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»Tengo que hacerte un ruego: comoquiera que estoy a la última pregunta por lo que a dinero se refiere, mándame un refuerzo, si te es posible. Para la correspondencia sigue válida la antigua dirección: Hotel España. Hay que añadir unas palabras amables indicando para quién es.»

(De una carta de A. Fok al general Turkul)

Los papeles del general Fok confirman documentalmente que una parte de los guardias blancos, ligados sobre todo con los invasores germanoitalianos, tenía sus cuentas pendientes con el general Miller, que ha desaparecido hace unos días.

Es curioso señalar que la prensa de París acusa directamente del rapto de Miller al general Turkul, con quien Fok mantenía correspondencia.

Las fieras de guardias blancos aún no se han ido al otro barrio. Como sucede con los animales de rapiña, se pelean entre sí, no pueden repartirse la limosna que les echan sus amos de hoy: los fascistas. Por el reparto de las limosnas subsidio de los Estados Mayores y servicios de espionaje germano y japonés, se dan todas las discusiones, escisiones, recíprocas intrigas y crímenes bandidescos. Dinero y sangre, espionaje y provocaciones, asesinatos y raptos, tal es la diaria prosa de los guardias blancos emigrados, otrora generales del ejército imperial ruso, hoy, generales de los jóvenes aplicados requetés, falangistas, samurais, camisas pardas y camisas negras.

Nuestra juventud oye contar a sus padres relatos sobre las luchas contra los servidores del zar; que sepa también que, incluso en nuestros días, esos decrépitos chacales aún se procuran el sustento nutriéndose con las sobras de expoliaciones ajenas y sangrientos festines.

29 de septiembre

¿Para qué puede servir un trimotor alemán Junker derribado, que ha caído envuelto en llamas? Para lo siguiente:

Las enormes piezas del cuerpo de esa ave mutilada y desfigurada, se colocan cuidadosamente en montones. Ahí está la caja torácica destrozada, ahí las largas piernas, ahí las alas dobladas y retorcidas, ahí casi toda la cola. Ahí está la larga escalera por la que los aviadores fascistas entraban en el vientre del ave de rapiña metálica. Todo ello está roto, e

Dos mozos vienen por turno con un carrito a motor, colocan en él una porción de partes y tripas de Junker y las llevan al horno eléctrico. Ahí, el pájaro fascista se asa en su propia salsa; dicho de otro modo: el duraluminio se funde y vuelve a fundirse.

El horno está instalado en medio del patio de una fábrica; en torno, van y vienen los obreros, dan órdenes los contramaestres y hacen sus indicaciones los ingenieros. El horno en la fábrica de fundición mecánica, lo mismo que toda la fábrica, trabaja a más y mejor. Trabaja en Madrid, en un extremo de la ciudad, exactamente a un kilómetro de las líneas avanzadas de trincheras. En algún lugar, muy cerca, dispara la artillería, pero nadie se vuelve al oír el estruendo del cañón. El estruendo recuerda sólo que el ejército necesita obuses y que los obuses no se recogen de un árbol, como las aceitunas.





Había aquí una fabriquita pequeña, modesta, para materiales de canalización. Ahora en todas partes se han colocado nuevos tornos, martillos pilones, se han ampliado los talleres de modelado, moldeo y acabado. Se trabaja con energía, con entusiasmo. Se trabaja sin cesar, en tres turnos; los obreros no quieren salir del taller, piden permiso para quedarse una o dos horas más a fin de no dejar nada inacabado.

El viejo Para —regañón, colérico, pero jovial— es quien lleva aquí la dirección. En su blusa negra manchada, lleva cosidas las insignias de capitán. Es un viejo obrero metalúrgico, sin partido. Tiene dos hijos en el frente, y él hace ya medio año que no ha ido a dormir una sola noche a su casa. Se pasa las veinticuatro horas del día por los talleres, y a lo sumo, cuando es ya muy tarde, se tumba un poco en un duro colchón, en las oficinas.

Es digno de admiración ver cómo en el Madrid asediado, literalmente bajo el fuego enemigo, se ha organizado y se ha consolidado la industria de guerra de la República. La iniciativa obrera, el entusiasmo proletario han hecho verdaderamente maravillas. En Madrid trabajan ahora a plena marcha y sin cesar todas las empresas metalúrgicas y electrotécnicas que se han salvado de la artillería y de la aviación. Han aprendido y siguen aprendiendo a fabricar pertrechos de guerra de muchos tipos, mecanismos diversos de muchísima necesidad para la guerra.

El ejército republicano tenía una necesidad extrema de grandes reflectores antiaéreos. Ahora ya se puede decir: ¡a comienzos de verano había en todo el territorio de la República exactamente doce! Este aparato es muy costoso, complicado, y en España no se había fabricado nunca. Consta de novecientas catorce piezas distintas, entre ellas un espejo cóncavo de metro y medio de diámetro... Después de que en varias instancias el pedido fue considerado como imposible de cumplir, los madrileños pidieron que se lo encargaran a ellos. Tomaron un novísimo proyector extranjero, estudiaron sus diseños y comenzaron a construir proyectores, grandes y pequeños, aquí, bajo la dirección del viejo Parra. Lo hacen con enorme cuidado, con un entusiasmo admirable, puede decirse que con ardor.

Parra mete prisa a un joven obrero —porque no ha acabado una pieza—. El muchacho hace como si no lo oyera, sigue aplicándose con celo en la construcción de una pequeña arandela. Por fin se acerca sosteniendo en las palmas de las manos, una junto a la otra, dos piezas: la extranjera y la suya. La suya es mucho más limpia y exacta —así lo reconoce el propio Parra, tan regañón—. El pulidor se va, guiñando picaramente un ojo, lo cual, traducido del español al ruso, significa: «¡También nosotros sabemos dónde tenemos la mano derecha!»

Para nutrirse de materia prima, la fábrica ha creado brigadas especiales dedicadas a la recolección de metal. En la guerra hay muchos desperdicios; los muchachos de la fábrica recorren los campos de batalla y en cestos de mimbre recogen el metal utilizado. La operación de Brúñete proporcionó a la fábrica materia prima para tres semanas. Son importantes, sobre todo, los aviones derribados: esto es caza gorda —metales ligeros y no ferrosos...—. Los madrileños mandaron una expedición entera a Aragón y desde allí, poco a poco, en carros y en mulos fueron transportando chatarra. No hace falta decir que tienen brigadas para rebuscar en su propia ciudad.

El contramaestre Parra recorre los talleres, abre la puerta trasera y con gesto de anfitrión me muestra un espectáculo maravilloso. Sin dar crédito a mis propios ojos, veo cómo decena y media de hombres están terminando una gran excavación, de unos sesenta metros de anchura. Por uno de sus extremos se colocan los cimientos de ladrillo. Ahí mismo montan un horno de fundición.

—¡Construimos un nuevo taller de fundición! En el viejo ya no cabemos. Venga dentro de tres semanas para asistir al acto de la puesta en marcha.

El ejército de Franco se prepara para invernar en Madrid. Pero los obreros madrileños construyen, entretanto, nuevos talleres en sus fábricas. Mientras que dos hermanos empuñando sendos fusiles contienen, seguros de sí mismos, la presión del enemigo, su padre, con la misma seguridad en sí mismo, levanta un nuevo taller de la industria antifascista de defensa.