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Volví sobre mis pasos y me dirigí hacia la entrada. Henry cruzaba el aparcamiento, camino de su coche. El primer grupo de amigos y parientes empezaba a dispersarse y los que se habían quedado en la capilla salían en aquellos momentos. William emergió de las frías profundidades de la funeraria con cara de ofendido y perplejo. Llevaba el sombrero en la mano, se lo puso y se lo ajustó tirando ligeramente del ala.

– No he podido enterarme de qué religión era el sacerdote -dijo.

– Yo creo que el oficio se ha organizado de modo que pueda cubrir todas las apuestas -dije.

Giró la cabeza para mirar la fachada de la funeraria con espíritu descalificador.

– Y encima parece un restaurante.

– Bueno, comer es casi una religión en nuestros días -dije con indiferencia-. Antes se daban diezmos a la Iglesia. Ahora el diez por ciento se da al camarero.

– No me gustan los entierros de aquí. En Michigan los organizamos como Dios manda. Según me han dicho, ni siquiera tenemos que acompañar al difunto hasta el cementerio. En mi opinión, es una falta de respeto deplorable.

– No le conceda tanta importancia -dije-. Por lo que sabía de Morley, no tenía una espiritualidad muy desarrollada que digamos y no creo que quisiera que se armase ruido a causa de su muerte. En cualquier caso, la viuda está enferma y no creo que resista muchos más trotes. -No quise decir que antes de sesenta minutos se trasladaría el cadáver a la oficina del coroner.

– ¿Adónde ha ido Henry? -preguntó William.

– Creo que a buscar el coche.

– ¿Viene usted con nosotros? Vamos a tomar una comida ligera en el patio y sería un honor que nos acompañara. Hemos invitado a Rosie para corresponder a su amabilidad.

– Me gustaría, pero antes he de solucionar un par de cosillas. Como tengo que ir a casa un poco más tarde, pasaré a ver cómo va todo.

Henry detuvo junto a nosotros el turismo de cuatro puertas, un Chevrolet de 1932 que tiene desde que se lo compró recién salido de fábrica. Le aplica una minuciosa política de mantenimiento y alardea de que conserva la pintura, los embellecedores y la tapicería originales. Si lo condujera William, sospecho que más que un coche parecería una cursilada. Henry sabía darle al vehículo un toque de libertinaje y sex appeal. Y es que a Henry no hay que perderle de vista, ya que las mozas de todas las edades, yo incluida, lo encuentran muy atractivo. Vi que la gente se giraba para admirar el coche y que a continuación le observaban a él, por si se trataba de alguien famoso. Como Santa Teresa está a dos horas de Hollywood, algunas estrellas de cine viven en la ciudad. Y aunque todos lo sabemos, no deja de ser chocante ver en el lavacoches a un individuo calcado a John Travolta y que resulta que es John Travolta. Una vez vi a Steve Martin en Montebello y casi me di contra un árbol porque los ojos se me fueron tras él. Por si a alguien le pica la curiosidad, tiene una belleza en Technicolor.

Cuando William subió al coche, Henry apretó el acelerador y se alejaron. Todavía no sabía nada acerca de la trampa que pensaba tender Rosie. Fueran cuales fuesen sus intenciones, la cacería acababa de empezar. William me había parecido menos preocupado por sus achaques. La prueba era contundente: habíamos sostenido una conversación de tres minutos y no había sacado a relucir su salud para nada.

Cogí el VW y volví a la ciudad por la 101 en dirección al sur. La abandoné por la salida de Missile y puse rumbo al este hasta que llegué a State Street, donde doblé a la derecha. La Galería Axminster, donde aquella noche se inauguraría la exposición de Rhe Parsons, se hallaba en un centro que comprendía el Teatro Axminster y una serie de comercios pequeños. La galería de arte estaba en un paseo que discurría por detrás de los comercios. Aparqué en una travesía y atajé por un parque público. Encima de la entrada había un rótulo de hierro de forja artesanal. Un camión de mudanzas había reculado hasta la puerta y dos individuos descargaban bultos envueltos en material acolchado. La puerta estaba abierta y entré detrás de los dos trabajadores.

Encontré el vestíbulo estrecho, seguramente para causar impresión, porque accedí inmediatamente a una amplia sala de unos diez metros de altura. Las paredes eran de un blanco purísimo y la luz entraba por anchas claraboyas, abiertas a la sazón para que entrase el aire. A la altura del techo, una complicada maquinaria consistente en cuerdas y poleas corría y descorría una serie de lonas cuyo objeto era graduar la luz natural. El suelo era de hormigón gris, cubierto aquí y allá por alfombras orientales; de las paredes colgaban telas y acuarelas abstractas enmarcadas.

Rhe Parsons hablaba con una mujer ataviada con guardapolvo, al parecer sobre el emplazamiento de los dos últimos bultos que acababan de introducir los transportistas. Recorrí la sala mientras proseguían las consultas. Tippy estaba sentada en un taburete junto a la pared del fondo y hacía observaciones sobre el efecto de conjunto que se apreciaba desde su posición. La exposición de Rhe consistía en dieciséis piezas montadas en pedestales de alturas diversas. La escultora había trabajado con resinas, con las que había moldeado grandes figuras pulimentadas, de unos cincuenta centímetros de lado, que a primera vista parecían idénticas. Inspeccioné cinco que tenía cerca. El material transparente estaba formado por capas de coloración apenas perceptible y en algunos casos encerraban un objeto en el centro, un insecto perfectamente conservado, un imperdible, un eslabón de cadena, un llavero con llaves de bronce. Gracias a la luz que atravesaba las capas, se conseguía un efecto semejante a cuando se mira a través del hielo, con la salvedad de que la resina parecía sólida e indestructible. Pasarían los años y sin duda llegaría una época en que los hombres del futuro desenterrarían aquellos tótems junto con botellas de lejía, pegatinas publicitarias y pañales desechables.

Rhe tenía que haberme visto, pero no dio el menor indicio de reconocimiento. Se había puesto unos tejanos y un jersey grueso que combinaba el malva con el azul claro. Llevaba el pelo recogido en la nuca, de donde partía una trenza que le llegaba casi hasta la cintura. Tippy llevaba un vestido-pantalón de algodón muy ligero. Sin que la madre la viera me saludó agitando los dedos, seña que interpreté como «Hola». Era estimulante advertir que la persona cuya vida al parecer había destrozado seguía respirando, estaba bien de salud y aún me dirigía la palabra.





Rhe murmuró no sé qué a su interlocutora y ésta se volvió para mirarme abiertamente. Recogió una carpeta y se alejó taconeando en el suelo de hormigón.

– Hola, Rhe.

– ¿Qué demonios quiere?

– He pensado que deberíamos hablar. No pretendo causarle problemas.

– Estupendo. Me consuela mucho oírlo. Le contaré a mi abogado que lo ha dicho usted personalmente.

Vi por el rabillo del ojo que Tippy bajaba del taburete y se acercaba a nosotras. Rhe le dirigió entonces el típico gesto que se emplea con los perros. Chasqueó los dedos y puso la mano paralela el suelo para dar a entender «Estate quieta» o «Túmbate». Pero Tippy no estaba tan bien amaestrada.

– Mamá… -dijo, y en un tono que abarcaba a la vez las ideas de ofensa y atropello.

– No te entrometas.

– Me afecta a mí también.

– Vete al coche y espérame allí. Me reuniré contigo enseguida.

– ¿No puedo ni siquiera escuchar lo que decís?

– ¡Haz lo que te digo!

– Está bien, está bien -dijo Tippy. Alzó los ojos al techo y lanzó un suspiro ruidoso, pero obedeció.

En cuanto se hubo ido, Rhe se volvió a mí con furia.

– ¿Se da usted cuenta del daño que ha hecho?

– Oiga, he venido a discutir la situación, no a sufrir agresiones. ¿Qué es lo que he hecho?

– Tippy acaba de sentar la cabeza, tiene por fin una vida normal, y de pronto sale usted con esas imputaciones apañadas…