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A Cato se le imaginó que en aquel momento se le ocurriera a algún Durotrige arrojar la basura encima del orgulloso Iceni y no pudo reprimir un bufido de risa. Prasutago lo miró furioso y señaló la abertura con la mano.

– Perdona -susurró Cato al tiempo que se abría paso hacia él-. Son los nervios.

– Quita capa -le ordenó Prasutago. Cato desabrochó el cierre y dejó caer la capa de Boadicea. Completamente desnudo en medio del aire frío, empezó a tiritar violentamente.

– ¡Arriba! -dijo Prasutago entre dientes-. Encima de mí. Cato puso las manos en los hombros del guerrero y se levantó hasta apoyar las rodillas a ambos lados de la cabeza de Prasutago. Luego se agarró con una mano al borde de la abertura. Debajo de él, Prasutago resoplaba a causa del esfuerzo que debía hacer para mantenerse erguido y por un instante se balanceó de forma alarmante. Cato alzó los brazos y se asió al armazón de madera. Lentamente fue subiendo hasta que consiguió sacar un codo por encima del borde, luego levantó rápidamente un pie. El resto fue fácil y se quedó jadeando sobre las tablas de madera, mirando fijamente hacia el corazón de la fortaleza que se extendía ante sus ojos.

Allí cerca había una amplia extensión de rediles levantados a toda prisa, llenos de ovejas y cerdos que hozaban tranquilamente en torno a la bazofia que les habían dejado amontonada en el interior de cada uno de los corrales. Un puñado de campesinos estaba atareado con la horca y metían forraje de invierno en un recinto en el que había caballos. A lo lejos, a la derecha, se alzaba todo un surtido de casas redondas con techos de paja y juncos, agrupadas en torno a una choza enorme, que estaba iluminada de manera inquietante por una inmensa hoguera que ardía en el amplio espacio abierto de enfrente. Había una gran multitud sentada en diversos grupos cerca del fuego, bebiendo y animando a un par de guerreros gigantescos que luchaban frente a las llamas y que proyectaban unas sombras alargadas que bailaban en el suelo. Mientras Cato observaba, uno de ellos fue derribado y un rugido surgió de los espectadores.

A la izquierda había un recinto aparte. A lo largo de la planicie se extendía una empalizada interior que tenía una única puerta. A cada lado de la puerta había un brasero, y de ellos emanaban unos refulgentes focos de luz. Cuatro Druidas, armados con largas lanzas de guerra, se calentaban en los braseros. A diferencia de sus aliados Durotriges, no estaban bebiendo y parecían mantenerse alerta.

Cato volvió a meter la cabeza por la abertura. -Volveré pronto. ¡Espérame aquí!

– Adiós, Romano.

– Volveré -susurró Cato con enojo.

– Adiós, Romano. Cato se puso en pie con cautela y descendió por la corta rampa que bajaba de la empalizada a los rediles de los animales. Unas cuantas ovejas levantaron la vista cuando pasó y lo observaron con el habitual recelo de una especie cuya relación con el hombre era totalmente parcial desde el punto de vista comestible. Cato vio una horca en el suelo junto a uno de los rediles y se inclinó para cogerla. El corazón le latía con fuerza y todo su ser le decía que se diera la vuelta y echara a correr.



Le hizo falta toda su fuerza de voluntad para seguir adelante, abriéndose camino lentamente hacia el recinto vigilado por los Druidas al tiempo que se mantenía lo más alejado posible de los campesinos. Si alguien trataba de entablar conversación con él, estaba perdido. Cato se detuvo en cada uno de los corrales, como si comprobara el estado de las bestias, y de vez en cuando les echaba un poco de comida fresca. Si acaso los animales se desconcertaron momentáneamente por las raciones extra, pronto se recuperaron de la impresión y se pusieron a comer.

La puerta del recinto de los Druidas estaba abierta y a través de ella Cato pudo distinguir unas cuantas chozas más pequeñas y más Druidas agachados en torno a pequeñas fogatas, todos ellos envueltos en sus capas negras. Pero la entrada era pequeña y, por tanto, le limitaba la visión. Cato se fue acercando a la puerta todo lo que se atrevió, siguiendo la línea de corrales hasta que estuvo a unos cincuenta pasos del recinto. De vez en cuando se arriesgaba a echar un vistazo a la entrada, procurando que no se notara que miraba. Al principio los guardias hicieron caso omiso de él, pero luego uno de ellos debió de decidir que Cato se estaba entreteniendo demasiado. El guardia levantó la lanza y empezó a andar despacio hacia él.

Cato se volvió hacia el redil más próximo, como si no hubiera visto al hombre, y se apoyó en la horca. El corazón le latía desbocado y sintió un temblor en los brazos que nada tenía que ver con el frío. Tenía que escapar, pensó, y casi pudo notar como el helado venablo de acero del extremo de la lanza del druida hendía la noche para alcanzarlo en la espalda mientras huía. Aquella idea lo llenó de terror. Pero, ¿y si el hombre le hablaba? Seguramente el final sería el mismo.

Oía ya las pisadas del druida, luego el hombre le dijo algo en voz alta. Cato cerró los ojos, tragó saliva y se dio la vuelta con toda la tranquilidad de la que fue capaz. Sería una verdadera prueba del disfraz de Prasutago; nunca en su vida se había sentido Cato tan Romano como entonces.

A no más de diez pasos de distancia el druida le gritó algo y con la lanza señaló hacia las apartadas chozas de los Durotriges. Cato se quedó ahí parado, mirándolo fijamente con los ojos como platos y asiendo con fuerza la horca. El druida volvió a dar un grito y caminó hacia Cato con enojo. Cuando Cato se quedó clavado en el sitio, petrificado y temblando, el druida lo hizo virar en redondo bruscamente y le propinó una patada en el trasero cuya fuerza lo apartó del recinto y lo empujó hacia los campesinos que se estaban ocupando de los otros animales. Los demás guardias de la puerta estallaron en un coro de risotadas cuando Cato se alejó como pudo a cuatro patas. Al verle las nalgas, el druida arrojó la lanza contra el joven y sólo falló porque Cato logró ponerse en pie y salir corriendo. El druida gritó algo a sus espaldas que volvió a suscitar las carcajadas de sus compañeros y luego se dio la vuelta y regresó a su puesto.

Cato siguió corriendo a través de los rediles hasta que estuvo seguro de que los Druidas no lo veían. En cuclillas, trató de recuperar el aliento, aterrorizado, si bien lleno de júbilo por haber logrado escapar. Había encontrado el recinto de los Druidas sin demasiados problemas, pero ahora tenía que hallar la manera de entrar en él. Se puso en pie y miró detenidamente por encima de los corrales, a través del vaho que despedían los animales apiñados, hacia la pared del recinto. A menos que la vista le engañara, la pared estaba levemente combada hacia fuera y la puerta se hallaba ligeramente a un lado. Si lograba acercarse por el pie de la empalizada del fuerte hasta el otro lado del saliente, tal vez encontrara el modo de saltar por encima del muro sin que los Druidas de la puerta lo vieran.

Cato volvió a transitar por los corrales y se encaminó hacia el desagüe hasta situarse a una distancia de sesenta metros de los Druidas. Alrededor de los rediles el suelo carecía de hierba y formaba una extensión de barro revuelto. Cato se echó boca abajo y, apretado contra el suelo, empezó a avanzar lentamente alrededor de los corrales hacia el lugar donde la pared del recinto se apoyaba en la empalizada. Las estacas de madera se habían acortado de manera que sus extremos quedaran alineados con los de la empalizada. Si había algún sitio por el que pudiera entrar al recinto, era ése.

Cato se obligó a avanzar despacio, evitando cualquier movimiento brusco que pudiera llamar la atención de los guardias. Si lo volvían a pillar ya no habría más juegos. Tuvo la sensación de que tardaba horas, pero Cato al fin llegó más allá de la curva del recinto, fuera de la vista de los guardias, y podía arriesgarse a ir corriendo hasta el ángulo que formaban los muros. Con un último vistazo rápido hacia ellos, se puso en pie y corrió la distancia que le quedaba hasta el lugar donde la pared conectaba con la empalizada, agachado y pegado a la sombra que proyectaba su base. Luego volvió a echar otro vistazo alrededor. No había señales de que le hubieran visto. Subió por la rampa a la empalizada y miró por encima de la pared.