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– Si puedo arreglármelas sola, no. No le gusta.

– ¿No crees que tiene derecho a saber que su testigo principal se ha echado atrás?

– Seguramente le traerá sin cuidado. Lo

– ¿Y qué hago hasta que vuelva? No puedo perder el tiempo y me revienta estar de brazos cruzados.

– Haz lo que te parezca. Imagínate que Lo

Miré el reloj. Estábamos aún a miércoles. Eran las cuatro y cinco.

– Dentro de media hora tengo que estar en los alrededores del St. Terry. Cuando acabe, me iré a casa y limpiaré un poco -dije.

– ¿Limpiar? Chica, estás desconocida.

– Lo hago cada tres meses. Es un ritual que me enseñó mi tía: sacudir las alfombras, tender las sábanas…

Me miró con fastidio.

– ¿Por qué no te vas de excursión a Los Padres?

– Porque huyo de la naturaleza como de la peste, Ida. Las montañas están llenas de piojos gordos como cucarachas que se te pegan a los tobillos y te chupan toda la sangre. Además, de una infección de la piel no te libra nadie.

Se echó a reír e hizo un aspaviento.

Despaché un par de minucias que tenía pendientes encima de la mesa y salí del despacho. Sentía curiosidad por saber cómo era la ex mujer de David Barney, aunque dudaba si eso iba a serme muy útil. Salí a la calle y recorrí las tres manzanas y media que me separaban del coche. Por suerte no me habían dejado ninguna multa en el parabrisas. Por desgracia, giré la llave en el contacto y el vehículo se negó a arrancar. Me regaló muchos gemidos de angustia y buena voluntad, pero el motor no se puso en marcha.

Bajé, fui a la parte trasera y levanté la tapa del motor. Me quedé mirando los cables y los tubos como si de verdad entendiera de coches. La única pieza del motor que sé identificar es la correa del ventilador. Parecía estar bien. Vi que unos chismes pequeños se habían desenchufado de una caja redonda. «Ajá», me dije. Volví a enchufarlos. Me estaba acomodando ante el volante cuando apareció un vehículo por el sendero del garaje. Di la vuelta a la llave de contacto y el motor arrancó.

– ¿Necesita ayuda? -El conductor había bajado la ventanilla y se asomaba por ella.

– No, gracias. No pasa nada. ¿Le estorbo?

– No se preocupe. Hay sitio de sobra. ¿Qué era, la batería? ¿Quiere que le eche un vistazo?

No tenía ni idea. El motor había arrancado y todo parecía normal.

– Se lo agradezco mucho, pero ya está arreglado -dije. Para demostrárselo, pisé el acelerador varias veces, quité el pie del pedal y durante unos segundos me sentí confusa, sin saber qué hacer. No podía ir hacia adelante porque había allí un vehículo aparcado y no podía retroceder porque el coche del recién llegado me bloqueaba la salida.

El hombre apagó el motor y bajó del vehículo. Yo dejé el mío encendido y me pregunté si me daría tiempo a subir la ventanilla sin que pareciera una grosería. Parecía inofensivo, aunque su cara no me era del todo desconocida: bien parecido, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años, y un pelo castaño claro y ondulado que se le había vuelto gris en las sienes. Tenía la nariz recta y la barbilla fuerte. Camiseta, pantalón de algodón y náuticas sin calcetines.

– ¿Vive usted en el barrio? -preguntó con simpatía.

Yo conocía a aquel sujeto. La sonrisa me desapareció.

– Usted es David Barney -dije.





Se apoyó en el coche y se inclinó hacia la ventanilla. Percibí de un modo instintivo que trataba de meterse en mi espacio psicológico, aunque sus modales seguían siendo educados.

– Mire, sé que esto no es muy ortodoxo. Y que mi proceder se sale de lo habitual, pero si me concede usted tan sólo cinco minutos, le juro que no volveré a molestarla.

Le observé mientras repasaba mi sistema interior de alarma. No oí timbrazos, silbatos ni sirenas. Aunque me había parecido un pesado por teléfono, «de cerca y en persona» lo vi como un ciudadano normal y corriente. Estábamos a la luz del día en un pacífico barrio de clase media. No parecía ir armado. Lógico, por otra parte: no iba a encañonarme en plena calle cuando tenía un juicio dentro de un mes. Además, la investigación había llegado a un punto en que yo ya no sabía qué rumbo seguir. Puede que, para variar, lo que tuviera que decirme me inspirase. Medité las consecuencias profesionales de una hipotética conversación. Según el derecho procesal, al abogado de una parte no le está permitido ponerse en comunicación directa con la otra parte. Pero la «parte detectivesca» no está limitada por el mismo código restrictivo.

– Cinco minutos -dije-. Me esperan en otro lugar. -No le dije que quien me esperaba era su ex mujer. Apagué el motor y me quedé en el coche con la ventanilla a medio subir.

Cerró los ojos y dio un suspiro.

– Gracias -dijo-. En el fondo no lo esperaba. Ni siquiera sé por dónde empezar. Permítame confesarle algo antes de nada: yo desenchufé los cables de la tapa del delco. Ha sido una artimaña y le pido mil perdones. De no haberlo hecho, creo que usted no habría accedido a hablar conmigo.

– En eso tiene toda la razón -dije.

Miró a un lado de la calle y cabeceó.

– ¿No ha perdido usted nunca la credibilidad? Es el fenómeno más desagradable que existe. Uno vive como un ciudadano honrado que obedece la ley, paga sus impuestos y no tiene recibos ni facturas pendientes. Pero, de pronto, todos estos detalles pierden su valor, no sirven para nada y cualquier cosa que uno diga puede volverse en contra suya. Una sensación siniestra…

No me era ajeno lo que decía, y me acordé de una época no muy lejana en que mi propia credibilidad se había evaporado y la misma empresa que durante seis años había confiado en mí me consideró sospechosa de aceptar sobornos.

– … Creí de veras que había terminado. Pensé que había pasado lo peor cuando me declararon inocente. Todavía no he acabado de reincorporarme a la vida normal cuando me dicen que van a procesarme por todo lo que poseo. Vivo como un leproso. Se me margina… -Se enderezó-. Pero no se trata de esto, caramba -dijo-. No quiero que me compadezcan…

– ¿Qué se propone?

– Apelar a su sentido del juego limpio. El tal McIntyre, el testigo de cargo…

– ¿Quién le ha proporcionado ese nombre?

– Mi abogado le ha tomado declaración. Casi me dio un ataque cuando oí lo que tenía intención de contar.

– No estoy autorizada a discutir ese asunto, señor Barney. Espero que lo comprenda.

– Ya lo sé. No estoy haciéndole ninguna pregunta. Sólo le pido que reflexione. Aunque este hombre hubiera estado de verdad en el juzgado cuando se leyó el veredicto, ¿por qué iba a decirle yo una cosa así? Tendría que estar loco. ¿Ha visto usted alguna vez a ese tal…? ¿Cómo se llama? ¿Curtis? Coincidimos en una celda menos de veinticuatro horas. Es un cretino. ¿Que se acercó a mí instantes después de mi absolución y yo le confesé el crimen? Menuda majadería. Es un deficiente mental.

Experimenté una rara simpatía por Curtis. Como es lógico, no le iba a decir a Barney que el testigo de cargo había modificado su versión de los hechos. El testimonio de Curtis podía ser útil siempre que fuéramos capaces de averiguar cuánta verdad contenía. No tenía intención de comentar los detalles de su declaración, por absurdos que parecieran.

– Yo no lo encuentro tan descabellado -comenté.

– Reflexione, por favor -continuó-. ¿De verdad cree usted que yo confiaría mis secretos más delicados a un individuo así? Es una encerrona. Han pagado a ese individuo para que diga lo que dice.

– Vaya al grano de una vez. Lo de la encerrona es ridículo. No se lo tolero.

– Está bien, está bien. No se lo tome a mal. Tampoco era mi intención sacarlo a relucir -dijo-. Cuando hablamos por teléfono, le comenté lo que le ocurrió al tal Shine. Su muerte me dejó consternado. Me impresionó mucho, de veras. Sé que no me tomó usted en serio, pero no le miento. Hablé con él la semana pasada y le conté lo mismo que a usted. Me dijo que comprobaría un par de detalles. ¡Al fin se me abría una puerta gracias a él! Al enterarme de que había muerto, me asusté: sentí como si jugara al ajedrez con un enemigo invisible que acabara de hacer un movimiento para cerrarme todas las salidas.