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– Continúa.

– Era un dedo, un dedo pequeñito. Había un mensaje de los Druidas de la Luna Oscura en la tira de tela que lo sujetaba a la flecha. Uno de los exploradores nativos de la legión lo tradujo. Decía que el dedo lo habían cortado de la mano del hijo del general como advertencia para que no intentaran ningún otro rescate.

A Cato le entraron náuseas.

– Entiendo -dijo entre dientes.

– No, no lo entiendes. Plautio le dejó órdenes a Vespasiano de que si su familia sufría algún daño, le cortaran la cabeza al druida de más rango de entre todos los que Vespasiano tiene a su cargo y se la mandaran a los Durotriges. A los otros tienen que matarlos a intervalos de dos días e ir enviando igualmente sus cabezas hasta que los miembros supervivientes de la familia del general sean liberados.

– Morirán tan pronto como llegue la primera cabeza, ¿no es cierto?

– Si tienen suerte.

– ¿Vespasiano ha cumplido la orden?

– Todavía no. Mandó de vuelta a la niña con requerimiento de que el mandato sea confirmado.

– Lo que Plautio hará en cuanto oiga la historia de su hija.

– Supongo que es así como reaccionará.

Cato realizó unos cálculos rápidos.

– Esto fue hace dos días. Pon dos días más de ida y vuelta para que el mensaje le llegue al general y se confirme la orden, luego otro día más para que se haga efectiva la entrega de la cabeza… Eso significa que disponemos de dos días, tres a lo sumo. No más.

– Eso creo yo también.

– ¡Vaya, estupendo! -Cato se quedó mirando sus manos entrelazadas y luego siguió hablando con aire pensativo-. A menos que Vespasiano se retrase en llevar a cabo la orden.

– Podría ser que lo hiciera -estuvo de acuerdo Boadicea-, pero creo que tiene otros planes. Tu segunda legión llegará a las puertas del fuerte dentro de dos días. Creo que tiene intención de tomar la fortaleza por asalto lo antes posible y rescatar él mismo a la familia del general.

Cato quedó horrorizado.

– Los Druidas no lo permitirán. Matarán a los rehenes en cuanto se abra una brecha en el muro. Lo único que encontraremos serán sus cadáveres.

Boadicea movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Pero, ¿qué otra alternativa tiene? Están muertos de todos modos.

– Miró a Cato-. A menos que alguien entre ahí y los saque antes de que aparezca la legión.

Cato le devolvió la mirada fijamente. Del mismo modo que Vespasiano no tenía elección sobre lo que debía hacer, él tampoco.

– Tenemos que intentarlo. Tiene que haber alguna forma de entrar ahí. Tal vez Prasutago lo sepa.

El guerrero Iceni levantó la cabeza al oír su nombre. No había podido seguir la discusión, y había permanecido con la vista clavada en las llamas, lanzándole alguna que otra mirada de satisfacción a Boadicea. Ella se volvió hacia él y le habló en su idioma.



Prasutago sacudió la cabeza enérgicamente.

– Na! No hay entrada. -¡Algo tiene que haber! -replicó Cato con desesperación-. Alguna pequeña abertura. Cualquier cosa. Un modo de entrar en la empalizada. Eso es todo lo que necesitamos.

Prasutago se quedó mirando al optio fijamente, desconcertado ante la expresión de profunda consternación de su rostro.

– Por favor, Prasutago. Di mi palabra. Si hay un modo de entrar ahí, lo único que tienes que hacer es decírmelo. Iré solo de ahora en adelante.

En cuanto Boadicea tradujo sus palabras, Prasutago lo pensó un momento, escupió al fuego y asintió moviendo lentamente la cabeza antes de responderle a su prima.

– Dice que podría haber una entrada. Un sumidero al otro lado del fuerte, en el extremo opuesto a la puerta principal. Tal vez sería posible meterse dentro y entrar por él. Te llevará hasta allí, mañana por la noche, pero eso es todo. A partir de ahí te quedarás solo. Él te esperará en el desagüe, pero en cuanto oiga cualquier alboroto se irá.

– Me parece bien -convino Cato-. Dile que se lo agradezco.

Prasutago se rió cuando Boadicea tradujo sus palabras.

– Dice que no quiere la gratitud de un hombre al que va a guiar hasta su muerte.

– Dale las gracias de todos modos.

Cato sabía que el riesgo de lo que planeaba hacer era extremo.

Podrían descubrirlos mientras trepaban por los terraplenes, ya que era probable que el desagüe estuviera vigilado, sobre todo tras el intento de rescate del carro. Y, una vez dentro, ¿qué? ¿Por dónde buscaría dentro de aquella enorme fortaleza abarrotada de miembros de las tribus Durotriges y Druidas de la Luna Oscura? Si lograba que no lo vieran y localizaba a la esposa y al hijo del general, ¿podría realmente liberarlos él solo y llevarlos a un lugar seguro sacándolos del corazón mismo de la mayor fortificación enemiga?

En un mundo más racional Cato hubiera rechazado la idea de plano. Pero le había dado su palabra a Pomponia. Había visto el terror en los ojos del niño. Había sido testigo de las terribles atrocidades que los Druidas de la Luna Oscura le habían infligido a Diomedes y a la pacífica aldea de Noviomago. El rostro del niño rubio, que había permanecido sumergido en sus recuerdos durante los últimos tres días, volvió a irrumpir en su pensamiento, frío y suplicante. Y luego estaba Macro. El centurión estaba prácticamente muerto y él había estado dispuesto a dar la vida por rescatar a la familia del general.

La carga moral de todo lo que había visto y experimentado era abrumadora. La razón no tenía nada que ver en todo aquello. Lo dominaba una compulsión mucho más fuerte. En el mundo no existía la razón, meditó con gravedad, únicamente había un infinito mar de compulsiones irracionales que cambiaba con las mareas y llevaba sus pecios humanos allí donde quería. Del mismo modo que no podía alargar la mano y pegarle a la luna en la cara, tampoco podía dar la espalda a un último intento de rescatar a la esposa y al hijo del general.

Al levantarse por la mañana, Cato se preparó para enfrentarse a su destino. Medio adormilado, masticó lo que quedaba del cerdo frío y luego trepó a la cima de la colina. Más guerreros Durotriges se dirigían en tropel hacia el poblado fortificado y él los anotó en la tablilla encerada que llevaba en el macuto. Al menos la información podría serle útil a Vespasiano si no regresaba. Boadicea se la haría llegar al legado.

Mientras Boadicea se disponía a hacer su turno de vigilancia en el árbol, Prasutago desapareció misteriosamente y durante un rato Cato se preguntó si acaso el guerrero Iceni no podía enfrentarse a la imposible tarea de aquella noche. Pero también supo al mismo tiempo que no era ése el caso. Prasutago había demostrado ser un hombre de palabra. Si le había prometido guiarlo hasta el canal de desagüe del fuerte, cumpliría su promesa.

Poco antes de que el sol se escondiera tras los árboles y sumiera al bosque en la penumbra, Prasutago regresó finalmente, llevando a cuestas una bolsa llena de raíces y hojas. Encendió un pequeño fuego y empezó a hervir las plantas en su cazo, del que emanó un intenso aroma que a Cato le irritó las fosas nasales. Llegó Boadicea y se unió a ellos.

– ¿Qué hace? -Cato señaló el borbolleante brebaje con un gesto de la cabeza.

Ella habló con Prasutago un momento y luego respondió: -Está haciendo unos tintes. Si entras en la fortaleza tendrás que parecerte todo lo posible a los miembros de la tribu. Prasutago te va a pintar y a encalar el pelo.

– Qué?

– Se trata de eso o de que te maten en cuanto te vean.

– Está bien, de acuerdo -cedió Cato. Bajo la luz y el calor del fuego se despojó de su túnica y se quedó únicamente con el taparrabos, mientras Prasutago se arrodillaba delante de él y trazaba una serie de arremolinados dibujos de color azul en su torso y brazos. Completó el trabajo con unos diseños más pequeños e intrincados en el rostro de Cato, que pintó con una intensidad de concentración que Cato nunca había visto en él. Mientras trabajaba, Boadicea preparó la cal y le embadurnó el pelo con ella. Cato se estremeció a causa del cosquilleo que sentía en el cuero cabelludo, pero se obligó a quedarse quieto cuando Boadicea chasqueó la lengua con reprobación.