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Me detuve junto a la piscina, jadeando con fuerza, me senté en el borde de cemento, bajé la cabeza y descubrí el reflejo de las estrellas. No quería ver ninguna estrella. No necesitaba ninguna. Estaba loco, demente cuando luché por tomar parte en la expedición, cuando permití que los gravirrotores hicieran de mí un saco que escupía sangre; para qué necesitaba aquello, por qué no sabía que hay que ser un hombre corriente, absolutamente comente, pues de lo contrario no vale la pena vivir.

Oí un ruido. Pasaban por mi lado. El le rodeaba los hombros; caminaban al mismo paso.

Entonces él se inclinó; las sombras de sus cabezas se fundieron.

Me levanté. El la besaba. Ella le abrazaba la cabeza. Vi las pálidas franjas de sus brazos.

Entonces me atravesó un terrible sentimiento de vergüenza, como si se tratara de un objeto muy afilado y muy real. Yo, un viajero de las estrellas, camarada de Arder, me hallaba en el jardín después de mi regreso y sólo pensaba en quitar la mujer a un hombre, sin conocerles ni a él ni a ella. Un animal, un animal declarado, y aún peor, mucho peor…

No podía mirar. Y no obstante, miraba. Por fin se alejaron lentamente, abrazados, y yo, después de correr alrededor de la piscina, seguí corriendo hacia delante y de pronto vi algo grande y negro y en seguida tropecé contra algo con las manos. Era el coche. A ciegas, encontré la puerta. Cuando se abrió, se encendió una pequeña luz.

Ahora empecé a hacerlo todo con una precipitación resuelta y concentrada, como si quisiera o debiera ir a alguna parte.

El motor zumbó. Moví el volante y a la luz de los faros me dirigí hacia la carretera. Mis manos temblaban un poco, así que agarré el volante con más fuerza. De pronto recordé la cajita negra, frené tan bruscamente que el coche patinó hasta la cuneta, me apeé de un salto, levanté el capot y me puse a buscar febrilmente. El motor era diferente, no podía encontrarla.

¿Tal vez muy hacia delante? Cables. Un bloque de hierro colado. Una caja. Algo desconocido, cuadrangular; sí, debía de ser esto. Saqué las herramientas. Trabajé con ímpetu, pero cuidadosamente, por lo que mis manos apenas sangraban. Por fin levanté con ambas manos este pesado cubo negro, al parecer hecho de una sola pieza, y lo tiré entre los matorrales. Ya era libre. Cerré la portezuela y salí disparado. El viento se intensificó Aumenté la velocidad, el motor rugía y los neumáticos chirriaban con ruido sordo y penetrante. Un? curva. La tomé sin reducir la marcha, fui a parar a la izquierda y salí de ella por la derecha. Otra curva, ésta más pronunciada. Sentí que una fuerza gigantesca nos empujaba fuera de la curva al coche y a mí. Pero esto aún me pareció poco. Otra curva. En Apprenous había coches especiales para los pilotos. Con ellos realizábamos pruebas suicidas, a fin de comprobar nuestros reflejos. Un ejercicio excelente. También para el sentido de equilibrio. Por ejemplo: en una curva inclinar el coche sobre las dos ruedas exteriores y conducir así un buen rato. Entonces yo sabía hacerlo. Y ahora lo hice en la carretera vacía, lanzándome contra la oscuridad a la luz de los faros. No es que quisiera matarme; no tenía ninguna intención determinada. Si puedo ser desconsiderado con los demás, debo serlo también conmigo mismo. Entré en una curva y levanté mucho el coche, que avanzó un trecho de costado sobre neumáticos atronadores, y entonces lo enderecé e incliné hacia el lado opuesto, y al hacerlo choqué contra algo oscuro — ¿un árbol? — . Ahora ya no veía, sólo seguía oyéndose el ruido del motor y el silbido del viento; el cuadro de mandos se reflejaba pálidamente en el parabrisas. De improviso vi un glider delante de mí, que intentó sortearme arrimándose mucho a la cuneta. Yo giré el volante y pasé como una flecha por su lado; el pesado vehículo dio vueltas como una peonza, se oyó un impacto sordo, la plancha de ambos coches rechinó al rozarse, y en seguida reinó la oscuridad. Los faros estaban destrozados, el motor, parado.

Inspiré profundamente. No me había pasado nada; estaba apenas magullado. Traté de encender los faros: nada. Después, las luces de posición: la izquierda se encendió. Bajo este tenue resplandor, puse de nuevo el motor en marcha; jadeando y tambaleándose, el coche volvió a la carretera. Era realmente un buen coche, pues aún me obedecía, pese a los malos tratos a los que le había sometido. Regresé a menor velocidad, pero el pie seguía pisando el acelerador; el diablo volvía a dominarme en cuanto veía una curva. Y nuevamente puse el motor a toda marcha, hasta que, entre chirridos de neumáticos y lanzado hacia delante por el frenazo, me detuve justo delante del seto. Conduje el coche entre los árboles, haciendo crujir la hierba seca, y lo paré junto a un tronco. No quería que vieran lo que había hecho con él, así que arranqué algunas ramas y cubrí con ellas el radiador y los faros; la parte delantera era la única abollada. Detrás, sólo un pequeño hueco del encontronazo con un árbol, o lo que fuera, en la oscuridad.

Entonces agucé el oído. La casa estaba a oscuras y reinaba un silencio completo. La gran quietud de la noche se elevaba hacia las estrellas. No quería volver a la casa. Me alejé del destrozado coche, y cuando la hierba, una hierba alta y húmeda, me rozó las rodillas, me tendí sobre ella y permanecí así hasta que mis ojos se cerraron y me quedé dormido.

Me despertó una carcajada. La conocía. Aun antes de abrir los ojos, desvelado inmediatamente, supe quién era. Yo estaba empapado, chorreando gotas de rocío; el sol aún estaba bajo. Un cielo con nubes de algodón. Y frente a mí, sentado sobre una pequeña maleta, Olaf, riendo. Saltamos los dos al mismo tiempo. Su mano era como la mía, grande y dura.

— ¿Cuándo has llegado?

— Ahora mismo.

— ¿Con un ulder?

— Sí. Yo también dormí así… las dos primeras noches, ¿sabes?

— ¿Ah, sí?

Dejó de reír. Yo también. Algo se interpuso ahora entre nosotros. En silencio, nos estudiamos con la mirada.

Era de mi misma estatura, tal vez incluso un poco más alto, pero más delgado. Sus cabellos rojizos revelaban a plena luz su origen escandinavo; los pelos de la barba eran muy claros. Una nariz torcida y muy expresiva y un labio superior fino que en seguida dejaba ver los dientes. Sus ojos, muy azules y sonrientes, se oscurecían cuando se animaba; los labios delgados, siempre algo torcidos, expresaban cierto escepticismo; tal vez a esto se debía que al principio no habíamos congeniado. Olaf tenía dos años más que yo; su mejor amigo había sido Arder. Nosotros no intimamos de verdad hasta que éste murió. Y fuimos amigos hasta el final.





— Olaf-dije —, debes de tener hambre. Ven, vamos a comer algo.

— Espera un momento — objetó —. ¿Qué es esto?

Seguí su mirada.

— ¡Ah, esto! Nada… Un coche. Lo compré, ¿sabes? sólo para recordar…

— ¿Has tenido un accidente?

— Sí. Verás, conducía de noche…

— ¿Tú has tenido un accidente? — repitió.

— Pues, sí, pero no es importante. Además, no ha pasado nada. Ven…, no vas a ir con esa maleta…

La levantó y no añadió nada más. Tampoco me miró. Tenía tensos los músculos de la mandíbula.

«Ha observado algo — pensé-: Ignora la causa de este accidente, pero la presiente, no cabe duda.» Arriba le dije que eligiera una de las cuatro habitaciones libres. Se quedó con la que daba a la montaña.

— ¿Por qué no preferiste ésta? Ah, ya sé — sonrió —. Este oro, ¿verdad?

— Sí.

Tocó la pared con la mano.

— Espero que sea una pared normal. ¿Ni imágenes ni televisión?

— Puedes estar tranquilo sonreí a mi vez; es una pared de verdad.

Telefoneé para pedir el desayuno. Quería tomarlo a solas con él. El robot blanco trajo café y una bandeja muy bien surtida; era un desayuno opíparo. Comimos en silencio. Le contemplé con satisfacción mientras masticaba; encima de la oreja se le movía un mechón de cabellos.

Entonces Olaf me preguntó: