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– Muy en serio.

– Me has cogido, chica. Me había olvidado de todo eso. Seguramente me confundí con las fechas, pero lo demás es la Biblia. -Levantó la mano como si estuviese en el estrado de los testigos-. Lo juro por Dios.

– Deja de mentir, Curtis, y dime qué pasa aquí. No hablaste con él. Mientes cada vez que abres la boca.

– Un momento. Un momento. Hablé con él. Pero no donde te dije.

– ¿Dónde, entonces?

– En su casa.

– ¿Fuiste a su casa? Mentira podrida. ¿Cuándo?

– No lo sé. Puede que un par de semanas después de su juicio.

– Creía que estabas entonces entre rejas.

– Qué va, ya me habían soltado. Mi abogado hizo un trato. Me declaré culpable de un delito de inferior cuantía, voluntariamente.

– Olvídate de la jerga jurídica y dime cómo aterrizaste en casa de David Barney. ¿Le llamaste tú o te llamó él?

– No me acuerdo.

– ¿No te acuerdas? -dije con escepticismo. Le hablaba con desdén, pero Curtis no parecía advertirlo. Seguramente estaba acostumbrado a que hablaran así todos los fiscales a los que había tenido que enfrentarse en su breve e ilustre carrera.

– Le llamé yo.

– ¿Cómo obtuviste su teléfono? -Llamé a Información.

– ¿Por qué quisiste ponerte en contacto con él?

– Me pareció que no tenía muchos amigos. A mí me ha ocurrido. En cuanto tienes problemas con la ley, la gente se aleja de ti. A nadie le gusta que le vean con un presidiario.

– O sea que pensaste que Barney necesitaba un buen amigo y quisiste llenar esa laguna en su vida. Cuéntame lo demás.

Respondió con timidez y no tuvo reparo en humillarse:

– Bueno, verás, yo sabía que vivía en Horton Ravine y, bueno, supuse que comida no le faltaría, o un par de copas. Habíamos sido compañeros de celda y me dije que lo menos que podía hacer era tratarme con amabilidad.

– Fuiste a pedirle dinero -dije.

– Podría enfocarse de ese modo.

De todo lo que había dicho hasta el momento, era lo único que parecía cierto.

– Yo acababa de salir, andaba falto de fondos, y el tipo estaba forrado. Nadaba en oro…

– Ahórrate esa parte. Te creo. Descríbeme la casa.

– Entonces vivía en la casa de su mujer, encima de una colina, de esas que llaman españolas, con mucho jardín y una terraza donde había una piscina de fondo negro…

– Perfecto. Continúa.

– Llamo a la puerta. Me abre y le digo que pasaba por allí y que me había acercado para felicitarle por haber salido bien librado de una acusación de homicidio. Entonces me hace pasar y tomamos un par de copas…

– ¿Qué bebisteis?

– El tomó una cosa muy fina, vodka con tónica y un pedazo de limón. Yo tomé whisky a palo seco y después con agua. Era whisky de marca.

– Os tomasteis el par de copas y…

– Nos tomamos el par de copas y dijo a la vieja que había en la cocina que preparase algo para picar. Una cosa verde. Aguacate con cebolla y salsa picante y unos triangulitos de color gris. Le dije: «¿Qué son estas cosas triangulares?», y me dijo: «Tortitas de maíz azul». Pero a mí me parecían grises, chica. Y así estuvimos, bebiendo y charlando casi hasta la medianoche.

– ¿Y la cena?

– No hubo cena. Sólo picamos, por eso cogimos una borrachera espantosa.

– ¿Y luego?

– Fue entonces cuando dijo eso, lo que había hecho con su mujer.

– ¿Qué dijo exactamente?

– Dijo que llamó a la puerta. Que ella bajó y encendió la luz del porche. El esperó hasta que vio que el ojo de ella tapaba la luz que pasaba por el agujero de la puerta. Y apretó el gatillo. ¡Pum!

– ¿Por qué no me lo contaste al principio?

– No me pareció decente -dijo con sentido de la rectitud-. Quiero decir que fui a su casa para pedirle dinero prestado. No quería que me tomaran por un resentido al que han dado con la puerta en las narices. Nadie me hubiera creído si hubiera contado la verdad. Además, se portó bien y no quería parecer desagradecido.

– ¿Por qué tenía que admitir que la había matado?





– ¿Y por qué no? Le habían absuelto y no podían volver a juzgarlo.

– Por lo criminal, no.

– Mira ésta ahora. ¿Crees que al tipo le preocupa un juicio civil?

– ¿Estás dispuesto a declarar ante un tribunal lo que me has contado?

– No me importaría.

– Declararás bajo juramento -dije para asegurarme de que comprendía de qué se trataba.

– Claro. Sólo que… bueno, ya sabes.

– ¿Qué es lo que ya sé?

– Me gustaría… en fin, algo a cambio -dijo.

– ¿De qué clase?

– Mira, lo que es justo, es justo.

– Nadie te va a dar dinero.

– Ya lo sé. No he hablado de dinero.

– ¿Entonces?

– Por ejemplo, que me redujeran el tiempo de libertad condicional; algo parecido.

– En esta operación no valen los tratos. No tengo autoridad para ello.

– Tampoco he hablado de tratos, pero podrían tener cierta consideración.

Le observé con seriedad. ¿Por qué no le creía? Porque parecía incapaz de reconocer la verdad aunque la tuviera delante y le mordiese en el cuello. No sé qué me impulsó a formularle la siguiente pregunta.

– ¿Te han condenado alguna vez por perjurio?

– ¿Perjurio?

– ¡No juegues conmigo, Curtis! Sabes muy bien qué es el perjurio. Responde y acabemos de una vez.

Se rascó la barbilla sin decidirse a mirarme a los ojos.

– Nunca me han condenado.

– Vete a la mierda -dije.

Me puse en pie, salí del reservado y me dirigí a la puerta trasera del bar. Oí que se levantaba. Me giré, vi que dejaba unos billetes en la mesa y que corría hacia mí. Salí al aparcamiento y estuve a punto de dar un salto al pisar la grava recalentada por el sol.

– ¡Oye, espera! Te he dicho la verdad.

Me cogió por el brazo y me desasí de un tirón.

– Te harán picadillo en cuanto subas al estrado -dije sin detenerme-. Tienes una ficha de un kilómetro de larga y varias acusaciones de perjurio.

– Varias no, sólo una. Bueno, dos contando eso otro.

– Déjame en paz. Ya has modificado una vez tu declaración. Volverás a modificarla en cuanto te pregunte otra persona. El abogado de Barney te hará pedazos.

– No sé por qué te pones así -dijo-. Que te haya mentido una vez no significa que no pueda decir la verdad.

– Lo que pasa, Curtis, es que tú ni siquiera conoces la diferencia. Y eso me preocupa.

– Sí la conozco.

Introduje la llave en la cerradura del coche, abrí la portezuela y bajé la ventanilla para que se ventilase. Me senté ante el volante, cerré de un portazo y casi le cogí la mano que había apoyado en la jamba. Abrí la guantera de un manotazo, saqué una tarjeta comercial y se la tiré por la ventanilla.

– Llámame cuando estés seguro de que quieres contarme la verdad.

Arranqué y me alejé de él, levantando una nube de polvo y grava.

Volví al despacho con la radio a todo volumen. Eran las cuatro menos veinticinco, y encontrar sitio para aparcar era una auténtica hazaña. No pensé que, como Lo

Dediqué largo rato a muchas cosas, pero ninguna de provecho. Faltaba menos de una hora para acudir a la cita con Laura Barney, pero en realidad yo quería hablar con Lo

– Jamás llama cuando trabaja -dijo Ida Ruth con resignación.

– ¿Y tú tampoco le llamas nunca?