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Ha presidido María Teresa, muy solemne y emotiva. Ha dado la palabra al jefe de una división y luego a mí.
Yo estaba nervioso, por primera vez iba a pronunciar un largo discurso en español. He dicho:
—Al venir a este Congreso, yo me preguntaba qué es esto, en esencia: ¿un Congreso de Quijotes, un rezo literario impetrando la victoria sobre el fascismo o un nuevo batallón de voluntarios internacionales con gafas? ¿Qué pueden dar y a quién, este Congreso y las discusiones de personas armadas sólo con palabras? ¿Qué pueden dar aquí, donde el metal y el fuego se han convertido en argumentos, y la muerte es la demostración básica en la discusión?
Desde los tiempos más antiguos, no bien surgió el arte del pensar expresado en la palabra, hasta nuestros días, el escritor se pregunta: ¿quién soy yo, un profeta o un payaso, el capitán o el tambor de mi generación? Las respuestas han sido siempre distintas, a veces triunfales, a veces demoledoras. En el país en que ahora nos encontramos, en España, los escritores han conocido las amarguras de la humillación y los honores supremos, para sí y para su oficio. Hay países en que a los escritores se los considera algo así como hipnotizadores. Hay un país en que los escritores participan en la dirección del Estado, como hacen, por lo demás, las cocineras y todos quienes trabajan con sus manos o con su cabeza.
Si los escritores han experimentado muchas seducciones y han cometido muchos errores en la valoración de su papel en la sociedad, ello se debe, en parte, al carácter especial de su profesión. El trabajo del literato, su producción, casi nunca es anónimo. El nombre del autor, su individualidad, aunque sea la más insignificante, sirve oficialmente de objeto de demanda para el público y constituye un elemento inseparable del juicio que merece la calidad del libro. Cuando un obrero produce, por ejemplo, cerillas, o un campesino produce trigo, puede aplicar en su trabajo toda su individualidad y todo su saber personal, toda su alma, y, pese a todo, el fruto de su trabajo será anónimo, será, simplemente, cerillas o trigo. Si un escritor produce aunque sólo sean diez líneas, aunque éstas sean incoloras, vacuas de contenido y descuidadas, las firma con su nombre, y esto se considera normal, es casi obligatorio, y cuantas menos son las líneas escritas, cuanto menos pueden éstas decir, tanto más necesaria resulta al pie la firma del autor.
Ha sido esto, en parte, lo que ha dado origen, entre los escritores de distintas épocas y diferentes pueblos, a la falsa teoría de la «expresión», teoría que, modificando su aspecto y la terminología, siempre se ha reducido, aproximadamente, a la idea de que el escritor tiene dentro de sí, quizá en alguna parte entre el hígado y los ríñones, cierta glándula misteriosa, la cual, a modo de «piedra filosofal» de los viejos alquimistas, produce de por sí una valiosa sustancia: la literatura. Según la teoría de la «expresión», la tarea del escritor estriba en hallar la mayor fuerza para interpretarse a sí mismo, para penetrar lo más hondamente posible en su interior, para defenderse contra influjos exteriores y hacer posible que la glándula milagrosa elabore su jarabe del arte.
Me inclino a creer que en esta sala, en este Congreso, no hay personas con las cuales sea necesario discutir en torno a la teoría de la «expresión». El camino de creación y de trabajo social recorrido por cada uno de los aquí presentes, antes de que le condujera aquí, al heroico Madrid antifascista del año 37, le ha librado hace tiempo de semejantes ilusiones. Nosotros nos hemos convencido hace tiempo —y lo hemos comprobado miles de veces— de que nuestros sentimientos y nuestros estados de ánimo, como escritores, no se engendran desde dentro, sino que expresan el estado de los espíritus y de los pueblos y clases, sus afanes y esperanzas, sus desilusiones y su ira.
Nuestro excelente amigo Romain Rolland ha expresado con las palabras que cito a continuación, este robusto sentimiento del nexo que se da entre el escritor y la sociedad:
«Lo nuevo, aquí, no está en que los grandes artistas —precursores— canten al sol antes de su salida, sino en que el día, al fin, se ilumina, en que se ha tendido un puente entre el sueño del arte y la acción social. Así el sueño del arte no está entretejido ya solamente de lo que se prevé, se crea a base de la vida material. Cobra vida en la realidad. En nosotros ha aparecido un nuevo sentimiento de seguridad, nunca experimentado antes. Ya no somos hombres que nos movemos en el agua. Cuando Wagner creaba su Tristón,no esperaba hallar nunca en Europa un público que pudiera escucharle y comprenderle, y escribía, dicen, para el público imaginario de Río de Janeiro... Los genios del arte se han visto obligados a crearse, al mismo tiempo que elaboraban sus obras avanzadas, una visión ilusoria del futuro pueblo que va a reconocer en tales obras su propia canción. Ahora este pueblo existe. Ya no estamos solos. Ya creamos conjuntamente. Aunque el papel del gran artista estribe siempre en adelantarse al estadio de su época, en ver la plenitud de lo que en el momento dado sólo apunta, el artista pertenece, con todo, al mismo siglo que las otras brigadas de trabajadores. Y todos juntos laboran según un mismo plan, como en otros tiempos los pueblos edificaban las catedrales.»
¿Cuál es, en nuestra época, la norma de conducta del escritor honrado que tiene conciencia de su nexo con la sociedad y con su clase social? ¿De qué mejor manera puede servir a los trabajadores?
¿Es necesario dar consejos al maquinista de un tren o distraer a los pasajeros para obligarlos a soportar un largo viaje? ¿O hay que saltar del vagón y empujar el tren en una cuesta empinada?
Ustedes saben que el temperamento y la sinceridad de una serie de escritores antifascistas los ha impulsado a participar de manera directa en esta lucha en calidad de voluntarios. Encerraron en el armario de su casa sus manuscritos y se fueron en seguida como soldados de las Brigadas Internacionales del Ejército Popular español. Otros han venido aquí con las buenas intenciones de mirar y escribir, pero al ver la guerra, al ver el peligro del pueblo español, han interrumpido su trabajo literario y han empuñado las armas.
Sobre esta cuestión se discute: ¿cómo ha de conducirse el escritor, en contacto con la guerra civil de España? Desde luego, tienen razón quienes sostienen que el escritor ha de luchar contra el fascismo con las armas que mejor domina, es decir, con su palabra. Byron hizo más con su vida para la liberación de toda la humanidad que con su muerte para la sola liberación de Grecia. Pero hay momentos en que el escritor —me refiero a algunos escritores— se ve obligado a convertirse él mismo en personaje activo de su obra, y no puede confiar en los héroes de ficción, ni siquiera ideados por él mismo. Sin esto, se rompe el hilo de su obra creadora, siente que sus personajes han avanzado mientras que él se ha quedado a la zaga. Pero, desde luego, los escritores han de participar en la lucha como escritores.
Para ayudar así al pueblo no es obligado, ni mucho menos, pelear en el frente ni siquiera venir a España. Cabe participar en la lucha hallándose en cualquier rincón del globo terrestre. El frente se ha extendido muy lejos. Sale de las trincheras de Madrid, atraviesa Europa entera, todo el mundo. Cruza países, aldeas y ciudades, pasa por las ruidosas salas de los mítines, serpentea calladamente por los anaqueles de las librerías. La particularidad principal de este frente de combate nunca visto en la lucha de la humanidad por la paz y la cultura, estriba en que en ninguna parte encontrará ahora un lugar donde poder recluirse quien anhele paz, sosiego y neutralidad.