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Sue Grafton

I de Inocente

ALFABETO DEL CRIMEN

Título original: «I» is for I

© de la traducción: Antonio-Prometo Moya, 1993

Para mi nieta Erin, con todo mi amor

AGRADECIMIENTOS

La autora desea agradecer la inapreciable ayuda que ha recibido de las siguientes personas: Steven Humphrey; Sam Eaton, abogado; B.J. Seebol, doctor en derecho; John Mackall, abogado; Debra Young, abogada; Joe Driscoll, de Joe Discroll & Associates Investigations; teniente Terry Bristol y sargento Carol Hesson, de Santa Barbara County Sheriff‘s Department; inspector Lawrence Gillespie, del Coroner's Bureau, Santa Barbara County Sheriff‘s Department; Eric S.H. Ching; Debby Davison, de KEYT-TV; Richard Dodge, de la Armería Far West; Charles Sunderlin, director gerente de Premier Products, de Heckler & Koch; George E. Rush; Florence Michel; David Eider; y Carter Blackmar.

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Tengo que confesar que, en el instante de morir, no vi desfilar en una fracción de segundo la historia de mi vida. Tampoco había una luz blanca y seductora al final de ningún túnel, ni tuve la cálida sensación acogedora de que los amigos y parientes que habían muerto hacía mucho estuvieran esperándome en El Otro Lado. Lo que sentí fue más bien una vocecita aflautada que decía con indignación:

– ¡Oh, vamos! Esto no puede ser en serio. ¿Es así en realidad?





Sobre todo, lamentaba no haber limpiado la cómoda la noche anterior, como había planeado. Resulta insoportable que los que hayan de decirle a una el último adiós tengan que verlo todo lleno de bragas sucias. Podría ponerse en tela de juicio la validez de esta observación, puesto que es evidente que no fallecí cuando estaba segura de que me había llegado la hora, pero afrontemos las consecuencias sin miedo: la vida es una bagatela y estoy convencida de que morir no enseña nada de provecho.

Me llamo Kinsey Millhone, soy investigadora privada y trabajo en Santa Teresa, que está a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Angeles. Hacía siete años que ocupaba un despachito junto a las oficinas de La Fidelidad de California, una empresa de seguros. Había acordado tácitamente con la compañía que podría utilizarlo a cambio de investigar incendios provocados y fallecimiento fingidos, pero de un modo informal, según las necesidades de la casa. El acuerdo se había cancelado sin más a principios de noviembre, cuando habían trasladado a Santa Teresa a un diligente experto en eficacia empresarial de la sucursal de Palm Springs.

Yo había creído que las modificaciones efectuadas en la dirección de la compañía no me afectarían, dado que yo era colaboradora independiente y no una empleada de las que tienen que fichar. No obstante, cuando ese hombre y yo nos vimos por primera (y última) vez, la antipatía que sentimos fue tan instantánea como recíproca. En los quince minutos que duró el inefable contacto humano, me mostré grosera, agresiva y desinteresada por los asuntos de la casa. Antes de darme cuenta de lo que ocurría, me encontré en la calle y rodeada de las cajas de cartón que contenían los ficheros de mis clientes. Pasaré por alto la minucia de que, para coronar el fin de mis relaciones con la compañía, puse al descubierto una escandalosa estafa relacionada con seguros automovilísticos que movía millones de dólares. Lo único que obtuve a cambio fue un furtivo apretón de manos del vicepresidente de la compañía, Mac Voorhies, un miedica convicto y confeso que no vaciló en reconocer que aquel ogro le caía tan antipático como a mí. Aunque le agradecí el apoyo moral, aquello no resolvió mi problema. Yo tenía que trabajar. Y necesitaba una oficina donde administrar el trabajo. Al margen de que mi casa era demasiado pequeña para estos menesteres, me parecía poco profesional no tener despacho. Algunos de mis clientes son sujetos poco recomendables, y no me hacía ninguna gracia que estos brutos supieran dónde vivía yo. Estaba hasta la coronilla de problemas. A causa de la drástica subida de los impuestos sobre la propiedad inmobiliaria, mi casero se había visto obligado a duplicarme el alquiler. La medida le había sentado peor que a mí, pero -según su gestor- no había tenido más remedio. Pese a todo, el alquiler se mantenía dentro de lo razonable y no me quejé, pero no era el mejor momento para afrontar la inesperada subida. Había invertido todos mis ahorros en comprar otro coche, un VW de 1974, éste de color azul claro, y con sólo una pequeña abolladura en el guardabarros izquierdo de atrás. Aunque sabía vivir con muy poco, no me quedaba ni un real a fin de mes.

Dicen que el despido es una especie de liberación, pero a mí esto me parece la típica fanfarronería que se emite cuando ya se conoce el veredicto. El despido es lo peor que hay, y puede compararse a la infidelidad por los despiadados efectos que produce. El amor propio se resiente y nuestra imagen revienta como un neumático pinchado. Durante varias semanas había pasado por las mismas etapas que se recorren cuando nos comunican que padecemos una enfermedad que pronto nos llevará a la tumba: rabia, negación de la realidad, fantasías sobre lo inevitable, embriaguez, palabras malsonantes, resfriados nasales, aspavientos, angustia, alteración radical del orden de las comidas. Por otra parte, había elaborado una serie ininterrumpida de pensamientos inconfesables acerca del causante de mis desdichas. En los últimos días, sin embargo, me había preguntado si no habría algo de verdad en lo que sentía en el fondo, una especie de deseo reprimido de que me despidieran sin contemplaciones. Tal vez estuviera ya harta de La Fidelidad. Tal vez hubiera dejado de ser útil a la empresa. Tal vez deseara sin más un cambio de escenario. En cualquier caso, había empezado a adaptarme y notaba ya que el optimismo me corría por las venas como si fuese aceite de hígado de bacalao. Porque se trataba de algo más que de sobrevivir. De un modo u otro, sabía que había ganado yo.

Por el momento, había alquilado un despacho libre del bufete de Kingman e Ives. Lo

Su socio, John Ives, aunque con idéntico currículo, prefiere los aspectos más tranquilos y menos vistosos de la profesión. Su especialidad son las apelaciones en el terreno de lo civil, en el que tiene fama de ser un abogado de imaginación fuera de lo normal, de investigar las cosas hasta el fondo y de redactar mejor que nadie. Lo

Al parecer, todos los casos brillantes de Santa Teresa se los encargan a Lo