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La dirección de Harris Brown que obraba en mi poder indicaba una pequeña zona residencial de Colgate, consistente en una calle de casitas preciosas al borde mismo de los acantilados que daban al océano. Conté ocho viviendas en total en una calle sin asfaltar y flanqueada de eucaliptos. Paredes recubiertas de listones de madera, tejados a dos vertientes con una buhardilla en cada vertiente y porches totalmente cerrados en la fachada. Con una estructura semejante a la de las barracas, seguramente habían sido construidas hacía mucho para uso de los criados de alguna gran mansión que el paso del tiempo había borrado de la faz de la tierra. A diferencia de las restantes fachadas, pintadas de rosa y verde, la de Harris Brown era… bueno, eso precisamente, brown [«marrón», «pardo» en inglés], y sin duda una manera coquetona de llamar la atención. No era fácil calcular si la casa había estado destartalada desde el principio o si su desolación general era consecuencia de la viudez del propietario. Puesto que creo en la discriminación sexual, me costaba creer que una mujer pudiera vivir en un lugar así sin mejorar su aspecto. Avancé hacia el porche.
La puerta de la calle estaba abierta, aunque cerrado el cancel de tela metálica y marco de madera. Habría podido abrir éste con un cortaplumas, pero río quise hacerlo y di unos golpes en el marco. La radio de la cocina emitía música clásica a todo volumen. Distinguí parte de una repisa de mármol y las cortinas de cuadros blancos y pardos que colgaban sobre el fregadero. Percibí olor a pollo que se freía con grasa de panceta, produciendo silbidos y miniexplosiones que constituían un suculento contrapunto de la música. Si Harris Brown no acudía enseguida, me pondría a gimotear y a sacudir el cancel.
– ¡Señor Brown! -llamé.
– ¿Sí? -respondió el aludido. Se asomó por la puerta de la cocina con un trapo alrededor de la cintura y un tenedor gigante de dos dientes en la mano-. Aguarde un segundo. -Desapareció, por lo visto para regular la llama del quemador. Si me invitaba a pollo, le perdonaría cualquier cosa que hubiese hecho. Primero está el estómago, después, la justicia. Así hay que jerarquizar los fenómenos del mundo.
Seguramente puso una tapa encima de la sartén porque los aparatosos silbidos del pollo quedaron de pronto amortiguados. Fue a la pared del fondo, bajó el volumen de la radio y se dirigió a la puerta limpiándose las manos en el trapo. Como me tenía a contraluz, supuse que no distinguiría mis rasgos hasta que estuviera muy cerca. Me miró a través del cancel.
– Usted dirá, señora.
– Hola, ¿me recuerda? -dije. Sospechaba que había sido policía hasta el extremo de que nunca olvidaba una cara, pero creo que me reconoció aunque sin acabar de concretar el contexto. Lo que sin duda aumentaba la confusión era que últimamente habíamos hablado por teléfono. Si reconocía mi voz, no creo que la relacionase con la puta del balcón del hotel de Viento Negro, aunque le chisporrotearía desagradablemente en el fondo de la cabeza.
– Refrésqueme la memoria.
– Kinsey Millhone -dije-. Quedamos para comer.
– Aaaaah, claro, claro. Disculpe. Pase, pase -dijo. Quitó el gancho del cancel y lo abrió con expresión concentrada-. Nos habíamos visto ya, ¿no es cierto? Su cara me suena.
Me eché a reír de la misma vergüenza que me daba.
– Viento Negro. El balcón del hotel. Le dije que me enviaban los muchachos, pero era una trola como una casa. En realidad buscaba a Wendell, igual que usted.
– Madre mía -dijo, alejándose de la puerta-. Estoy friendo pollo. Será mejor que venga.
Solté el cancel para que se cerrase a mis espaldas e inspeccioné el salón mientras lo recorría. Linóleo guarro en el suelo, sillones paquidérmicos de los años treinta, estanterías atestadas de libros. No sólo desorden, sino también suciedad. No había cortinas ni lámparas de mesa, pero sí una chimenea que no funcionaba. Llegué a la cocina y me asomé.
– Parece que Wendell Jaffe ha desaparecido otra vez.
Harris Brown estaba ante la sartén medio tapada de la que brotaba un chorro de humo. Al lado de la sartén, en el borde de la encimera, había un plato hondo de vidrio lleno de pan rallado. Al trasladar los pedazos de pollo del plato de vidrio hasta la sartén, había dejado una serie de regueros blancos en la encimera. Si se le ocurría clavarme el tenedor que empuñaba, parecería como si me hubiese picado una serpiente.
– ¿De verdad? No me había enterado. ¿Cómo ha sido?
Me quedé donde estaba, apoyada en la jamba de la puerta. La cocina era la única estancia que al parecer recibía de pleno la luz solar. También estaba más limpia que el resto de la casa. El fregadero estaba presentable. El frigorífico era mastodóntico, estaba viejo y amarilleaba, pero por lo menos no estaba salpicado de huellas dactilares. Los armarios estaban abiertos y dejaban al descubierto la vajilla heterogénea.
– No lo sé -dije-. Pensé que a lo mejor usted me lo podía decir. Habló con él el otro día.
– ¿Quién dice eso?
– La novia de Wendell. Estaba presente cuando éste le llamó a usted.
– La infame señora Huff -dijo.
– ¿Cómo la localizó?
– Muy sencillo. Usted me reveló su nombre la primera vez que hablamos por teléfono.
– Es verdad. Apuesto a que le mencioné incluso que vivía en Perdido Keys. Lo había olvidado.
– Yo no olvido casi nada -dijo-, aunque empiezo a notarme los achaques de la edad.
Sentí cierta comezón por dentro. El individuo parecía demasiado indiferente.
– Hablé anoche con Carl. Me dijo que le había dado los cien billetes que le debía.
– Es verdad.
– ¿Por qué discutió con Wendell?
Dio la vuelta a los pedazos de pollo, de color marrón caoba con un caparazón moteado de especias. Para mí ya estaban hechos, pero cuando los pinchó con el tenedor, los agujeros rezumaron un líquido sanguinolento. Redujo la llama y volvió a tapar la sartén.
– Me peleé con Wendell antes de recibir el dinero. Por eso abordé a Eckert y le dije que viniese a mi casa aquella noche.
– No entiendo la relación.
– Wendell me dice que la historia se ha acabado. Quiere limpiar su conciencia antes de ir a la cárcel. Total, un montón de sandeces. Yo no me lo creo. Wendell tiene intención de contar lo del dinero que él y Eckert han almacenado. De pronto me doy cuenta de que todo se va al garete. Estoy acabado. Cuando el juez dicte sentencia, yo no veré ni un centavo. De modo que me lanzo en picado sobre Eckert y le digo que venga a mi casa con el dinero en la mano.
– ¿Por qué no había exigido usted antes el dinero?
– Porque creía que había desaparecido. Eckert afirmaba que los dos se habían quedado sin blanca. Cuando me enteré de que Wendell estaba vivo, me dije que ya estaba bien. Presioné a Eckert y confesó que habían guardado un poco. Wendell sólo se llevó consigo un millón más o menos cuando desapareció. Eckert escondía el resto. ¿Se lo imagina? Lo había tenido desde el principio, cogiendo sólo lo que necesitaba de tarde en tarde. Un tío listo, sí señor. Vivía como un infeliz para disimular.
– ¿No era usted uno los demandantes?
– Pues claro, pero es un dinero que no puede recuperarse íntegramente. Sabe a lo que me refiero, ¿no? Con un poco de suerte, diez centavos por dólar. Primero hay que pasar por Hacienda y luego están los doscientos cincuenta inversores. Todos quieren sacar algo. Que Wendell devolviera el dinero me importaba una mierda, siempre y cuando yo recuperase antes el mío. Los demás que se vayan al infierno. Ese dinero es mío porque lo gané con el sudor de mi frente y me costó años reunirlo.
– ¿Y cuál fue el trato? ¿Qué hizo usted a cambio?
– Nada. Ahí está la cosa. En cuanto tuve el dinero, me olvidé de que existía la parejita.
– Era lo único que le interesaba.
– Exactamente.
Cabeceé confusa.
– No lo entiendo. ¿Por qué tenía que darle Carl Eckert una cantidad tan elevada? Más aún: ¿por qué tenía que darle ni siquiera un centavo? ¿Hubo algún chantaje por medio?