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En el transcurso de este último mes, he visto en Europa a personas que se llaman materialistas y revolucionarios ultraizquierdistas, y que pretenden demostrar la necesidad de llegar a un compromiso con Hitler, he visto a sacerdotes católicos vascos que iban al ataque junto con las tropas de su pueblo, al lado de los comunistas, contra las legiones fascistas italianas que han recibido la bendición del Vaticano.
Republicanos, anarquistas, marxistas, católicos, simplemente, hombres sin partido, para todos hay sitio en las filas de los combatientes contra el enemigo común, el fascismo. No hay sitio tan sólo para quien quiere creer o cree en alguna posibilidad de compromiso con dicho enemigo. En este caso, por hondamente que esté escondida la idea de la capitulación o del contubernio, por complejas que sean las argumentaciones políticas, filosóficas o artísticas con que se encubre dicha idea saldrá al exterior y se desenmascarará a sí misma.
Digan cien mil palabras sobre lo que quieran, alaben, critiquen, entusiásmense, lloren, analicen, generalicen, aduzcan comparaciones geniales e impresionantes características, da lo mismo, tal es la lógica de nuestro tiempo, ¡ustedes han de decir al fascismo «sí» o «no»!
La paz entre los pueblos se ha hecho indivisible e indivisible se ha hecho la lucha por la paz de los pueblos. Para nosotros, hombres que hemos promulgado la Constitución Soviética, quedan bastante alejados el parlamentarismo americano, el francés y hasta el español. Pero consideramos que todo esto se encuentra a un lado de la línea. Al otro lado, se encuentra la tiranía hitleriana, el ambicioso afán de poder del dictador italiano, el terrorismo trotskista, la rapacidad insaciable de los militaristas japoneses, el odio de Goebels por la ciencia y la cultura, el frenesí racista de Streicher.
No hay dónde esconderse, dónde ponerse al abrigo de esa línea divisoria, ni en la primera línea de fuego ni en la más profunda retaguardia. No cabe decir: «No quiero ni lo uno ni lo otro», como tampoco puede decirse: «Yo quiero lo uno y lo otro», «Estoy contra la violencia y contra la política.» Y quien menos puede decirlo es el escritor. Cualquiera que sea el libro que escriba, trate de lo que trate, el lector penetra en él hasta las más escondidas líneas y encuentra la respuesta: «por» o «contra».
La mejor confirmación de esta verdad nos la ofrece el ejemplo de André Gide. Al publicar su libro, lleno de sucias calumnias contra la Unión Soviética, dicho autor intentaba conservar la apariencia de neutralidad y esperaba mantenerse en el círculo de escritores «izquierdistas». ¡En vano! Su libro en seguida ha llegado a los fascistas franceses y se ha convertido, junto con su autor, en su bandera fascista. Y esto es singularmente aleccionador para España dándose cuenta de las simpatías de las masas por la República española, temeroso de atraer sobre sí la ira de los lectores. André Gide, en un apartado rincón de su libro ha incluido algunas palabras confusas aprobando a la Unión Soviética por su actitud respecto a la España antifascista. Este camuflaje, sin embargo, no ha engañado a nadie. El libro ha sido impreso por entero en varios números del principal órgano de prensa franquista, Diario de Burgos.¡Los suyos han reconocido al suyo!
Por esto exigimos del escritor una respuesta honrada: ¿con quién está, en qué lado del frente de lucha se encuentra? Nadie tiene derecho a dictar la línea de conducta al artista y creador. Pero quien desee ser tenido por hombre honrado no ha de permitirse pasear ora por un lado de la barricada ora por el otro lado. Esto se ha convertido en un peligro para la vida y es mortal para la reputación.
Ustedes saben que para nosotros, escritores del país soviético, el problema acerca del papel del escritor en la sociedad ha sido resuelto hace tiempo de manera totalmente distinta que en los países del capitalismo. Desde el momento en que el escritor ha dicho «sí» a su pueblo, que construye el socialismo, se convierte en un creador avanzado, con todos los derechos, de la nueva sociedad. Con sus obras influye directamente en la vida, la empuja hacia adelante y la modifica. Esto hace que nuestra posición sea elevada y honrosa, pero difícil y de responsabilidad. Nuestro escritor Sóboliev ha dicho —y en esto hay una parte de verdad— que el país soviético le da al escritor todo menos una cosa; el derecho a escribir mal. El crecimiento de nuestro lector se adelanta, a veces, al del escritor. El autor necesita poner en tensión todas sus fuerzas intelectuales y creadoras para no quedarse a la zaga de sus lectores, para no perder su confianza y, simplemente, su atención.
No cambiamos nuestra situación por otro puesto, cualquiera que sea, más cómodo. Nos enorgullecemos de nuestra responsabilidad y de las dificultades que experimentamos porque todavía nunca, en la historia, el pueblo había concedido al escritor un honor tan elevado: con la ayuda y el concurso del Estado, educar, mediante el arte, a decenas de millones de personas, formar el alma del hombre de la sociedad libre, socialista.
... ¿Hace falta explicar la posición de los escritores soviéticos, así como la de todo nuestro pueblo, respecto a la lucha en España? Con orgullo para nuestro país, nosotros, escritores soviéticos, repetimos las palabras de Stalin: «La liberación de España de la opresión de los reaccionarios fascistas no es una causa particular de los españoles, sino la causa de toda la humanidad avanzada y progresiva.»
Nos enorgullecemos de estas palabras no sólo porque han sido, por sí mismas, el llamamiento de máxima autoridad dirigido a cuanto hay de honrado en el mundo para que se apoye al pueblo español, sino, además, porque cuando nuestro pueblo habla, no se limita a las palabras, sino que pasa a los hechos. Lo sabe nuestro país y lo sabe España.
El carácter antifascista de nuestro Congreso y la condición de quienes participan en él, nos exime de hablar a sus delegados sobre la necesidad de luchar contra el fascismo. Pero esta lucha, la defensa misma de la cultura frente a su más feroz enemigo, no se lleva a cabo aún con suficiente energía. Nuestra Asociación todavía no ha convencido a círculos suficientemente extensos de escritores, no les ha hecho ver cuán amplios son nuestra base y nuestro programa, cuán firme es nuestra decisión y nuestra energía en la lucha por la defensa de la cultura. El ataque ha sido siempre el mejor medio de defensa. La guerra civil en Rusia y la victoria de los pueblos de nuestro país, la dictadura del fascismo en Alemania e Italia, la guerra civil en España han convertido a los escritores de dichos países en luchadores y compañeros de sus pueblos en la lucha por sus libertades y su cultura. Escritores de Francia, de Inglaterra, de América del Norte y del Sur, de Escandinavia y de Checoslovaquia, miembros de nuestro congreso, preguntad a vuestros colegas y compañeros de oficio: ¿qué esperan? ¿Que el enemigo los agarre por el cuello y que en sus países ocurra lo que aquí, cuando los aparatos de bombardeo alemanes y la artillería italiana destruyen el hermoso, limpio y alegre Madrid? ¿Esperan que el enemigo obre del mismo modo contra Londres, contra Estocolmo y Praga?
Nunca olvidaré los terribles días de noviembre aquí, en Madrid, cuando escritores, artistas, sabios, y entre ellos viejos y enfermos, con sus hijos, abandonaban sus casas, sus estudios y laboratorios, se iban en camiones con tal de no caer en manos del enemigo, con tal de no entregarse a la represión de Hitler, Mussolini y Franco. Entonces, los milicianos del Quinto Regimiento, los combatientes del Ejército Popular —algunos de ellos campesinos que apenas sabían leer y escribir— con muchas atenciones y cariño los llevaron lejos del peligro como lo más valioso del país, como su reserva de oro.