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Oí su risa breve, en realidad un suspiro; tan tenue fue.

— ¿Y por qué quieres que vaya?

De pronto se me ocurrió una idea brillante.

— Olaf, escucha. Esto es como un veraneo, ¿sabes? Una villa con jardín y piscina. Bueno, ya sabes cómo es todo ahora, ya sabes cómo viven, ¿verdad?

— Más o menos.

El tono con que dijo estas palabras era más elocuente que ellas.

— Pues eso. Así que atiende bien: vienes, pero antes procura conseguir guantes de boxeo.

Dos pares. Practicaremos un poco. ¡Verás qué estupendo será!

— ¡Muchacho! ¡Hal! ¿De dónde quieres que saque los guantes de boxeo? Hace años que no existen esas cosas.

— Entonces encarga que los hagan. No pretenderás convencerme de que no saben hacer cuatro malditos guantes. Nos construiremos un pequeño ring, y nos atizaremos de lo lindo.

Nosotros podemos hacerlo. ¡Olaf! Supongo que ya habrás oído algo sobre la betriación, ¿me equivoco?

— Claro que no. Podría decirte lo que pienso de esto, pero prefiero no hacerlo por teléfono.

Alguien podría molestarse.

— Escucha. Vendrás, ¿eh? ¿Lo harás?

Calló bastante rato.

— No sé si tiene sentido, Hal.

— Está bien. Entonces dime qué planes tienes. En caso de que tengas alguno, no se me ocurrirá imponerte mis caprichos, naturalmente.

— No tengo ninguno — contestó —. ¿Y tú?

— Vine aquí para recuperarme, por así decirlo, aprender un poco, leer, pero esto no son planes, es simplemente que no tengo nada más que hacer.

— ¿Olaf?

— Me parece que hemos empezado igual — rezongó —. Hal, es posible que esto no signifique nada. Puedo volver en cualquier momento, en caso de que se demuestre que…

— ¡Vamos, cállate! — exclamé con impaciencia —. ¿De qué estás hablando? Haz el equipaje y ven. ¿Cuándo puedes estar aquí?

— Por mí, mañana temprano. ¿De verdad quieres boxear?

— ¿Tú no?





Se echó a reír.

— ¡Claro, hombre! Y seguro que por la misma razón que tú.

— Así pues, de acuerdo — dije muy de prisa —. Te espero. Hasta pronto.

Subí al piso de arriba. Busqué una cuerda entre las cosas que guardaba en una maleta especial. Encontré un grueso ovillo de cuerda. Para el ring. Ahora sólo faltaban cuatro pequeñas estacas, goma elástica o muelles, y ya tenemos un cuadrilátero de boxeo. Sin arbitro; no nos hará ninguna falta.

Entonces me senté ante los libros. Tenía la cabeza como embotada. En estos casos debía abrirme paso a través de cada texto como una carcoma por un tronco de roble. Pero nunca me había resultado tan difícil. Durante dos horas escarbé en veinte libros, pero en ninguno pude mantener la atención más de cinco minutos. Deseché hasta los cuentos; sin embargo, me propuse continuar, y elegí precisamente lo que me parecía más difícil: una monografía del análisis de los metagenes. Me lancé sobre las primeras ecuaciones como quien se lanza contra la pared.

No obstante, las matemáticas poseían ciertas cualidades salvadoras, especialmente para mí. Al cabo de una hora, de repente, comprendí lo que leía y, con la boca abierta, sentí una gran admiración por el tal Ferret: ¿cómo pudo conseguirlo? Incluso ahora, que he recorrido el camino desbrozado por él, me pregunto muchas veces cómo debió de ocurrir; yendo paso a paso aún podía comprenderlo, pero él había tenido que abarcarlo todo de un solo salto.

Daría todas las estrellas por tener en mi propia cabeza algo que sólo se pareciera a lo que él tenía en la suya…

Cantó la señal de la cena, e inmediatamente sentí una punzada en el corazón al pensar que ya no estaba solo. Durante un segundo pensé en cenar arriba, pero me avergoncé en seguida de esta idea. Tiré bajo la cama la horrible chaqueta de punto, que me convertía en un mono hinchado, me puse mi vieja y querida chaqueta y bajé al comedor.

Los otros dos ya estaban a la mesa. Exceptuando algunas frases corteses, en el comedor reinó el silencio. Porque ellos tampoco se hablaban. No necesitaban palabras; se comprendían con la mirada. Ella le hablaba con un movimiento de cabeza, un parpadeo, una sonrisa fugaz.

Lentamente empezó a invadirme una pesadez fría. Sentí que las manos estaban ávidas, queriendo agarrar algo, apretarlo y aplastar, mía sov tan salvaje? — pensé. desesperado —.

¿Por qué en lugar de pensar en el libro de Ferret, en los problemas de Starck, tengo que contenerme para no mirar como un lobo a esta muchacha?» Pero esto aún no era nada. Tuve un auténtico susto cuando, una vez arriba, cerré tras de mí la puerta de mi cuarto. En el ADAPT me dijeron después de las investigaciones que yo era completamente normal. El doctor Juffon me dijo lo mismo. Pero ¿podía un hombre normal tener sentimientos como los míos en este momento? ¿A qué se debía? No era activo, solamente un testigo. Lo que ocurría era algo irrevocable, como el movimiento de un planeta; casi imperceptiblemente, algo todavía informe comenzaba a surgir. Fui a la ventana, miré hacia el jardín oscuro y comprendí que esto debía estar latente en mí desde la comida. Sólo necesitaba un cierto tiempo. Por esta causa había ido a la ciudad, por esta causa había olvidado las voces en la penumbra.

Era capaz de todo por aquella muchacha. No podía comprender por qué era así. No sabía si se trataba de amor o de locura. Me daba igual. No sabía nada, aparte de que todo lo demás ya no contaba para mí. Luché contra ello, inmóvil ante la ventana abierta, como jamás había luchado, apreté la frente contra el frío marco de la ventana y sentí un terrible miedo de mí mismo.

Mis labios formaron en silencio las palabras: «He de hacer algo, he de hacer algo.

Naturalmente ocurre porque hay algo que me falta. Pasará. Ella no puede interesarme. No la conozco, ni siquiera es muy bonita. ¡No lo haré, por todos los cielos que no lo haré!», me juré a mí mismo.

Encendí la luz. Olaf. «Olaf me salvará. Se lo contaré todo. Me llevará con él; nos iremos a alguna parte. Haré todo lo que él me diga, todo. Sólo él puede comprenderme. Y llega mañana. Qué bien.» Paseé por la habitación y sentí todos mis músculos, que eran como fieras: se tensaban y luchaban entre sí. De repente caí de rodillas ante la cama, mordí el cobertor y grité de una forma muy extraña; no se parecía a un sollozo, era algo seco, repugnante.

No quería hacer daño a nadie, pero sabía que no necesitaba engañarme a mí mismo y que ni Olaf ni nadie me ayudaría.

Me levanté. En el curso de diez años había aprendido a tomar decisiones por mí mismo.

Tenía que decidir sobre mi propia vida y la de otros y lo hacía siempre del mismo modo. En tales momentos estaba lleno de frialdad, mi cerebro se convertía en un mecanismo que sólo servía para sopesar el pro y el contra, juzgar y decidir irrevocablemente.

Incluso Gimma, que no sentía simpatía hacia mí, confesaba que yo era imparcial. Ahora, aun en el caso de que no quisiera, actuaría del mismo modo que actuaba entonces en los momentos críticos; porque también éste era un momento crítico.

Con la vista encontré el propio rostro en el espejo, las pupilas claras, casi blancas, el iris contraído; lo miré con odio, di media vuelta y comprendí que ni siquiera podía pensar en acostarme. Estaba frente a la ventana; subí al alféizar. Había cuatro metros hasta el suelo.

Salté y aterricé casi sin ruido. Cautelosamente corrí en dirección a la piscina. La pasé de largo y llegué al camino.

La carretera, un poco fosforescente, ascendía por las colinas y se curvaba como una pequeña serpiente luminosa, hasta que por fin desaparecía en la oscuridad como una raya blanca. Corría cada vez más de prisa para fatigar el corazón, que latía con fuerza y regularidad; corrí durante casi una hora, hasta que vi directamente delante de mí las luces de algunas casas. Entonces corrí en dirección contraria. Ya estaba agotado, pero mantenía el ritmo y me repetía a mí mismo sin palabras: «¡Te está bien empleado, bien empleado!» Seguí corriendo hasta que encontré una doble hilera de setos: volvía a estar ante el jardín de la villa.