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Al final, los dos Iceni retrocedieron para admirar su obra.

– ¿Qué tal me veo?

Boadicea soltó una carcajada.

– Personalmente creo que serías un celta muy convincente.

– Gracias. ¿Podemos irnos ya?

– Aún no. Quítate el taparrabos. -¿Qué? -Ya me has oído. Tienes que parecer un guerrero. Ponte mi capa abrochada encima del cuerpo. Nada más.

– No recuerdo haber visto a ningún Durotrige en cueros.

Supongo que no es algo habitual.

– No lo es. Pero ha empezado la primavera. Es la época del año que nosotros los celtas llamamos la Primera Floración. En la mayoría de las tribus los hombres andan desnudos durante diez días en honor a la diosa de la Primavera.

– Y por supuesto los Iceni son una excepción -Cato miró a Prasutago.

– Por supuesto.

– Es un poco mirona, esta diosa.

– Le gusta evaluar bien el talento de las personas -explicó Boadicea en tono desenfadado-. En algunas tribus cada año se escoge a un joven por su belleza, el cual se convierte en su desposado.

– ¿Y eso cómo lo hacen?

– Los Druidas le sacan el corazón y dejan que la sangre fertilice las plantas que rodean su altar. -Boadicea sonrió al ver la expresión horrorizada del optio-. Tranquilo, he dicho que ocurre en algunas tribus, algunas de las más salvajes. Tú procura no ser demasiado atractivo.

– ¿Es que hay tribus más salvajes que los Durotriges?

– Oh, sí. Esos tipos de la colina no son nada comparados con algunas de las tribus del noroeste. Creo que vosotros, Romanos, lo descubriréis a su debido tiempo. Y ahora, tu taparrabos, por favor.

Cato lo desató y lo dejó caer al tiempo que le lanzaba una mirada avergonzada a Boadicea. Ella no pudo evitar bajar la vista un segundo y sonrió. A su lado, Prasutago soltó una risita y le susurró algo al oído a Boadicea.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Cato, enojado.



– Se pregunta si las mujeres Romanas llegan a darse cuenta de que se las están tirando.

– ¡Vaya! ¡Mira tú por dónde!

– Vamos, chicos, ya basta. Tenéis trabajo que hacer. Toma mi capa, Cato.

Él la cogió y le tendió el taparrabos. -Guárdamelo. Se abrochó el cierre del hombro y Prasutago lo examinó por última vez.

Asintió con la cabeza y le propinó un puñetazo en el hombro al optio.

– ¡Venga! ¡Vamos!

CAPÍTULO XXXII

La luna creciente ya había aparecido en el cielo cuando Prasutago y Cato abandonaron el bosque y se encaminaron hacia la Gran Fortaleza. El viento fresco arrastraba por la oscuridad salpicada de estrellas unas hebras de nubes que la luna teñía de plata. Prasutago y Cato atravesaron a todo correr los prados que rodeaban los terraplenes, echándose al suelo y arrastrándose en cuanto las nubes volvían a dejar la luna al descubierto. La inminente llegada de los primeros efectivos de la segunda legión había llevado a que todos los rebaños de ovejas de los alrededores fueran conducidos al interior del poblado fortificado y Cato agradeció que aquellos nerviosos animales no estuvieran por ahí para delatarlos; la pálida luz de la luna ya era dificultad suficiente.

Al cabo de unas dos horas, según el cálculo más aproximado que pudo hacer Cato, llegaron al otro extremo de la Gran Fortaleza. Prasutago lo condujo directamente hacia la negra mole del primer terraplén. El débil sonido de cantos y vítores descendía desde la planicie que había en lo alto del fuerte. Por delante de Cato, Prasutago avanzaba con sigilo, mirando constantemente a derecha e izquierda mientras el terreno empezaba a empinarse hacia el primero de los terraplenes.

Se detuvo y acto seguido se echó al suelo, y Cato hizo lo mismo, con los ojos y oídos bien atentos. Entonces Cato los vio: dos hombres cuyas siluetas se recortaban contra el cielo estrellado patrullaban por la parte superior del primer terraplén. Su conversación se oía desde el pie de la cuesta y el tono desenfadado de la misma sugería que no estaban realizando su trabajo tan a conciencia como deberían. Estaba claro que allí no se aplicaba la severa disciplina del servicio de guardia en las legiones. Cuando la patrulla hubo pasado de largo, se levantaron del suelo y empezaron a trepar por la pendiente cubierta de hierba del terraplén. La rampa era pronunciada y Cato pronto empezó a jadear debido al esfuerzo del ascenso, y pensó en cuánto más duro sería llevando la armadura completa y todo el equipo en caso de que la segunda legión lanzara un ataque contra el poblado fortificado.

Llegaron a la cima del terraplén y volvieron a echarse al suelo. Ahora que verdaderamente se encontraba en las defensas, Cato se quedó aún más sobrecogido por su tamaño.

Un estrecho sendero recorría el primer terraplén y se extendía a ambos lados hasta allí donde le alcanzaba la vista bajo la luz de la luna. Al otro lado, el terreno caía abruptamente en declive para formar una profunda zanja antes de volver a elevarse hacia el segundo de los terraplenes. En el fondo de la zanja había unas extrañas líneas entrecruzadas que Cato no podía identificar del todo. Entonces se dio cuenta de lo que era. Una franja de afiladas estacas, clavadas en el suelo en ángulos diferentes, se hallaba a la espera de empalar a cualquier atacante que consiguiera llegar hasta allí. Sin duda el foso entre el segundo y tercer terraplén contenía más de aquellas siniestras puntas.

– ¡Vamos! -susurró Prasutago. Agachándose todo lo posible, cruzaron el camino de patrulla y bajaron por el terraplén, medio corriendo y medio deslizándose, con mucho cuidado de frenar su descenso cuando se aproximaron a las afiladas puntas que había en el fondo.

Las estacas estaban hábilmente colocadas, de modo que si uno conseguía sortear una de ellas se encontraría inmediatamente frente al extremo afilado de otra. Cualquier intento de cruzar en grupo a toda prisa acabaría en un baño de sangre, y Cato rezó para que Vespasiano tuviera la sensatez de no intentar un asalto directo. Si sobrevivía a aquella noche era vital que advirtiera al legado de los peligros a los que se iban a enfrentar sus legionarios.

Con el único impedimento de las capas que llevaban, Prasutago y Cato fueron avanzando con mucho cuidado entre las estacas y, sin hacer ruido, emprendieron el ascenso por el segundo terraplén. Era ligeramente más corto que el anterior y Cato llegó a la cima con las extremidades doloridas. Desde allí podían ver la empalizada en lo alto del tercer y último terraplén. Era difícil estar seguro en la oscuridad, pero Cato calculó que la pared de madera tenía como mínimo tres metros de altura; más que suficiente para frenar el avance de cualquier enemigo lo bastante insensato como para intentar un ataque directo. Una rápida mirada a ambos lados del camino no reveló la presencia de ningún enemigo, así que se deslizaron hacia el otro extremo y descendieron por el otro lado del terraplén, donde les esperaban más estacas al fondo. En cuanto las hubieron superado, Prasutago ya no inició el ascenso por la última pendiente, sino que fue avanzando a lo largo de su base durante un rato al tiempo que miraba continuamente hacia la empalizada.

Olieron el desagüe antes de verlo; un hediondo tufo a excrementos humanos y a residuos de comida en descomposición. Bajo sus pies, el suelo se volvió resbaladizo y se oía un ruido de succión a medida que seguían avanzando con sigilo. Alrededor de las estacas se habían formado unos negros charcos de inmundicia. Pronto los charcos dieron paso a una fétida ciénaga de desperdicios que inundaba la zanja y brillaba bajo la luz de la luna. Allí se alzaba un inmenso montón de basura y aguas residuales, como un enorme cono cuya base llenaba y desbordaba la zanja y cuyo vértice se fundía con un estrecho barranco que llegaba hasta la empalizada que se alzaba por encima de ellos.

Prasutago agarró al optio por el brazo y señaló el barranco. Cato asintió con un movimiento de la cabeza y ambos iniciaron el ascenso hacia la última línea de las defensas del poblado fortificado. Cuanto más alto trepaban, más intenso era el hedor. La atmósfera estaba tan cargada de él que Cato se atragantó al notar que la bilis le subía a la garganta. Trató desesperadamente de combatir sus ganas de vomitar, no fuera caso de que el ruido llamara la atención de alguien. Al final llegaron a la empalizada y descansaron junto al maloliente ribazo. Por encima del borde del barranco se había construido una pequeña estructura de madera que sobresalía a cierta distancia de la pared. En su base había una pequeña abertura cuadrada por la que se arrojaban las basuras y aguas residuales. No había señales de vida en lo alto de la empalizada, sólo se oía el distante barullo de los Durotriges que se estaban emborrachando. Prasutago volvió a bajar con cuidado al barranco, procurando afirmar los pies en el suelo resbaladizo. Se colocó justo debajo de la abertura, se agarró a la base de la empalizada que tenía frente a él y le hizo señas a Cato.