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– Vamos, Henry, no exagere. William tiene ochenta y cinco años; Rosie unos sesenta y cinco, aunque no creo que lo confiese.

– Ahí es adónde voy. Rosie es demasiado joven para William.

Me entró un ataque de risa.

– ¿Habla usted en serio?

– Pero, ¿no te das cuenta? ¿Y si les da por vivir una aventura romántica? ¿Te los imaginas en el dormitorio del fondo?

– ¿Es eso lo que le molesta, que William tenga vida sexual? Me deja usted de piedra, Henry. No esperaba una actitud así.

– Yo lo encuentro de mal gusto -dijo.

– ¡Pero si aún no ha pasado nada! Además, yo creía que estaba usted harto de que le diera la matraca con su salud. Así cambiará de emisora y le dará la lata con otro tema.

Se me quedó mirando con la incertidumbre dibujada en las facciones.

– ¿No te parece vulgar? ¿Tener aventuras a sus años?

– A mí me parece estupendo. Usted mismo tuvo una aventura no hace mucho.

– Y fíjate cómo acabó.

– Aún sigue usted vivo y coleando.

– ¿Lo conseguirá William? Ya me imagino a Rosie cogiendo el avión de Michigan cuando llegue la Navidad. No quiero parecer esnob, pero esa mujer no tiene clase. ¡Se limpia los dientes con palillos!

– Deje de preocuparse, caramba.

Mientras reconsideraba su posición, apretó los labios con resentimiento.

– Supongo que de nada serviría quejarse. Se comportarían como si no supieran de qué hablo.

Opté por no hacer comentarios y me concentré en la comida.

– Esto sabe a gloria -dije.





– Ha sobrado un poco -observó-. Si quieres llevártelo más tarde… -Señaló las fichas-. ¿Vas a ponerte a trabajar?

– En cuanto termine de comer -dije asintiendo con la cabeza.

Dio un suspiro.

– Bueno, basta de tonterías. No quiero estorbarte más.

– Manténgame informada sobre el desarrollo de los acontecimientos.

– Descuida -dijo.

Emitimos los acostumbrados ruidos bucales de despedida y desapareció. Cerré la puerta a sus espaldas y fui derecha al altillo, donde me descalcé y me deshice del vestido multiuso y de las medias. Me puse los tejanos, el jersey de cuello alto, unos calcetines y las Nike. Alabado sea Dios.

Volví a la planta baja, abrí una lata de Pepsi Light y me puse a trabajar. Desplegué todo el material encima del mármol de la cocina: los expedientes de Morley, su calendario de mesa, su agenda y los borradores de sus informes. Hice una lista de todas las personas con quienes había hablado Morley, adjuntando algunos detalles de lo que habían dicho, según las notas de aquél. Abrí el primer paquete de tarjetas de fichero y me puse a tomar notas con objeto de explicar los hechos desde mi punto de vista. Suelo emplear este método en todos los casos en que trabajo, y clavo las fichas en un tablón para que me proporcionen una imagen de conjunto. Lo había aprendido de Ben Byrd, el hombre que me había iniciado en el oficio. Ahora que lo pienso, es probable que Ben lo aprendiera de Morley, pues habían sido socios durante años. Sonreí para mis adentros. La agencia se llamaba Byrd-Shine; dos detectives a la antigua usanza, botellas de whisky en el cajón del escritorio e incontables partidas de póquer en la memoria. Su especialidad habían sido las «investigaciones conyugales», es decir, las aventuras adulterinas. En aquella época, el adulterio se consideraba una escandalosa perturbación de las buenas costumbres, la buena educación, el sentido cotidiano de la honradez y el buen gusto. En la actualidad, como se sabe, no da ni para un programa radiofónico de esos en que participa el público.

Las tarjetas de fichero me permitían una variada serie de enfoques: cronología de los hechos, relaciones, lo sabido y lo ignorado, motivos e hipótesis. A veces barajaba el mazo y echaba las tarjetas como si estuviera haciendo un solitario. Por el motivo que fuese, no había empleado esta técnica últimamente, y volver a ella tuvo sus ventajas. Me proporcionó sosiego y seguridad, y fue como una velada de reflexión en un momento de ocio.

Bajé del taburete, fui al cuarto trastero, saqué el tablón de anuncios y lo apoyé en la pared, encima del mármol. En la primera etapa procuro no poner ningún orden en las fichas. No hay censura, ni descartes, ni plan de juego. Me limito a registrar toda la información, a poner por escrito todo lo que se me ocurre en el momento. Las tarjetas relativas a la muerte de Isabelle eran de color verde. El accidente de Tippy figuraba en las de color naranja y las dramatis personae en las blancas. Cogí la cajita de las chinchetas y clavé fichas en el tablón. Cuando terminé, eran las cinco menos cuarto. Me senté en un taburete, apoyé los codos en el mármol y la barbilla en las manos. Observé los efectos, no muy elocuentes que digamos… una mescolanza de colores que no seguían ninguna pauta definida.

¿Qué buscaba? El vínculo, la contradicción; cualquier cosa que desentonara. Lo conocido bajo una nueva luz, lo desconocido que salía a la superficie. De vez en cuando quitaba todas las fichas y volvía a colocarlas al azar, o bien las ordenaba según esquemas distintos. Empecé a divagar sobre la muerte de Isabelle y dejé que los pensamientos siguieran su propio curso. El asesino debió de disfrutar contemplando el desarrollo de los hechos. Cabía incluso la posibilidad de que la inspiración hubiera surgido del acoso con que David Barney había hostigado a Isabelle. Se le pega un tiro a ésta, ¿y quién es el primer sospechoso? El asesino debía de conocer las costumbres de David Barney, es decir, tenía que haber sido una persona relacionada de manera natural con el lugar de los hechos, al menos lo suficiente como para estar al tanto de todo. Y, en esta categoría, entraba la mitad de los que conocían a Isabelle. Los Weidma

Allí había algo. Estaba casi segura de ello. Tal vez el enfoque, algún detalle informativo que no acababa de cuajar, la reinterpretación de los hechos tal como yo los conocía.

Di un bote cuando sonó el teléfono y el corazón arrancó peligrosamente, como un brioso corcel, bordeando la frontera del paro cardíaco.

Era Ida Ruth.

– Kinsey. Espero no interrumpir, pero acaban de llamarte de la oficina del coroner, un tal Walker. Parece que te ha dejado un recado en el contestador y luego ha llamado a este número. Quiere que le llames lo antes posible.

Me encajé el auricular en el cuello, entre la mandíbula y el hombro, mientras conseguía papel y lápiz.

– ¿Sabes el teléfono de Burt? ¿Te lo ha dado?

Me dictó el número. Lo marqué en cuanto colgó.