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– Espere un momento. ¿Cree que Morley Shine haría algo que su abogado no pudiese administrar?

– Contratar a Foss para este caso ha sido un error garrafal. Los temas civiles no le interesan. Tal vez esté harto, o se haya cansado de representarme. Por lo que sé, se ciñe a lo estrictamente necesario, hace lo que se espera de él. Ha contratado a un investigador, un individuo que le entrega montones de papeles, pero que no me inspira mucha confianza.

– ¿Por qué no le despide?

– Pensará que quiero obstaculizar el curso normal de las cosas. Además, ya no me queda dinero. Lo poco que tengo es para pagar al abogado y para el mantenimiento de la casa. Aunque todo le salga a pedir de boca, yo no sé muy bien qué creerá Ke

– No quiero discutir las circunstancias del caso. No tiene sentido, señor Barney. Comprendo las dificultades…

– Tiene usted toda la razón. Tampoco yo pretendía abordar ese tema. Se trata de lo siguiente: se celebra el juicio, ¿y para qué? Únicamente para que se enriquezcan los dos abogados. ¿Cree usted que Voigt va a dar marcha atrás? Pretende crucificarme, y es absurdo plantearse la posibilidad de negociar, de darle la mano y un cheque al portador, aun en el caso de que yo dispusiera de fondos. Pero voy a decirle una cosa, algo que sí tengo en la mano: una coartada.

– ¿En serio? -dije incrédula.

– Sí, en serio -afirmó-. No es a prueba de bomba, pero sí muy sólida.

– ¿Por qué no salió a relucir durante el proceso criminal? No recuerdo que en la transcripción de las actas se hablase de ninguna coartada.

– Pues vuelva a leerlas, porque figura en ellas. Un tipo llamado Angeloni. Me vio a varios kilómetros del lugar de los hechos.

– ¿Y por qué no subió usted personalmente al estrado a declarar?

– Foss no me dejó. No quiso que el fiscal aprovechara la ocasión para confundirme y resultó que tenía razón. Dijo que subir al estrado habría sido contraproducente. Bueno, quizá pensaba que si lo hacía me ganaría la antipatía del jurado.

– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?

– Para ver si puedo poner fin a esto antes del juicio. El cronómetro avanza. El tiempo se reduce. Creo que mi única posibilidad consiste en hacer que Lo

– Dígale a Herb Foss que hable con Lo

– Se lo he dicho, pero el tipo me da largas. Y he pensado que ya es hora de actuar por mi cuenta.

– En otras palabras: usted quiere revelarme confidencialmente las claves de la defensa de su propio abogado.

– Exactamente.

– ¿Acaso tiene instintos suicidas?

– Ya le he dicho que estoy desesperado. No podría soportar otro juicio. Además, no tiene por qué fiarse de mí. Compruebe usted misma los hechos -dijo-. Bueno, ¿quiere escucharme o no?

Lo que yo quería era darme golpes contra el volante hasta que la frente me chorrease sangre. Puede que el dolor me aclarase las ideas. He de confesar que me tenía en el bote; porque si Lo

– Está bien -dije-. ¿De qué se trata?

11

– Sé que nadie cree que estuve haciendo footing la noche en que mataron a Isabelle, pero puedo decirle con exactitud dónde me encontraba. A las dos menos veinte estaba en la salida de la 101 que cruza con San Vicente. Esa salida está a unos trece kilómetros de la casa. Si a Isabelle la mataron entre la una y las dos, yo no pude haberlo hecho y reaparecer a continuación en aquel cruce. Hago ejercicio desde hace años y estoy en muy buena forma, pero una proeza de esa magnitud me resultaría imposible.





– ¿Cómo está tan seguro acerca de la hora?

– Corría contrarreloj, un modo de disciplinarse. Y le diré otra cosa: allí vi a Tippy Parsons, la hija de Rhe, al volante de una camioneta descubierta y con aspecto de estar muy alterada. Pasó por la salida a toda velocidad y giró a la izquierda en el cruce con San Vicente.

– ¿Le vio Tippy?

– ¡Casi me atropella! No sé si se dio cuenta, pero por poco no me arrolla al enfilar por la salida. Miré el reloj porque pensé que el cronometraje se había ido a pique y el incidente me puso de mal humor.

– ¿Había alguien más por allí?

– Desde luego, un individuo que trabajaba en un empalme de cañerías. Había una cuadrilla de obreros en los alrededores. Seguramente no se acordará, pero aquellas Navidades llovió torrencialmente. Se empapó el terreno, hubo corrimientos en la superficie del suelo y las cañerías reventaron por todas partes.

– Ha dicho antes que su coartada no era a prueba de bomba. ¿A qué se refería?

Esbozó una sonrisa.

– Es a prueba de bomba cuando se está muerto o en presidio. Un peso pesado como Kingman siempre podrá encontrar la manera de tergiversar los hechos. Lo único que yo digo es lo siguiente: me hallaba a varios kilómetros de distancia y tengo un testigo. Y es un trabajador, un hombre honrado, no uno como McIntyre.

– ¿Y Tippy? Que yo sepa, nunca aludió al incidente. ¿Por qué no hizo que declarase?

– ¿Y para qué? Pensé que, si me hubiera visto, habría dicho algo. Y aun en el caso de que me hubiera reconocido, es mi palabra contra la suya. Tenía dieciséis años y estaba furiosa, no sé por qué: puede que acabara de romper con el novio o que se le hubiera muerto el gato. Lo importante es que yo estaba a varios kilómetros de la casa cuando mataron a Isabelle. No supe lo ocurrido hasta al cabo de una hora, cuando volví a pasar corriendo junto a la casa. Todo estaba iluminado y lleno de coches de la policía.

– ¿Y la cuadrilla de trabajadores? ¿Apoyarían su versión?

– ¿Por qué no? El tipo ya subió al estrado la otra vez, uno llamado Angeloni. Está en la lista de testigos, seguramente entre los primeros. Tuvo que verme y estoy seguro de que también vio la camioneta de la muchacha. Me dio tal susto que tuve que sentarme en el bordillo para tranquilizarme. Permanecí sentado cinco o seis minutos. Lo envié todo a la porra y volví a casa.

– ¿Se lo contó a la policía?

– Lea usted los informes. La acusación partió de la policía, lo que quiere decir que no comprobaron mi declaración.

Guardé silencio durante unos segundos, dudosa. Aquella confesión me habría parecido ridícula dos días antes. Ahora no estaba segura.

– Se lo contaré a Lo

Fue a decir algo, pero cambió de idea.

– Adelante. Cuénteselo. Es lo que quiero. Perdone las molestias -dijo. Me miró a los ojos durante una fracción de segundo-. Muchas gracias por todo.

– De nada.

Volvió a su coche. Vi por el retrovisor que ponía en marcha el vehículo y retrocedía por el sendero. Oí el crujido de su transmisión al cambiar de marcha y se alejó del lugar. Menuda historia me había contado. Contenía un punto de extrañeza, pero no podía determinar dónde se encontraba. ¿De verdad había estado Tippy Parsons en aquel cruce? Era fácil averiguarlo. Y recordaba haber leído algo sobre una tromba de agua por aquellas fechas.

Me alejé de la acera para acudir a la cita con la ex mujer de Barney.

La Clínica Médica Santa Teresa, donde trabajaba Laura Barney, era un pequeño edificio de madera que se alzaba al lado mismo del Hospital Clínico de Santa Teresa. La fachada era insípida -incluso algo descuidada- y, aunque el interior era agradable, se le notaba el bajo presupuesto de que había partido. En la sala de espera, los asientos eran de plástico azul, moldeados de forma cóncava, y con patas metálicas unidas en grupos de seis unidades. Paredes amarillas y suelos de metacrilato pardo con rayas blancas. A un extremo de la sala había un mostrador ancho de madera. Al fondo, al otro lado de una puerta rematada por un arco de anchura notable, vi cuatro mesas, sillas oficinescas de respaldo recto, teléfonos, máquinas de escribir… nada que ver con la alta tecnología, la posmodernidad o la codificación cromática. Por los niños pequeños y las mujeres embarazadas que llenaban el lugar supuse que se trataba de una institución que combinaba la maternidad con la medicina infantil. Ya casi era hora de cerrar, aunque en la sala de espera aún había pacientes para llenar una hora de consultas. El suelo estaba alfombrado de juguetes infantiles y revistas rotas.