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El cuarto de estar se abría hacia un solario acristalado. Allí las ventanas se extendían desde el techo casi hasta el suelo y, aunque eran también angostas, formaban tres de las cuatro paredes de la estancia. El solario se adentraba y miraba hacia el frondoso jardín trasero: un país de hadas, boscoso y colorido, con cerezos y manzanos en flor, recios cornejos y un manto de tulipanes, narcisos y azafrán. Maggie soñaba con un jardín como aquél desde que tenía doce años.

En aquel tiempo, cuando su madre y ella se mudaron a Richmond, sólo podían permitirse un apartamento en un tercer piso, diminuto y sofocante, en el que apestaba a aire rancio, a humo de tabaco y al sudor de los desconocidos a los que su madre invitaba a pasar la noche. Aquella casa se parecía más a la que Maggie recordaba de su verdadera infancia, su casa de Wisconsin, en la que habían vivido hasta la muerte de su padre, antes de que Maggie se viera obligada a madurar a marchas forzadas y se convirtiera en la guardiana de su madre. Durante años, había anhelado un lugar como aquél, donde abundaran el aire fresco y los espacios abiertos, pero, ante todo, la soledad.

El jardín posterior bajaba en suave pendiente hasta una densa arboleda que bordeaba un empinado risco. A sus pies corría sobre las rocas un riachuelo de escasa profundidad. Desde la casa, el riachuelo era invisible, pero Maggie lo había recorrido palmo a palmo. Aquel pequeño cauce de agua hacía que se sintiera segura, como si fuera el foso de su castillo. Ofrecía a la casa un límite natural, una barrera perfecta reforzada por una hilera de inmensos pinos tiesos como centinelas hombro con hombro.

Aquel mismo riachuelo había sido una pesadilla para los anteriores propietarios de la casa, que tenían dos niños pequeños, pues estaba terminantemente prohibido instalar vallados en aquel paraje. Tess McGowan le había dicho a Maggie que los dueños habían llegado a la conclusión de que no podían impedir que semejante aventura, tan llena de peligros, sedujera a dos niños curiosos. Su problema se convirtió en la salvaguarda de Maggie, en una posible vía de escape. Y la precipitada venta de aquéllos, en una ganga para ella. De otro modo, no habría podido permitirse un barrio tan caro, en el que su pequeño Toyota Corolla rojo parecía fuera de lugar junto a los BMWs y los Mercedes.

Naturalmente, tampoco habría podido permitirse la casa si no hubiera usado el dinero del fondo de su padre. De pequeña había recibido numerosas becas y luego había trabajado para pagarse la universidad y la academia, de modo que había logrado dejar casi intacto el dinero de su padre. Al casarse, Greg insistió en no tocarlo. Al principio, ella quiso usarlo para comprarse una casa modesta. Pero Greg insistía en que nunca tocaría lo que llamaba «el dinero ensangrentado» de su padre.

Aquel dinero procedía de los donativos que los bomberos y los vecinos de Green Bay habían hecho para mostrar su admiración por el heroísmo de su padre, y seguramente también para descargar sus conciencias. Tal vez en parte fuera por eso por lo que Maggie nunca se había decidido a usarlo. En realidad, casi se había olvidado de él hasta que comenzaron los trámites del divorcio y su abogada le recomendó encarecidamente que lo invirtiera en algo que no pudiera dividirse con tanta facilidad.

Maggie recordaba haberse reído de la sugerencia de Teresa Ramairez. Era ridículo, a fin de cuentas, sabiendo lo que pensaba Greg de aquel dinero. Sin embargo, no le pareció tan ridículo cuando el dinero apareció en un listado de bienes que Greg le había mandado hacía un par de semanas. Lo que durante años había llamado «el dinero ensangrentado» de su padre, se había convertido de pronto en un bien divisible. Al día siguiente, Maggie le pidió a Teresa Ramairez que le recomendara un agente inmobiliario.

Maggie colocó las cajas junto a las otras y las apiló en un rincón. Comprobó de nuevo las etiquetas, confiando en que apareciera milagrosamente la que faltaba. Luego, poniendo los brazos en jarras, se giró lentamente y admiró las espaciosas habitaciones pintadas en color marrón haciendo aguas, al primitivo estilo americano. Había llevado muy pocos muebles con ella, pero más de los que esperaba arrancar de las garras de leguleyo de Greg. Se preguntaba si no sería un suicidio financiero pedirle el divorcio a un abogado. Greg había manejado todos sus asuntos legales y económicos durante casi diez años. Cuando Teresa Ramairez empezó a enseñarle a Maggie documentos y hojas de cálculo, Maggie ni siquiera reconoció algunas de las cuentas bancarias.

Greg y ella se habían casado durante su último año en la universidad. Cada electrodoméstico, cada pieza de ropa de casa, todo lo que poseían había sido una adquisición común. Cuando se mudaron de su pequeño apartamento de Richmond al costoso piso en la zona de Crest Ridge, compraron muebles nuevos, siempre juntos. Les parecía extraño dividir sus bienes. Maggie sonrió al pensarlo y se preguntó por qué le costaba dividir los muebles y, sin embargo, era capaz de poner fin con tanta facilidad a diez años de matrimonio.



Había logrado llevarse sus muebles preferidos. El antiguo escritorio de tapa plegable de su padre había hecho el viaje sin un solo arañazo. Acarició el respaldo de su cómoda tumbona La-Z-Boy. La tumbona y la lámpara de lectura de latón habían sido relegadas tiempo atrás al despacho del piso, pues Greg decía que no iban con el sofá y los sillones de cuero del cuarto de estar. Aunque en realidad Maggie no recordaba que hubieran estado mucho en aquel cuarto.

Se acordaba de cuando compraron el juego de sillones. En aquel entonces intentó cubrirlos de recuerdos apasionados, pero en vez de permitir que su cuerpo respondiera a las seductoras sugerencias de Maggie, Greg se mostró horrorizado ante la idea.

– ¿Sabes lo fácilmente que se mancha el cuero? -le dijo, mirándola con el ceño arrugado como si fuera una niña que acabara de derramar su refresco, en vez de una mujer adulta proponiéndole hacer el amor a su marido.

Sí, era fácil dejar atrás aquellos sillones, siempre y cuando el recuerdo de su malogrado matrimonio se quedara con ellos. Sacó una pequeña bolsa de tela de la pila del rincón y la colocó junto al escritorio, al lado del ordenador portátil. Ya antes había abierto todas las ventanas para desalojar el aire enrarecido y caliente. Mientras el sol se ponía tras la hilera de árboles, una brisa húmeda y fresca entraba en la habitación.

Abrió la cremallera de la bolsa y sacó cuidadosamente el revólver Smith amp; Wesson calibre 38, todavía enfundado. Le gustaba cómo se adaptaba la pistola a sus manos: con naturalidad y sencillez, como la caricia de un viejo amigo. Otros agentes preferían las armas automáticas, más potentes y sofisticadas, pero Maggie se sentía a gusto con aquella pistola que tan bien conocía. La misma pistola con la que había aprendido a disparar.

Aquella arma la había salvado muchas veces, y aunque sólo tenía seis balas (a diferencia de las automáticas, que tenían dieciséis), Maggie sabía que podía contar con otros tantos disparos sin que ninguno se encasquillara. Siendo todavía una novata en el FBI, había visto caer a un agente a pesar de ir armado con una Sig-Sauer de nueve milímetros con el cargador medio lleno, pero encasquillado e inútil.

Sacó de la bolsa su placa del FBI, envuelta en una funda de cuero. Dejó la placa y la Smith amp; Wesson sobre el escritorio con cuidado casi reverencial y colocó a su lado la Glock calibre 40 que había encontrado poco antes en el cajón. En la bolsa guardaba asimismo su equipo forense, un pequeño maletín negro que contenía un extraño surtido de cosas de las que, con los años, había aprendido a no separarse nunca.

Dejó el maletín a buen recaudo dentro de la bolsa, cerró la cremallera y la guardó bajo el escritorio. Por alguna razón, tener a mano la placa y las armas hacía que se sintiera segura y completa. Aquellas cosas se habían convertido en símbolos de su vida. La hacían sentirse en casa más que cualquiera de las posesiones que Greg y ella habían acumulado a lo largo de su vida en común. Irónicamente, aquellas cosas que significaban tanto para ella eran también las que impedían que siguiera casada con su marido. Greg le había dejado claro que debía elegir entre el FBI y él. ¿Acaso no comprendía que lo que le estaba pidiendo era como exigirle que se cortara el brazo derecho?