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– No hace falta que sermonee.

– Yo diría que sí. Has tenido seis años para pensártelo, pequeña, y aún no has hecho lo que debías. Escucha una cosa: si vas a la policía por voluntad propia, seguramente lo tendrán en cuenta. Sé que fue sin querer. Estoy convencida de que te sentiste horrorizada, pero la verdad es la verdad. Voy a darte un margen de tiempo para que reflexiones, pero el viernes tengo intención de contárselo a la policía. Si tienes dos dedos de frente, ve a Jefatura antes que yo.

Me levanté y me eché al hombro el bolso de cuero. No hizo nada por seguirme. Cuando llegué a la puerta de la calle, me di la vuelta.

– Una cosa más y te dejo a solas con tu conciencia. ¿Viste a David Barney aquella noche?

– Sí -dijo con un suspiro.

– ¿Quieres añadir algo?

– Casi le atropellé al salir de la autopista. Oí el golpe, me asomé por la ventanilla y vi que me miraba.

– ¿Te das cuenta de que habrías podido exculparle hace años si hubieras confesado?

No esperé a oír la respuesta. Empezaba a dar la sensación de que era una pobre víctima del destino, y yo no tenía ganas de hacerme cargo de aquello.

15

Al salir de casa de Tippy me dirigí directamente a la mía y me preparé una comida rápida, que engullí sin interés. Quedaba poca cosa en el frigorífico y me vi obligada a abrir una lata de crema de espárragos que, según creo, había comprado con la intención de guarnecer otro plato. Dicen que las cocineras novatas recurren continuamente a este viejo truco. Chuletas de cerdo cubiertas con crema de apio, a 170 grados durante una hora. Filete de ternera cubierto con crema de champiñones, el mismo tiempo, a la misma temperatura. Pechuga de pollo y media taza de arroz cubiertos con crema de ave. Las combinaciones son infinitas y lo mejor de todo es que si invitas a alguien a comer ya no vuelves a verlo en la vida. Aparte de lo dicho, sé hacer huevos revueltos y preparar ensaladas de atún, nada más. Como muchos bocadillos, de mantequilla de cacahuete con pepinillos y de queso con pepinillos, por ejemplo. También me gustan los bocadillos de pan integral con rodajas de huevo duro, mucha sal y mahonesa baja en calorías. En mi opinión, el arte culinario sólo sirve para tener las manos ocupadas mientras se piensa en otra cosa.

Lo que me rondaba a la sazón era la muerte de Morley. ¿Y si la paranoia de David Barney estaba justificada? En lo demás había tenido razón. ¿Y si Morley se había acercado demasiado a la verdad y le habían eliminado precisamente por ello? Estaba indecisa: por una parte, que hubiese sido un homicidio me parecía muy rebuscado; por la otra, no quería que el crimen quedara impune. Oscilaba de un extremo a otro y analizaba las posibilidades. Tal vez la conversación con David Barney hubiera acicateado la curiosidad de Morley, y éste, sin saberlo, hubiese dado con algo de trascendencia capital. ¿Le habían cerrado la boca para siempre? La sola idea me horrorizaba. Demasiado folletinesco. Morley había fallecido a consecuencia de un ataque al corazón. El certificado de defunción lo había firmado su médico de cabecera. No dudaba que hubiese productos capaces de provocar o simular los síntomas del paro cardíaco, pero me costaba imaginar cómo habrían podido administrárselos. Morley no era tonto. Consciente de lo precario de su salud, resultaba inconcebible que se dedicara a tomar fármacos que no le hubiera recetado su propio médico. Tenía que haber sido un veneno, estaba casi segura, aunque la información de que disponía no me confirmaba la posibilidad. ¿Y quién era yo para entrometerme y turbar la paz de la achacosa viuda? Ésta tenía ya bastantes problemas y lo único que yo podía ofrecer eran conjeturas.

Acabé la sopa, fregué el bol y lo dejé en el escurreplatos junto con mi única cuchara. Si era capaz de mantener el ciclo de cremas y cereales con leche, me alimentaría durante una semana entera sin ensuciar más vajilla. Inquieta e intranquila, paseé por la casa. Quería hablar con Lo

Era jueves por la tarde. El entierro de Morley tendría lugar el viernes, y si dudaba a propósito de la causa de su defunción, debía apresurarme. Una vez que se le enterrase, el asunto se enterraría con él. Como se había atribuido su muerte a causas naturales, recelaba que nadie se hubiera molestado en investigar las actividades de sus últimas cuarenta y ocho horas de vida. Yo seguía ignorando adónde había ido o a quién había visto. Lo único que podía afirmar con certeza era que había fotografiado las camionetas. Suponía que sus movimientos se habían basado en la conversación sostenida con David Barney, pero no estaba segura. Puede que hubiera comentado el caso con Dorothy o con Louise.

Llamé a la casa. Se puso Louise al primer timbrazo.

– Hola, Louise. Soy Kinsey. ¿Ha visto la bolsa que dejé?

– Sí, y muchas gracias. Lamento no haber estado en casa, pero Dorothy quiso ir a la funeraria para ver a Morley. En cuanto llegamos nos dimos cuenta de que usted había pasado por aquí.





– ¿Cómo está Dorothy?

– Bien, dentro de lo que cabe. Es un hueso duro de roer. Las dos lo somos, en el fondo.

– Mmmm… Una cosa, Louise. Sé que resultará una molestia, pero, ¿podría hablar con las dos esta misma tarde?

– ¿De qué?

– Preferiría decírselo personalmente. ¿Está Dorothy con ánimo para recibir visitas?

Advertí que no acababa de decidirse.

– Es importante -añadí.

– Aguarde un segundo. Voy a preguntárselo. -Puso la mano en el auricular y oí el murmullo de la conversación. Se puso al habla otra vez-. De acuerdo, pero tendrá que ser breve.

– Estaré ahí dentro de un cuarto de hora.

Por tercera vez en el curso de dos días, me dirigí a Colgate, a la casa de Morley. El sol de primera hora de la tarde acababa de aparecer. Diciembre y enero son en realidad nuestros mejores meses. Febrero es lluvioso a veces, y casi siempre está nublado. La primavera en Santa Teresa es como en cualquier otro lugar del país. A principios del verano nos invade una neblina oceánica que ya no nos abandona y el día comienza con el resplandor ceniciento de la niebla y termina con una luz dorada de extraños matices. Hasta el momento, diciembre había mezclado las dos estaciones de manera incomprensible, de modo que, si un día era verano, al otro era como si estuviéramos en otoño.

Me abrió Louise en cuanto llamé a la puerta y me hizo pasar a la salita, donde vi a Dorothy arropada en el sofá.

– Voy a preparar el té -murmuró Louise y salió de la estancia. Al cabo de unos segundos oí el tintineo de los platos que cogía de la alacena.

Dorothy seguía vestida con la falda y el jersey que se había puesto para salir. Se había quitado los zapatos y tenía las piernas cubiertas por un edredón. Un pie delgado, frágil como la porcelana, sobresalía por el borde. Puede que Louise y Dorothy tuvieran más aspecto de hermanas antes de que la enfermedad hubiera palidecido la cara de la segunda. Las dos eran de esqueleto pequeño, ojos azules y piel fina. Dorothy llevaba una peluca de color rubio platino, al estilo «despeinado». Al notar que la observaba, sonrió y se arregló las mechas.

– Siempre he deseado ser rubia -dijo con tristeza mientras me alargaba la mano-. Usted es Kinsey Millhone. Morley me lo contaba todo sobre usted. -Nos estrechamos la mano. La suya era ligera y fría, tan correosa como la pata de un pájaro.

– ¿Morley le hablaba de mí? -dije con sorpresa.

– Siempre decía que usted llegaría muy lejos si aprendiera a contener la lengua.