han conquistado. Entretanto, los tanques siguen luchando ininterrumpidamente en el círculo de fuego. Ya se dirigen a su punto de reunión; los que tienen las cadenas averiadas por los obuses son abnegadamente remolcados por sus compañeros. Sólo tres tanques no pueden abrirse paso; dos de ellos arden. Columnas de humo negro.
El sol comienza a bajar a su ocaso; aquí, en la montaña, en otoño, llega la oscuridad muy rápidamente. Los fascistas siguen disparando contra los tres tanques solitarios; así, pues, ¿esos tanquistas aún resisten?
Una hora más. Todo queda sumido en la oscuridad. Los tanquistas han repostado de gasolina en el punto de reunión, pero no piensan descansar. Su tensión, su excitación llega a los grados extremos. Hay que acudir en ayuda de los que se han quedado. Es preciso arrastrar los tanques, hallar a los camaradas.
Se han formado varios grupos de voluntarios, tanquistas y soldados de infantería. Avanzarán a rastras para explorar el terreno. El viejo americano también pide permiso para ir. Se lo niegan. El hombre inclina la espalda y se mete en un agujero hecho en la tierra; allí, resguardando la vela con su cazadora, limpia ametralladoras.
De súbito, en la hondonada en que se encuentran los tanques, se oyen gritos de alegría. Todo el mundo acude hacia allí. En medio de una apretada muchedumbre, hay tres mozos: la tripulación de uno de los tanques cercados, el que no ha ardido. Todos los abrazan, todos los besan, con lágrimas en los ojos. De los tres, dos están heridos. Cuentan: unos impactos directos sobre el tanque, en el lugar escarpado, inutilizaron los mecanismos de marcha de los cañones y ametralladoras, hirieron al jefe de la torreta y al jefe de la máquina. Los fascistas se acercaron a pocos pasos del tanque —gritaban, querían persuadirlos de que se rindieran, les prometían la vida, los amenazaban diciéndoles que los quemarían vivos o los despedazarían—. Los tanquistas disparaban con sus pistolas, el conductor mató a dos fascistas. Decidieron resistir hasta los tres últimos cartuchos —los tres últimos serían para ellos mismos—. Pero luego los fascistas se calmaron, decidieron dejar el asunto hasta la mañana. Los servidores del tanque quitaron los cerrojos de los cañones y de la ametralladora, salieron con ellos y se arrastraron hasta una acequia. Con agua hasta el cuello y, a veces, sumergiéndose, se dirigieron hacia las posiciones de los suyos. Por fin llegaron a la parte de las trincheras conquistadas por los republicanos.