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Por la noche es imposible conciliar el sueño en Valencia. El calor no deja respirar. Por la ventana abierta penetra el escándalo de los gallos. Los valencianos, en todas las casas, se han dedicado a la cría de gallos y gallinas, los tienen en los balcones, a los que han puesto enrejados de madera; en todos los patios, se elevan de cinco a ocho pisos de gallineros. Yo voy a pasar la noche en Perelló, pueblecito de pescadores. La carretera pasa entre canales de regadío y campos de arroz; tibias emanaciones huelen a podredumbre y a malaria; flores enormes, inverosímiles, gente con grandes sombreros cónicos de paja, altos puentes semicirculares despiertan en la imaginación la idea de China, quizá la de Brasil...
Perelló se levanta al lado mismo del mar, está bañado por las tibias salpicaduras de las olas que se deshacen al chocar contra la costa, con callejuelas de casas blancas y de color, muchas de ellas cerradas a cal y canto, mientras que en las demás viven viejos, mujeres y niños.
El kulak del pueblo posee una casa de dos plantas en una encrucijada. Es el ejemplo corriente del rico de pueblo, tal como se encuentra en todo el mundo. En la planta baja, está la vivienda del dueño, dos pequeñas habitaciones; la taberna: el mostrador, barriles de vino, un hogar, mesas e
El dueño vaga sin cesar por la casa, de un piso a otro; es un hombre de increíble gordura, con tres nucas y tres sotabarbas, vestido con ropa de campesino, de satén negro, parecida a nuestra camisa rusa. Por el ecuador del vientre, le pasa una amplia faja de pringosa materia negra. En esta faja, su dueño lleva cerillas, velas, jabón, libros de contabilidad y llaves; podría colocar ahí un corderito entero. Ayer por la noche, cuando Soria y yo llegamos, se había perdido la llave de mi habitación. El dueño estuvo largo rato forcejeando en la cerradura, resoplaba, pues tiene asma. Luego, de súbito, se volvió y empujó levemente con su enorme trasero. La puerta saltó de sus goznes, como abatida. Soria reía estrepitosamente, todos reíamos a carcajadas, despertamos a la casa entera, y el que más reía era el propio dueño, que se sentía halagado. Desde entonces, al encontrarse con Soria o conmigo, se ríe desde lejos, recordando el caso de la noche.
De todos modos, en las habitaciones del kulak hace un calor sofocante. Dorado me ha buscado un sitio para dormir al otro lado de la calle, en casa de un chófer del pueblo, Ramón, que ahora no trabaja. Ramón es un mozo alto, pesadote, de pobladas cejas, bizco. Hace poco que se ha casado. Su padre, pescador, viudo, se ahogó en el mar el pasado invierno. Ramón vive con su joven mujer en la casita del padre. Sólo tienen un cuarto, con suelo de arcilla, el hogar y un alto montón de olorosas hierbas. Me han separado con unas esteras un rincón junto a la ventana, allí me han puesto la cama de soltero de Ramón; él duerme, con su mujer, en la gran cama del padre.
Pero ellos no duermen. Y yo tampoco puedo conciliar el sueño, por culpa de ellos. Hasta bien tarde, de madrugada, no cesan los cuchicheos y los gemidos.
—¡Ramón, mi amor! ¡Oh, qué delicia, Ramón!
—Estoy un poco cansado, Matilde.
—Ramón, sólo estás un poco cansado, ¿verdad? No te duermas, Ramón. No te dejaré dormir. Mira con qué fuerza te abrazo. ¡Duerme, Ramón! De todos modos yo no dormiré, me quedaré contemplándote, amor mío.
—Entonces, tampoco yo dormiré.
—¡Oh, Ramón! ¿No puedes dormir cuando yo estoy a tu lado? ¡Mi amor Ramón, estamos locos!, ¡¿verdad?!
Por la mañana, con movimientos pesados, aturdidos, levanta el botijo sobre la cabeza, se echa a la garganta el chorro del agua, se aclara rostro y cuello. Matilde está sentada en la vieja y ancha cama, con las largas y delgadas piernas colgando; la veo a través de la mala esterita. Matilde tiene diecinueve años; trenza negra, pálido cuerpecito casi de niña. Pero no es a ella a quien atormentan. Es ella la que atormenta a Ramón, grande y pesadote.
Ramón se une de buen grado al desayuno que Dorado y yo traemos del automóvil. A nuestro queso, a nuestro pan y a nuestros tomates, añade un jarro de áspero vino blanco del barril paterno. Matilde casi no come nada. Escucha indiferente nuestra conversación.
—Sabemos pelear —dice Ramón—. Lo hemos demostrado. Reconózcalo: usted no esperaba que el pueblo español peleara de este modo, ¿verdad?
—¿Por qué no? Lo esperaba.
Reconózcalo: de todos modos, usted no lo esperaba, ¿eh? No lo esperaba nadie. Qué soldados, ¿eh? Qué oficiales, ¿eh? ¡Y nuestros chóferes! —Ramón se anima—. Se lo aseguro, en ninguna otra parte del mundo encontrará usted chóferes tan valientes como en nuestro país. En el frente, el chófer español resulta mejor que ningún otro. A mí como chófer, esto me resulta especialmente agradable.
—¿Cuánto años tiene usted?
—¿Yo? Veintiséis.
Sosteniendo con una mano un pote de vino y con la otra un trozo de pan, mira hacia la lejanía con mirada soñadora, orgullosa e ingenua. No comprende que es un desertor.
Los pescadores de Perelló tiran de las redes. Tiran de ellas desde lejos. Primero con una. barcaza; luego, ya junto a la orilla, arrastran las redes por la arena. Esto dura mucho, mucho.
La red empieza a mostrarse en el agua azul. Pero no, la operación aún dura mucho más. Los pescadores, doce hombres, son casi todos viejos. No hablan entre sí. Sacar la red, que pesa, es bastante difícil. La pesca, probablemente, será de unos trescientos kilogramos. Los hombres tiran, tiran, y la red sigue sin verse.
Por fin aparece la red. Completamente vacía. De todos modos —ahora ya de un tamaño absurdo—, siguen arrastrándola por la arena. Los viejos, serios, hoscos, lentos, deshacen el mojado nudo. Allí se estremece kilo y medio de peces menudos, parecidos a nuestros esperinques. Eso es todo lo que ha dado a doce hombres el rico mar Meditarráneo. Por cinco horas de trabajo.
Los viejos no dicen nada. Envuelven la red a una percha de madera. Otra vez se hacen a la mar.
Digo a Dorado:
—¡Trabajar cinco horas y no pescar nada! Doce hombres.
Dorado responde:
—De todos modos ahí había casi dos kilos de pescado. Lo venderán en Valencia; en los bares lo comen, salado, como tapas, con el vermut.
—¡Para doce hombres! ¡Pero si esto no da más que unos céntimos!
—Sí, unos céntimos. ¿Qué se figuraba usted? No es cuestión de millones, el ser aquí pescador.