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— ¿No fumas?

— Sí. Me traje doscientos cigarrillos negros. No sé qué pasará cuando se terminen. Pero de momento sigo fumando. ¿Quieres uno?

— Sí.

Fumamos.

— ¿Y qué más? ¿Ponemos las cartas sobre la mesa? — preguntó después de largo rato.

— Sí. Te lo contaré todo. ¿Tú también?

— Siempre. Sólo que, Hal, no sé si vale la pena.

— Dime sólo una cosa: ¿sabes lo que es peor?

— Las mujeres.

— Sí.

Callamos de nuevo.

— ¿Así que se trata de esto? — inquirió.

— Sí. Lo verás a la hora de comer. Abajo. Ellos han alquilado la mitad de la villa.

— ¿Ellos?

— Una pareja joven.

Bajo su piel pecosa volvieron a tensarse los músculos de las mandíbulas.

— Eso es peor.

— Sí. Estoy aquí desde anteayer. No sé cómo ha empezado, pero… ya lo sentía cuando hablamos por teléfono. Sin ningún motivo, sin nada…, nada. Absolutamente nada.

— Curioso — dijo.

— ¿Por qué?

— Porque a mí me ha pasado lo mismo.

— ¿Conque por eso has venido?

— Hal, has hecho una buena acción, ¿me comprendes?

— ¿Que te beneficia a ti?

— No. A otra persona. Porque no habría tenido buen fin.

— ¿Por qué?

— Si no lo sabes, no podrías comprenderlo.

— Lo sé, Olaf, pero ¿de qué se trata? ¿Somos verdaderamente salvajes?

— No tengo idea. Pasamos diez años sin mujeres. Es lo primero que has de tener en cuenta.

— Pero eso no lo explica todo. Hay en mí una desconsideración tal, que no respetaría nadie, ¿comprendes?

— Eso no es cierto del todo — replicó —. No, no es cierto.

— De acuerdo, pero sabes a qué me refiero, ¿verdad?

— Claro que sí.

Callamos de nuevo.

— ¿Quieres seguir disparatando o boxeamos…? — me preguntó.

Me eché a reír.

— ¿Cómo has conseguido los guantes?

— Nunca lo adivinarías, Hal.

— ¿Los has hecho hacer?

— ¡Qué va! Los robé.

— ¡No puede ser!

— Que el cielo me ayude, si es mentira. Estaban en un museo…. por eso tuve que volar hasta Estocolmo, ¿sabes?

— Muy bien, pues adelante.

Deshizo su modesto equipaje y se puso el bañador. Nos echamos los albornoces sobre los hombros y salimos. Todavía era temprano. Faltaba media hora para que sirvieran el desayuno.

— Será mejor que vayamos detrás de la casa — propuse —. Desde allí no puede vernos nadie.

Nos detuvimos en un claro entre los altos arbustos. Primero pisamos concienzudamente la hierba, hasta aplastarla.

— Será resbaladizo — observó Olaf, sin dejar de pisar el improvisado cuadrilátero.

— Mejor. Así la lucha será más difícil.

Nos pusimos los guantes. Fue algo complicado, pues no teníamos a nadie que nos los atara, y yo no quería llamar a un robot.

Olaf se situó frente a mí. Tenía el cuerpo completamente blanco.

— Aún no te has bronceado — comenté.

— Más tarde te contaré la razón. No me apetecía echarme en la playa. Gong.

— Gong.

Empezamos cautelosamente. Pases. Movimientos para esquivarle. Seguí esquivándole y empecé a ponerme en forma, buscando el contacto, sin pegarle.

A fin de cuentas, no quería darle con fuerza. Pesaba doce kilos más que él y sus brazos, un poco más largos, no podían detener mis golpes, sobre todo porque yo era mejor boxeador que él. Por eso le dejé acercarse un par de veces, aunque lo podía evitar. De repente dejó caer los guantes. Su rostro se puso en tensión, sus mandíbulas empezaron a moverse. Estaba furioso.

— Así no — dijo.





— ¿Qué pasa?

— No disimules, Hal. O se boxea de verdad o no se boxea.

— Está bien — dije, enseñando los dientes —. ¡Adelante!

Ahora me acerqué un poco más. Los guantes chocaron entre sí con fuerza. El sintió que yo iba en serio y se puso a la defensiva. El ritmo creció en intensidad. Repartí golpes a derecha e izquierda, en sucesión ininterrumpida, el último chocaba siempre contra su cuerpo; no podía seguirme. De pronto pasó al ataque y consiguió un buen derechazo que me hizo tambalear.

Pero en seguida me repuse. Bailamos unos segundos, me cubrí con el guante, retrocedí y coloqué desde media distancia un derechazo, empleando mucha fuerza en ello. Olaf se dobló, había descuidado su defensa unos instantes, pero no tardó en enderezarse, cubriéndose cuidadosamente. El minuto siguiente lo empleamos en ataques sucesivos. Los guantes golpeaban los brazos con breves ruidos sordos, sin causar ningún daño. Sólo una vez le esquivé con el tiempo demasiado justo; fue realmente un golpe contra la oreja que, de haberme dado de pleno, me habría derribado. De nuevo bailamos uno en torno al otro.

Recibió un fuerte golpe en el pecho, aún podía seguir pegándole, pero no me moví, estaba como paralizado: ella se había asomado a una ventana de la planta baja, con el rostro tan blanco como la prenda que le tapaba los hombros. Fue una fracción de segundo; inmediatamente después me alcanzó un enérgico puñetazo y caí de rodillas.

— ¡Perdona! — oí gritar a Olaf.

— No importa…, me convenía — murmuré, levantándome.

Ahora la ventana estaba cerrada. Seguimos luchando, tal vez medio minuto más, hasta que Olaf retrocedió de pronto.

— ¿Qué te pasa?

— Nada.

— Algo ha de ser.

— Sí, claro. Ya no tengo ganas. ¿Te importa?

— No, hombre. Tampoco tenía mucho sentido empezar tan pronto… Vamos.

Fuimos a la piscina. Olaf saltaba mejor que yo; hacía cosas magníficas. Intenté un salto de espaldas con tirabuzón, que él acababa de ejecutar, pero choqué fuertemente con los muslos contra el agua. Una vez sentado al borde de la piscina, me salpiqué la piel de agua, porque me quemaba como el fuego. Olaf se rió.

— Has perdido la práctica.

— No es eso. El tirabuzón no me ha salido nunca bien. En cambio, ¡ qué bien lo has hecho tú!

— Es algo que no se olvida nunca. Hoy ha sido el primer día que he vuelto a hacerlo.

— Vaya. En tal caso ha sido magnífico.

El sol ya estaba bastante alto. Nos echamos sobre la arena y cerramos los ojos.

— ¿Dónde están… ellos? — me preguntó tras un largo silencio.

— No tengo idea. Seguramente en la parte de la casa que les pertenece. Sus ventanas dan atrás. Yo no lo sabía.

Noté que se había movido. La arena estaba muy caliente.

— Sí, fue por eso — dije.

— ¿Nos han visto?

— Ella.

— Y se ha asustado — murmuró —, ¿verdad?

No contesté. Volvimos a guardar silencio.

— ¡Hal!

— ¿Qué?

— Ahora ya casi no se vuela, ¿lo sabías?

_sí — ¿Sabes también por qué?

— Opinan que carece de sentido…

Le resumí todo lo que había leído de Starck. El permaneció inmóvil, silencioso, pero yo sabía que me escuchaba con atención. Tampoco habló en seguida cuando yo paré de hablar.

— ¿Has leído a Shapley?

— No. ¿Quién es Shapley?

— ¿No? Pensaba que lo habías leído todo… Fue un astrónomo del siglo xx. Casualmente cayó en mis manos uno de sus trabajos, que trataba de este mismo tema. Muy parecido a lo que opina tu Starck.

— ¿Qué dices? Es imposible. El tal Shapley no podía saber… Será mejor que leas a Starck tú mismo.

— No hace falta. ¿Sabes lo que es? Una simple pantalla.

— ¿Qué quieres decir?

— Esto mismo. Creo que ya sé lo que pasó.

— ¿Qué?

— La betrización.

Me incorporé de un salto.

— ¿Tú crees?

Abrió los ojos.

— Está muy claro. Ya no vuelan — y jamás volverán a volar. Cada vez será peor. No pueden ver sangre. No pueden imaginarse qué ocurriría si…

— Espera — interrumpí —, esto es totalmente imposible. Hay médicos, tiene que haber cirujanos…

— ¿De modo que ignoras esto?

— ¿Qué?

— Los médicos planean las operaciones, pero los que las llevan a cabo son los robots.

— ¡ No es posible!

— Pues es cierto. Lo he visto yo mismo, en Estocolmo.

— ¿Y si un médico ha de practicar una operación de urgencia?

— Esto no lo sé con exactitud. Parece que existe un preparado que anula parcialmente las consecuencias de la betrización, por un tiempo muy breve; y no te figuras cómo lo vigilan. La persona que me lo dijo se negó a dar detalles concretos.