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– Oficina del coroner. El inspector Walker al habla.

– Hola, Burt. Soy Kinsey. Ida Ruth acaba de decirme que querías que te llamara.

– Sí, sí, al fin te encuentro. Espera un segundo, voy a buscar las notas. -Oí al fondo un rumor de papeles. Puso la mano en el auricular y cambió unas palabras amortiguadas antes de ponerse otra vez al aparato-. Disculpa. Acabamos de terminar la autopsia de Morley. Resulta que murió de insuficiencia renal aguda, agravada por síntomas de hepatitis, malfuncionamiento cardiovascular, congestión circulatoria, necrosis tubular…

– Pero, ¿cuál fue la causa?

– A eso voy, a eso voy. Después de la charla que sostuvimos ayer, llamé a la funeraria Wy

– ¿De tanto beber?

– Eso pensé al principio, pero me puse a hacer averiguaciones. Primero inspeccioné los artículos domésticos y de jardinería que me trajiste. El strudel me llamó la atención porque contenía elementos vegetales, pero los demás productos difícilmente habrían podido ingerirse sin advertir lo que eran. Consulté los manuales que tengo aquí y adivina qué encontré. La autopsia lo ha confirmado. ¿Has oído hablar de la Atnanita phalloides?

– Me suena a cosa sexual. ¿Qué es?

– La seta de la muerte. Otra posibilidad es la Amanita verna, de la misma familia agaricácea, llamada también seta de los tontos. Las dos son mortales. A juzgar por lo que contenían los restos del strudel, parece que a Morley le prepararon un strudel de amanita.

– Mal asunto, ¿verdad?

– Desde luego. Escucha. Si inyectamos a un ratón la quincuagésima millonésima parte de un gramo de faloidina, muere entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después. Para matar a una persona bastan cincuenta gramos.

– ¡Dios mío!

– Cualquiera de las dos especies de amanita produciría los síntomas de Morley, según me contaste. Después de ingerirse hay un margen de tiempo, que llaman período latente, y que dura entre seis y veinte horas. Los únicos efectos visibles a partir de entonces son náuseas, dolor abdominal, vómitos, diarrea y congestión cardiovascular.

– Es decir, que si se sintió enfermo el sábado a mediodía, tuvo que ingerir la porquería ésa entre el viernes y la madrugada del sábado.

– Así parece.

– Pero, ¿dónde pueden cogerse esas setas? ¿Crecen en esta zona?

– Según los manuales, crecen en las costas oriental y occidental de América del Norte, a finales de verano y en otoño. Estamos casi en invierno, pero supongo que todavía pueden encontrarse. Al parecer, la amanita primaveral abunda en los bosques de planifolios. Crecen solas, en grupos o en círculos. Los libros dicen que escasean en la costa del Pacífico, aunque podrían haberse comprado en cualquier otro punto del país. Congeladas, secas, en polvo, vete a saber. ¿Dónde encontraste la torta? ¿En su casa?

– En la papelera de su oficina de Colgate. Vi la caja la primera vez que estuve allí, pero no pensé particularmente en ella hasta que efectué la segunda visita.





– ¿Tienes alguna información sobre su procedencia?

– Ni siquiera se me ha ocurrido preguntar. La metí en la bolsa de plástico con todo lo demás y me olvidé de ella. Bueno, supuse que había pasado por la pastelería y que la había comprado directamente en el establecimiento. Betty, la del salón de belleza, dice que Morley solía llegar a la oficina con paquetes y bolsas de comestibles. Hacía una semana que Morley estaba a régimen, pero Betty le había visto entrar con Donuts, comida china y productos precocinados de todas clases, de modo que entrar con un envoltorio de pastelería era la regla y no la excepción. Puede que se lo sirvieran a domicilio, que se lo dejaran en la puerta…

– Hay algo más -dijo Burt, interrumpiéndome-. Según los datos que obran en mi poder, hay un breve período de inactividad en el proceso. Si mal no recuerdo, me dijiste que se sintió momentáneamente mejor. En los casos de intoxicación con amanitas venenosas, la persona afectada tiene a veces la sensación de que sus síntomas mejoran.

– Eso fue el domingo por la mañana -dije.

– Exacto. Las perturbaciones tuvieron que comenzar entonces. La toxina de la amanita corroe el tejido hepático, disuelve los glóbulos y provoca hemorragias en el tubo digestivo. Seguramente sufrió pujos y vómitos de sangre, pero por lo que me has contado, no hizo el menor comentario al respecto. Una de dos: o no le dio importancia o no quiso alarmar a su mujer. Más aún, aunque le hubieran ingresado en Urgencias, no habrían podido salvarle.

– Tuvo que haberse sentido fatal. ¿Por qué no buscó ayuda? -pregunté.

– Es difícil saberlo. Supongo que la gravedad de los síntomas depende de la cantidad ingerida. Puede que probara el strudel, pensara que estaba pasado y tirase el resto a la papelera. ¿Viste comer a Morley alguna vez? Lo hacía a toda velocidad. Se enorgullecía de dar cuenta de cualquier plato en un abrir y cerrar de ojos.

– De modo que fue alguien que lo conocía bien -dije.

– No necesariamente. Morley no mantenía estas habilidades en secreto. Lo mismo cabe decir de su salud. Siempre estaba hablando de sus problemas cardíacos y de su gordura.

– ¿Y las setas? ¿Pueden reconocerse a simple vista?

– Si no se sabe lo que se busca, no. Escucha lo que dice aquí: «La amanita primaveral es totalmente blanca. La amanita faloide es verde amarillenta o verde oliva. Las esporas de las dos son blancas y no están fijas al pie». Etcétera, etcétera. El género de las amanitas se caracteriza porque conserva en el pie la volva desgarrada. Según la ilustración que tengo delante, la faloide parece un champiñón normal y corriente, con la base rodeada por una especie de falda, la volva que te he mencionado antes. Aquí dice además que es un hongo pegajoso. ¿Sigo leyendo?

– Creo que ya es suficiente. Está claro que si el asesino crió unas cuantas en el jardín de su casa, a estas alturas ya habrán desaparecido. ¿Alguna otra noticia?

– He enviado el strudel a Foster City para que lo analicen en el Instituto de Toxicología. Tardarán un tiempo en comunicar los resultados, pero intuyo que confirmarán nuestras sospechas. He dado parte a Homicidios, aunque tal vez quieras hablar con el teniente Dolan personalmente. Lo difícil empieza ahora, te lo aseguro. En casos de envenenamiento cuesta mucho probar legalmente que se trata de un delito. Hay que demostrar que el fallecimiento se produjo por una sustancia tóxica administrada por el acusado con intención homicida. Lo cual significa «por encima de las dudas normales». ¿Cómo vas a vincular al criminal con el crimen en el presente caso? Un ciudadano prepara un pastel de frutas y le echa la sustancia tóxica. Morley llega a la oficina: «Oh, vaya regalo, qué suerte». Lo más probable es que nadie viera llegar el pastel de marras, de modo que cualquier conjetura que se formule será siempre circunstancial. Es más, ni siquiera tenemos sospechosos.

– Sí, ya lo sé -dije.

– Bueno, por algún sitio tendrás que empezar. Te llamaré en cuanto tenga más información. Mientras tanto, te aconsejo que no pruebes ningún producto casero que te regalen.

– Lo intentaré. Gracias, Burt.

Me noté las manos heladas cuando colgué el auricular. Morley se había dedicado a hablar en el curso de los últimos meses con personas relacionadas con el asesinato de Isabelle Barney. ¿Qué había descubierto para precipitar su propia muerte? Sin duda, algo importante. Los envenenadores son los criminales más inteligentes e imprevisibles, sobre todo porque para envenenar a una persona hace falta conocimientos, habilidad, premeditación y astucia. No se envenena a nadie en un arrebato. No es un acto impulsivo, fruto del desbordamiento momentáneo de las pasiones. La intencionalidad y el fingimiento presuponen un grado de crueldad que casi siempre conducen de manera automática a una acusación de homicidio en primer grado. Morley Shine había fallecido en virtud de una violencia interior que, aunque no había dejado señales externas, había sido probablemente tan dolorosa como una puñalada o un disparo de arma de fuego. Durante una ráfaga de segundo vi al asesino con un puñado de setas venenosas, hojeando un libro de cocina en busca de una receta susceptible de estimular la gula de Morley; me lo imaginé dando forma a la masa del strudel de frutas, añadiéndole mantequilla y trocitos de fruta confitada, metiendo el pastel ya cocido en una caja de pastelería y entregándoselo personalmente a Morley. Puede que incluso charlara unos minutos con él, observándole mientras el desdichado engullía la ponzoñosa golosina. Aunque Morley hubiera advertido cierto sabor raro, ni siquiera se habría quejado. Debía de estar muerto de hambre por culpa del régimen. Y era demasiado educado para quejarse. Al cabo de varias horas, había advertido de pronto cierta indisposición, pero había transcurrido ya demasiado tiempo para que relacionase las náuseas y el dolor estomacal con el strudel.