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– Mierda, no sé. Tengo que reunirme con una amiga dentro de veinte minutos. ¿Podría ser breve?

– Cómo no. ¿Puedo pasar?

Retrocedió, pero no por temor, sino porque era demasiado educada para negarse. Vestía tejanos y calzaba botas de tacón alto; debajo de la cazadora vaquera azul llevaba un body negro. El pelo le colgaba por la espalda formando ondas, delatando la trenza primitiva. Tenía los ojos claros y el cutis ligeramente rosáceo. No sé por qué, pero me molestaba que pareciera tan joven.

Inspeccioné la casa de un vistazo.

El interior consistía en una mezcla de comedor-sala de estar con una minicocina visible a un lado. Las paredes estaban llenas de cuadros, seguramente de Rhe. El suelo era de baldosas mexicanas. El sofá estaba tapizado en lona pintada a mano con pinceladas de añil, azul celeste y caqui, y cubierto de cualquier manera por cojines azules y añiles. Los sillones, a juego con el sofá, eran baratas importaciones mexicanas, estructuras de mimbre en forma de barril y cuero de color caramelo. Había una chimenea de leña, cestas llenas de flores secas y una colección de utensilios de cobre en la zona de la cocina. De las vigas del techo colgaban manojos de hierba seca. Por los balcones podía verse el patio donde había un pimentero y muchas macetas con flores.

– ¿Está tu madre en casa?

– Ha ido al mercado. Volverá enseguida. ¿Qué quiere? Tengo mucha prisa, así que tendrá que ir rápido.

Me senté en el sofá por iniciativa propia, ya que Tippy no me había invitado a hacerlo. Ella prefirió sentarse con cara de resignación en uno de los sillones mexicanos.

Le alargué las fotos sin más explicaciones.

– ¿Qué es esto?

– Échales un vistazo.

Abrió el sobre con el ceño fruncido y sacó las fotografías. Las pasó con indiferencia hasta que llegó a la camioneta de Olympic Painting. Me miró con la alarma dibujada en los ojos.

– ¿Ha fotografiado la camioneta de mi padre?

– Yo no, otro investigador.

– ¿Para qué?

– La noche en que mataron a tu tía Isabelle vieron la camioneta de tu padre en dos ocasiones. Sospecho que el otro detective quería enseñar las fotos a un testigo para ver si la identificaba.

– ¿En relación con qué? -Me pareció notar en su voz un matiz amedrentado.

Procuré hablarle con neutralidad y sentido práctico.

– Con un accidente de tráfico. El vehículo se dio a la fuga después de atropellar y ocasionar la muerte de un anciano. Ocurrió en South Rockingham, en el sector norte de State Street. -Aquí ella no fue capaz de formular la pregunta lógica que habría debido hacerme: «¿Por qué me lo cuenta a mí?»; por tanto, sabía muy bien adónde me dirigía. Proseguí-: Sería conveniente que habláramos sobre lo que hiciste aquella noche.

– Ya le dije que me quedé en casa.

– Sí, es verdad -dije con un encogimiento de hombros-. En tal caso, era tu padre el que conducía el vehículo.

Nos miramos a los ojos. Comprendí que calculaba las posibilidades que tenía de escapar de la encerrona. Si no confesaba que ella la conducía, convertía a su padre en sospechoso.

– No fue mi padre quien condujo la camioneta.

– Entonces fuiste tú.

– ¡No!

– ¿Quién, pues?

– ¿Cómo voy a saberlo? Quizá la robaron para ir por ahí.





– Vamos, Tippy, no me salgas ahora con ésas. Tú conducías la camioneta, lo sabes perfectamente, así que no te líes y admítelo.

– ¡No conducía yo!

– Tienes que afrontar los hechos. Lo siento por ti, pequeña, pero tendrás que responsabilizarte de lo que hiciste.

Guardó silencio, bajó los ojos y adoptó la actitud malhumorada de quienes se niegan a responder. Al cabo de un rato dijo:

– Ni siquiera sé de qué me habla.

– ¿Estabas borracha acaso? -insinué para picarla.

– No.

– Tu madre me ha dicho que te habían retirado el carnet de conducir. ¿Cogiste la camioneta sin decírselo a tu padre?

– No tiene usted pruebas de lo que dice.

– Vaya…

– ¿Cómo va a demostrarlo? Hace seis años de aquello.

– Para empezar, cuento con dos testigos oculares -dije-. Uno te vio cuando te alejabas del lugar del accidente. El otro te vio poco después, en la salida de la autopista que cruza con San Vicente. ¿Quieres contarme lo que pasó?

Rehuyó mi mirada y el rubor le subió a las mejillas.

– Quiero un abogado.

– Me gustaría oír tu versión de los hechos.

– No tengo por qué contarle nada -dijo-. Sólo hablaré en presencia de un abogado. Lo dice la ley. -Se recostó en el sillón y cruzó los brazos.

Sonreí de lado y elevé los ojos al techo.

– La ley no, tus derechos. Y es a la poli a quien has de exigir que se cumplan tus derechos, no a mí. Yo soy detective y juego con reglas distintas. Vamos, cuéntame lo que pasó. Te sentirás mejor.

– ¿Por qué tendría que hacerlo? Ni siquiera me cae usted bien.

– Permíteme improvisar entonces. Vivías en casa de tu padre, él no estaba, tus amigos te llamaron y te invitaron a dar una vuelta. Te subiste a la camioneta, los recogiste y los tres, o los cuatro, no importa cuántos erais, fuisteis a la playa a vaciar un par de cajas de cerveza. Antes de que te dieras cuenta eran las doce de la noche, comprendiste que te convenía volver antes de que regresara tu padre y llevaste a los amigos a su casa. Ibas camino de la tuya, a toda velocidad, cuando atropellaste al viejo. Te asustaste y te diste a la fuga porque sabías que te meterías en un buen lío si te cogían. ¿Qué te parece? ¿Se acerca a lo que ocurrió? -Mantenía la expresión impenetrable, pero me di cuenta de que se esforzaba por contener las lágrimas y por impedir que le temblaran los labios-. ¿Nadie te ha hablado del anciano que atropellaste? Se llamaba Noah McKell, tenía noventa y dos años y estaba internado en la clínica que hay en aquella misma calle. Le gustaba pasear, según su hijo porque quería volver a su casa. ¿Verdad que es lamentable? El pobre viejo vivía antes en San Francisco. Creía que seguía allí y estaba preocupado por su gato; había olvidado que el animal había muerto hacía años. Quería volver a su casa para darle de comer, pero no pudo llegar.

Se llevó un dedo a la boca, como para impedir que se abriera. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– He hecho todo lo posible por ser buena. Lo digo en serio. He estado alcoholizada y conseguí dejarlo.

– Claro que sí, y nadie puede negarte el mérito. Pero seguro que por dentro oyes una vocecita que te murmura cosas. Al final volverás a beber para no oírla.

La voz se le desplazó hacia el registro del gimoteo.

– Lo siento mucho, Dios mío, y pido perdón. Pero fue un accidente, fue sin querer. -Se rodeó con los brazos y se dobló en dos entre sollozos tan sonoros como los de una criatura, pues en el fondo no era otra cosa. La observé con compasión, pero no traté de consolarla. Mejorar el mundo no era de mi incumbencia. Que experimentara el remordimiento, el dolor y la culpa. Yo no podía saber si Tippy asimilaría plenamente las consecuencias de sus actos. Las lágrimas le brotaban entre espasmos incontenibles, con sollozos aparatosos que le retorcían la boca del estómago y parecían sacudirla de pies a cabeza. Parecía más un animal aullando que una niña muerta de vergüenza. Dejé que las cosas siguieran su curso natural, aunque apenas fui capaz de mirarla hasta que la aflicción se le pasó un poco. Al final se despejó la tormenta igual que un ataque de risa incontenible que se pierde en el vacío. Cogió el bolso y sacó un paquete de pañuelos de papel, con uno de los cuales se enjugó los ojos y se sonó la nariz-. Dios mío. -Se llevó el pañuelo arrugado a la boca y estuvo a punto de reanudar el llanto, pero pudo contenerse-. No he probado una gota de alcohol desde aquella noche. Me ha costado un gran esfuerzo. -Sentía lástima de sí misma, puede que con la esperanza de suscitar piedad o la absolución.

– No lo dudo -dije-, y me parece digno de elogio. Se nota que te ha resultado muy difícil. Pero ha llegado el momento de la verdad. No puedes eludirlo y obrar como si no hubiera sucedido nada.