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– Yo no las llamaría apañadas…

– No entremos en minucias semánticas. La cuestión es que, aunque sea verdad lo que usted dice, que lo dudo muchísimo, no tenía por qué organizar este alboroto.

– Pero, ¿de qué alboroto habla?

– Por otra parte, si está usted convencida de que es culpable de un delito, Tippy tiene derecho a un abogado. Y usted no tiene ningún derecho a acusarla sin estar yo presente.

– Tiene veintidós años, Rhe. Según la ley, es mayor de edad. Yo no quiero que la acusen formalmente de nada. Cabía la posibilidad de que hubiese una explicación y quería oírla. Lo único que he hecho ha sido hablar con ella, tratar de conseguir información sin necesidad de acudir a la policía, cosa que podía haber hecho con toda naturalidad. Si sé que se ha cometido un delito, no puedo hacer la vista gorda. Desde el momento en que lo oculto, me convierto en cómplice.

– Usted la ha intimidado. La ha amenazado y ha tratado de extorsionarla. Cuando llegué a casa, sufría un ataque de histeria. Ignoro cuál es la versión que usted esgrime, pero le recomiendo que mire el terreno que pisa. Usted no es aquí ni juez ni jurado…

Levanté ambas manos.

– Un momento. Un momento. No estamos hablando de mí. Hablamos de Tippy, cuya noción de la realidad parece más sensata que la de usted. Comprendo que salga usted en su defensa, yo actuaría igual en su caso, pero no perdamos de vista los hechos.

– ¿Qué hechos? ¡No hay hechos que valgan!

– Dejémoslo estar, olvídelo. Es imposible hablar con usted. Ahora me doy cuenta. En cuanto vuelva Lo

– Muy bien. Adelante. Y usted ya puede ir preparándose.

Aunque decir la última palabra era una tentación irresistible, mantuve la boca cerrada y me fui de la galería antes de que se me escapara algo que pudiese lamentar más tarde. Nada más salir a la calle me abordó Tippy.

– Yo de ti, no dejaría que tu madre nos viera juntas.

– ¿Qué ha dicho?

– Lo que era previsible que dijera.

– No le hagas caso. Sé que está furiosa, pero se le pasará. Ha estado sometida a mucha tensión últimamente, pero se recuperará.

– Eso espero. Por tu bien -dije-. Mira, Tippy. Me apena muy de veras lo ocurrido. Me siento fatal, pero no sé cómo impedirlo.

– No es culpa tuya. Yo lo he estropeado todo. Y soy yo quien debería sentirse fatal, no tú.

– ¿Cómo te encuentras?

– Muy bien -dijo-. Charlé anoche con una asesora de Alcohólicos Anónimos y se portó de maravilla. En cuanto terminemos aquí, volveré a hablar con ella y esta misma tarde se lo contaré todo a la policía.

– Creo que tu madre tiene razón. Sería preferible que consultaras con un abogado antes de hacer nada. Tienes tu propia versión de los hechos y para darla necesitas que te aconsejen legalmente.

– Eso no me preocupa. Lo único que quiero es acabar de una vez.

– Obra con prudencia. De todos modos, la policía te dirá que llames a tu abogado antes de tomarte declaración. ¿Quieres que vaya contigo?

Negó con la cabeza.

– Sabré hacerlo sola. Gracias de todos modos.

– Buena suerte.





– Lo mismo te digo. -Se volvió de mala gana para mirar hacia el interior de la galería-. Será mejor que me vaya. No creo que nos veamos esta noche, durante la inauguración.

– Probablemente no, aunque me gusta lo que hace tu madre -dije-. Llámame si me necesitas.

Sonrió y se despidió con la mano, dio unos pasos hacia atrás, se volvió y entró en la galería.

Subí al coche y estuve unos minutos sentada, sin poder liberarme de la opresión que sentía en el pecho. Tippy era una buena persona. Deseé que existiera algún medio de ahorrarle todo lo que iba a pasar. Al final se sentiría en paz consigo misma, estaba segura de ello, pero no me gustaba la idea de haber sido la causa de su sufrimiento. Podría alegar que ella se lo había buscado, pero también es verdad que había encontrado la manera de sobrellevar la situación durante seis años. En privado había sido presa del remordimiento y las lamentaciones. Puede que en el fondo no hubiera forma de soslayar el castigo público. Y, en el ínterin, yo debía vérmelas con mis propios sentimientos. Estaba harta de tratar con ciudadanos coléricos, harta de acusaciones, amenazas e intimidaciones. Mi trabajo consistía en averiguar lo que sucedía, y eso procuraba.

Giré la llave de contacto, puse en marcha el VW y cambié de sentido, infringiendo el código de circulación. Había unas galerías comerciales a una manzana de distancia, aparqué delante y me entretuve en ellas lo suficiente para comprar tres paquetes de tarjetas para fichero, blancas, verdes y naranja claro. A continuación, puse rumbo a casa. Aún tenía en el coche un fardo de expedientes que había cogido de la oficina que Morley tenía en Colgate. Encontré sitio para aparcar en la acera de enfrente. Reuní todo lo que había en el asiento trasero y crucé la entrada del jardín cargada como una acémila. Me dirigí al patio trasero y saqué las llaves como pude.

Ya en el pasaje cubierto de vidrio que separa la casa de Henry de la mía, entreví los preparativos de la comida que iba a celebrarse en el exterior. El sol de diciembre calentaba poco, pero había tantas ventanas que el recinto parecía un invernadero. William y Rosie estaban enfrascados en una conversación con las cabezas muy juntas. Seguramente hablarían de pericarditis, de colitis o de los peligros que entrañaba la intolerancia a la lactosa. Henry tenía una expresión sombría y habría jurado que estaba ofendido, actitud que no se avenía con el Henry que yo conocía. Sujeté el montón de expedientes apoyándolos con la cadera en la jamba de la puerta, abrí con la llave y entré. Lo dejé todo encima del mármol de la cocina. Me volví y vi que Henry avanzaba hacia mí con un plato grande lleno de comida: pollo al limón, ensalada de lechuga y panecillos de fabricación casera.

– Hola, ¿qué tal estamos? ¿Es para mí? Tiene buen aspecto. ¿Cómo va todo? -pregunté.

Dejó el plato en el mármol de la cocina.

– No te lo vas a creer -dijo.

– ¿Qué ocurre? ¿No acaba Rosie de meter en cintura a William?

Bizqueó y se tocó la sien con el índice.

– Es gracioso que lo saques a relucir. Por fin le hemos visto el penacho al jefe indio. ¿Sabes lo que está haciendo nuestra Rosie? ¡Coquetear con William!

– Rosie coquetea siempre.

– Pero William la está imitando. -Abrió un cajón de la cocina, sacó un cuchillo y un tenedor y me los alargó junto con una servilleta de papel.

– Bueno, no veo nada malo en ello -dije; entonces advertí su expresión-. ¿Usted sí?

– Come mientras te lo cuento. Imagínate que va en serio. ¿Qué crees que ocurrirá?

– Vamos, vamos. Se conocen desde hace veinticuatro horas. -Probé primero el panecillo, que estaba tierno y mantecoso.

– William tiene intención de quedarse dos semanas. Al ritmo que llevan, no quiero ni pensar en lo que ocurrirá durante los trece días que faltan -dije.

– Está usted celoso.

– Celoso, no. Más bien aterrado. Esta mañana estaba normal, obsesionado por sus intestinos. Se tomó la presión arterial dos veces. Varios síntomas misteriosos le mantuvieron ocupado una hora. Fuimos al entierro y seguía bien. Volvimos a casa y entró a descansar un rato. El viejo William de siempre. Preparo la comida y en esto se presenta Rosie con las mejillas embadurnadas de colorete. Y, antes de que me diera cuenta, ya estaban conspirando con las cabezas juntitas, riendo y dándose codazos como dos criaturas.

– Yo lo encuentro encantador. Rosie me cae muy bien. -Ataqué a continuación el pollo, que devoré con avidez. No me había dado cuenta de que tenía hambre hasta que había empezado a masticar.

– A mí también me cae bien. Es extraordinaria. Genial. Pero, ¿te la imaginas de cuñada?

– No llegará la sangre al río, hombre.

– ¿No? Acércate y escucha lo que se dicen. Apuesto lo que sea que se te revuelve el estómago.