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Después de un enorme intervalo, se ha alterado la calma en las desérticas extensiones de Aragón. De nuevo resuenan los disparos, otra vez van por los caminos soldados blancos de polvo, con los rostros acarminados por el sol, de nuevo son arrastrados cañones y pasan furgones sanitarios con heridos.

Aquí es difícil combatir. Ásperas elevaciones arenosas, a veces como montañas. En esas elevaciones, la hierba queda requemada, más descolorida que un estropajo. Y eso es todo. Ni un árbol, ni un arbusto, nada que salve del calor. No hay agua. La traen aquí en cisternas, de un riachuelo repulsivo, caliente y turbio, a veinte kilómetros de distancia. La teñimos con vino, pero el vino no puede disimular todos los desagradables resabios, salados y terrosos. ¡Pero al diablo con ellos, con los resabios! Que hubiera por lo menos un sorbo de esta agua cuando todo ha quedado reseco, dentro y fuera, cuando todos los poros del cuerpo están llenos de arena. Esta caliente capa de arena se mete por la nariz, la garganta y las orejas; te frotas los ojos con los dedos sucios, los ojos se irritan, el sol los cauteriza y todo cuanto ves se ofrece con manchas anaranjadas y violáceas.

Todos envidian a la Brigada N: la han mandado de noche a forzar el río Ebro, vadeándolo. ¡De noche, a vado! Esto significa que habrá frescor, que habrá agua, ¡agua hasta el cuello! Se ha aclarado también que los zapadores tienen tiempo de tender un puente. Lo han tendido. Pero ningún infante lo ha utilizado. Por el puente han pasado los cañones y demás impedimenta de guerra. Pero toda la brigada, incluidos sus jefes, ha vadeado el río con gran satisfacción.

Por la noche, de no pasar el río a vado, no se nota alivio. Para dormir es necesario tumbarse en la manta directamente sobre el polvo. El cansancio hace indiferente a todo. Pero cuando llega el sueño, empieza lo más infame. Enormes mosquitos rabiosos pican el cuello, la nariz y los tobillos, donde les parece más sabroso. Envidias a los que están en las tiendas, aunque allí el aire es sofocante, teclean las máquinas de escribir, hay hombres, bañados en sudor, que gritan por el teléfono de campaña.

En esta noche nadie puede dormir. El combate se inicia inmediatamente después de la marcha, las unidades apenas tienen tiempo de situarse en las posiciones de partida. A algunas no les quedan ni una hora o dos para descansar antes del ataque.

Una luna inmensa, irreal, alumbra sobre las pálidas colinas. Las columnas en marcha levantan nubes de polvo que, poco a poco, se mezclan. ¡Qué lugar más apartado, cuánto vacío y silencio en torno! ¿Es posible que no nos encontremos en África, en el Asia central, es posible que estemos en la Europa occidental, a tres horas de vuelo de París?

Amanece antes de la preparación artillera. Quinto se encuentra frente a nosotros mismos a dos kilómetros y medio, en una meseta, como en una escena. En el primer plano, el tercer grupo de fortificaciones: amplios fortines de cemento con dos filas de troneras abiertas en duro asperón. Entre estas filas, un grupo de casas; después, las largas paredes de piedra del cementerio y una iglesia medieval, con un alto campanario. Detrás, en las colinas, aún otras dos hileras de fortificaciones. Todo esto domina una gran llanura, desde la que atacan los republicanos. Todo movimiento, todo mecanismo suelto y cada hombre son perceptibles a simple vista.

Los cañones, desde nuestra espalda, hacen los primeros disparos. Delante empiezan a hervir las columnas de humo, negras y blancas, de las explosiones.

El sol comienza a calentar los montículos. Fatigosa espera. Quinto calla. Aún no ha respondido con un solo disparo.

Por fin, el ruido de los obuses se hace ininterrumpido. Los obuses caen en torno a los fortines, en el cementerio, cerca de la iglesia. Todo el poblado y las fortificaciones quedan envueltos por el humo. Éste es el momento del ataque a las trincheras. Pero ha sucedido una cosa desagradable. La brigada que daba la vuelta por el flanco izquierdo, ha quedado con un batallón prendido en una finca fortificada. Resulta que ahí había un cañón y varias ametralladoras. Ha sido necesario rodear la finca, se ha entablado un fuerte tiroteo. En los muros de piedra de la casa de dos plantas chocan como granizo y rebotan las balas. Llevan a la ciudad a algunos heridos.





Ha transcurrido más de media hora. El humo sobre Quinto se ha desvanecido hace rato. La pausa queda interrumpida por el vuelo de la aviación. Cinco aparatos republicanos de bombardeo, ligeros, descargan sus bombas sobre los fortines. Luego llega desde el suroeste un destacamento de cazas para cubrir la caballería republicana y la columna motorizada que cumplen la otra parte de la operación.

Después del mediodía, se desarrolla un pequeño episodio. Desde la retaguardia avanza por la llanura un camión con un remolque. Sin apresurarse mucho, salta tranquilamente por los terrones y se va aproximando a las líneas avanzadas. Al principio nadie se fija en él. Luego todo el mundo empieza a mirarlo. En el camión, una pieza de artillería; en el remolque, obuses.

Mirando con los gemelos, reconocemos este sorprendente combinado de la batería Táhlma

El camión sigue avanzando más y más. Todos esperan, sorprendidos, a ver hasta dónde llegará aún. Los fascistas también esperan —por lo visto, quieren achicharrar a los insolentes de un solo disparo—. Del camión se apartan dos figuras. Hacen un reconocimiento, luego regresan. El camión se para en un montículo —ahora ya se encuentra a unos quinientos metros delante de la vanguardia de infantería— y la venerable pieza de artillería empieza a disparar furiosamente en tiro directo contra las troneras de los fortines fascistas.

Las baterías de Quinto abren un fuego diabólico contra el viejo cañón y sus jóvenes servidores, de un arrojo sin límites. Cada varios segundos desaparece de nuestra vista envuelta en una columna de humo y el corazón se contrae de dolor. Pero al instante entre el humo de nuevo brilla la llama ¡«Tahlma

Cuarenta minutos dura este duelo estremecedor. El cañón dispara toda su dotación de municiones: 120 obuses. Sus últimos disparos se hunden en el estrépito de las baterías republicanas. El tercer potente ataque de fuego —y último— sume a Quinto en el humo y el polvo.

La infantería no tarda. Los combatientes se levantan del suelo y con las bayonetas caladas, con granadas de mano, se lanzan sobre la primera línea de trincheras. Durante algunos minutos los fascistas siegan con fuego de ametralladora. Pero por detrás, sobre la cresta de las colinas, también aparecen hombres: es otra brigada republicana, la que vadeó el río y corta la retirada a los fascistas.

Los cañones de los facciosos enmudecen. Hay un desordenado tiroteo, estallan las granadas de mano. Los reductos han quedado vacíos.

Los republicanos entran en ellos y lo encuentran todo abandonado en medio del pánico: ametralladoras, bolsas de cartuchos, hasta gorras, periódicos zaragozanos de ayer, abanicos de papel con el retrato de Franco, cadáveres y algunos heridos. A uno, un obús le ha arrancado un brazo. El soldado se cubre la herida con un trapo para ponerla a salvo de las moscas y pide agua. En las zanjas de comunicación, hay montones de documentos rotos y boinas escarlata de los requetés.