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– Desde luego que no, señora. Soy policía. Eckert no me dio un centavo. Me devolvió lo que era mío. Invertí cien billetes y él me los devolvió. Hasta el último centavo -dijo.

– ¿Le dijo a Carl Eckert que Wendell quería poner el dinero en manos de la policía?

– Claro que lo hice. Wendell iba a presentarse en Jefatura aquella noche. Yo ya había avisado a Carl. Éste tenía que pasar con el dinero el viernes por la mañana, o sea que lo tenía ya consigo. Y yo quería cerciorarme de que iba a recuperar el dinero antes de que el loco de Wendell abriera la bocaza. Pero qué majadero era, Señor, qué majadero.

– ¿Por qué dice «era»?

– Porque ha vuelto a largarse, ¿no? Lo ha dicho usted misma.

– Puede que recuperar el dinero no fuera suficiente.

– ¿Adónde quiere ir a parar?

Me encogí de hombros.

– Puede que deseara usted su muerte.

Se echó a reír.

– No exagere, oiga. ¿Por qué iba yo a desear su muerte?

– Según me han contado, por culpa de Wendell la relación con sus hijos y con su mujer se fue a pique. Y su mujer murió poco después.

– No me venga ahora con ésas. Mi matrimonio era una auténtica basura desde el principio y mi mujer hacía años que estaba enferma. Lo que espantó a mis hijos fue perder el dinero. Pero desde que pasé a cada uno veinticinco de los grandes por debajo de la mesa, incluso me sonríen.

– Muy simpáticos.

– Por lo menos sé qué terreno piso -replicó con indiferencia.

– Lo que usted quiere decirme es que no lo mató.

– Lo que le digo es que no tenía necesidad de ello. Pensaba que lo haría Dana Jaffe cuando averiguase lo de la otra mujer. Que abandone a la familia tiene un pase, pero que encima esté por ahí con otra… eso es intolerable, vamos.

Puesto que mi casa está sólo a una manzana del mar, estacioné el coche enfrente y fui andando hasta el puerto. Estuve esperando un rato delante de la puerta cerrada que conducía a la dársena 1. Habría podido saltar la verja por la parte exterior, como había hecho al ir con Renata, pero había suficiente tráfico peatonal a aquella hora para suponer que aparecería alguien con un medio de acceso. El día se estaba poniendo feo. No creía que fuese a llover, pero las nubes eran de un gris que daba miedo y el aire del mar se había vuelto frío. Los veranos de Santa Teresa son un convite.

Por fin se acercó un ciudadano en pantalón corto y camiseta. Llevaba la tarjeta magnética en la mano y abrió la puerta. Incluso la sostuvo para dejarme pasar cuando me vio interesada por colarme.

– Gracias -dije, mientras echaba a andar a su lado por el camino-. ¿Conoce usted por casualidad a Carl Eckert? El propietario del barco robado el viernes por la mañana.



– Estoy enterado. Pues sí, conozco a Carl de vista. Creo que ha ido en busca de la goleta, ahora que lo menciona. Hace un par de horas lo vi salir con la lancha motora. -El individuo dobló por la segunda pasarela a la izquierda, hacia la fila de amarraderos que ostentaba la letra D. Yo continué hasta la letra J, que estaba a mano derecha. La plaza de Eckert estaba todavía vacía, naturalmente, y no había forma de adivinar a qué hora volvería.

Era casi la una y aún no había comido. Volví a casa y saqué del coche la máquina de escribir. Me preparé un emparedado de huevo duro cortado en rodajas sobre una capa de mahonesa Best Foods. Pan integral, sal por arrobas, un corte por la mitad. Las normas son las normas. Me relamí en silencio y me chupeteé los dedos mientras abría el estuche de la Smith-Corona. Comí sentada ante el escritorio y le di a las teclas entre bocado y bocado. Rellené una serie de fichas de cartulina de seis centímetros por tres en las que resumí todo lo que sabía del caso. Las clasifiqué por temas y las clavé con chinchetas en el tablón que colgaba en la pared, encima de la mesa. Encendí la lámpara. Abrí una Pepsi Light. Como si se tratase de las damas o el ajedrez, organicé de distintas maneras una serie específica de fichas. En realidad no tenía idea de lo que hacía, sólo mirar la información, ordenándola y reordenándola con la esperanza de que se manifestase por sí sola una clave.

Cuando volví a mirar el reloj eran las siete menos cuarto. Empecé a ponerme nerviosa. Mi intención inicial había sido estar un par de horas sentada para consumir el tiempo hasta que volviese Eckert. Me metí un puñado de dólares en el bolsillo de los tejanos y me puse una camiseta mientras cruzaba la puerta. Volví al puerto a paso ligero bajo esa luz crepuscular que crea el cielo encapotado. Me pegué a una señora que bajaba la rampa hacia la dársena 1. Me miró con desinterés mientras abría la puerta.

– Me he dejado la tarjeta -murmuré al colarme tras ella.

El Lord estaba en el amarradero, enfundado en lona azul. El camarote principal estaba vacío y no vi ni rastro de Eckert. Había una lancha hinchable bamboleándose en el agua y amarrada con una cuerda a la popa del barco. La observé durante un rato, calculando las posibilidades. Volví al club náutico, que estaba más iluminado que un campo de fútbol por la noche. Crucé las puertas de vidrio y subí las escaleras.

Lo vi en el comedor. Estaba sentado a la barra, vestía tejanos y chaqueta informal de algodón y tenía el pelo apelmazado a causa de la brisa marina a la que había estado expuesto durante horas. El comedor estaba lleno de gente encorbatada, los bebedores habían tomado la barra por asalto y en el aire flotaba una densa nube de humo de tabaco. El jefe de camareros advirtió mi presencia y fingió escandalizarse ante mi atuendo. Seguro que le había fastidiado que no le hubiese hecho una reverencia al pasar junto a él. Levanté la mano para saludar a las ventanas y sonreí como si hubiese reconocido a alguien. El jefe de camareros se volvió en aquella dirección. Para estar en la barra no se exigía etiqueta de ninguna clase y el sujeto lo sabía. La mitad de los que estaban allí llevaba anorak, pantalón, camiseta y zapatos náuticos.

Carl Eckert giró la cabeza y me vio cuando yo ya estaba a tres metros de él. Murmuró no sé qué al barman y cogió su vaso.

– Vamos a una mesa. Afuera habrá alguna libre. -Asentí y fui tras él, por el camino que iba abriendo entre la muchedumbre.

El ruido y la temperatura descendieron de golpe cuando la puerta se cerró detrás de nosotros. En la terraza no había más que un puñado de espíritus curtidos. Oscurecía a ojos vistas, aunque el sol, oculto por las nubes, no había acabado de ponerse. A nuestros pies, el océano se sacudía con inquietud, arrojando olas sobre la arena entre mugidos y silbidos incesantes. Me gustaba aquel olor, aunque el aire estaba cargado de humedad y de intenciones hostiles. Dos altos tubos de propano despedían un resplandor rosáceo y vertical sin caldear el ambiente. Nos sentamos junto a uno, a pesar de todo. Y en esto dice Carl:

– He pedido vino para usted. El camarero lo traerá enseguida.

– Gracias. He visto que ha recuperado la goleta. ¿Qué han encontrado? Sospecho que nada, pero nunca se sabe.

– Bueno, han encontrado rastros de sangre. Un par de manchas pequeñas en la borda, pero no saben si es sangre de Wendell.

– Ya. Podría ser de usted, ¿no?

– Ya sabe usted cómo es la policía, siempre evitando las conclusiones precipitadas. Por lo que sabemos, parece que es obra del mismo Wendell, que quiere despertar la sospecha de que ha habido juego sucio. ¿Ha visto a Renata? Acaba de marcharse.

Negué con la cabeza., no sin percatarme del hábil cambio de conversación.

– No sabía que se conociesen.

– No voy a decir que seamos amigos, pero la conocí hace años, cuando Wendell se enamoró de ella. Ya sabe lo que pasa cuando un amigo se lía con una mujer con la que uno no congenia. No me cabía en la cabeza que no pudiera llevarse bien con Dana.

– El matrimonio es un misterio -dije-. ¿Qué hacía aquí Renata?

– No lo sé. Parecía deprimida. Quería hablar sobre Wendell, pero se puso nerviosa y se fue.