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– ¿Así está bien?

– Perfecto.

Los dos hombres parecieron complacidos. El más mayor sonrió. El más alto y delgado evitó mirar a las mujeres y se encorvó, no por cansancio, sino como si se avergonzara de ser tan alto. Quitaron la cinta de embalar y retiraron los protectores de plástico de los muchos picos del mueble. El alto probó los cajones y se detuvo de repente, apartando la mano como si se hubiera quemado.

– Eh… señora, ¿sabe usted que tiene esto aquí?

Maggie cruzó la habitación y miró dentro del cajón. Extendió la mano y sacó una pistola negra guardada en una especie de funda.

– Lo siento. No me acordaba de ésta.

¿De ésta? Tess se preguntó cuántas armas tenía guardadas la agente O'Dell. Tal vez su obsesión por la seguridad fuera un tanto excesiva, incluso para un miembro del FBI.

– Acabaremos enseguida -le dijo el hombre mayor, y salió tras su compañero como si no hubiera nada anormal en almacenar pistolas cargadas en una casa.

– ¿Va a venir alguien a ayudarla a desembalar? -preguntó Tess para disimular el desagrado, la desconfianza que le producían las armas. No, ¿por qué engañarse? Era algo más que simple desagrado: era auténtico miedo.

– No hace falta. No tengo casi nada.

Tess miró a su alrededor y, cuando volvió a fijar sus ojos en ella, vio que Maggie la estaba observando. Notó que le ardían las mejillas. Se sentía como si la hubiera pillado en falta, pues eso era precisamente lo que estaba pensando: que Maggie O'Dell no tenía casi nada. ¿Cómo iba a llenar las inmensas habitaciones de aquella mansión Tudor de dos plantas?

– Sólo estaba… Bueno, recuerdo que mencionó que su madre vive en Richmond -intentó explicarle Tess.

– Sí, así es -dijo Maggie de un modo que convenció a Tess de que no seguirían hablando de aquel tema.

– En fin, le dejo que siga con su trabajo -de pronto, Tess se sintió azorada y deseó escapar de allí-. Yo tengo que acabar con el papeleo.

Le tendió la mano y Maggie se la estrechó educadamente, con una firmeza que de nuevo sorprendió a Tess. Aquella mujer rezumaba fortaleza y confianza en sí misma, pero, a menos que todo fueran imaginaciones de Tess, su obsesión por la seguridad procedía de una cierta fragilidad, de un miedo profundamente arraigado. Después de tantos años enfrentándose a sus propias debilidades y miedos, Tess era capaz de percibirlos en los demás.

– Si necesita algo, cualquier cosa, por favor, no dude en llamarme, ¿de acuerdo?



– Gracias, Tess. Lo haré.

Pero Tess sabía que no lo haría.

Mientras sacaba el coche marcha atrás, se preguntó si la agente especial Maggie O'Dell era simplemente una mujer cautelosa o una paranoica, una persona sensata u obsesiva. Al llegar a la esquina del cruce, reparó en una furgoneta aparcada junto a la acera, algo extraño en aquel vecindario en el que las casas, apartadas de la calle, tenían largos caminos de entrada en los que podían aparcarse varios coches.

El hombre de gafas oscuras y uniforme sentado tras el volante parecía absorto en el periódico. Tess pensó de inmediato que era extraño leer el periódico con las gafas de sol puestas, sobre todo teniendo el sol de espaldas. Al pasar a su lado, reconoció el logotipo pintado en un lateral de la furgoneta: Compañía Telefónica de Bell Nororiental. Aquello le pareció extraño. ¿Qué hacía aquel tipo tan lejos de su demarcación? Luego, de pronto se encogió de hombros y se echó a reír. Tal vez la paranoia de su clienta fuera contagiosa.

Sacudió la cabeza, salió a la carretera y abandonó aquel recóndito barrio para regresar a su oficina. Al mirar hacia atrás, hacia las majestuosas casas resguardadas entre inmensos robles, cornejos y ejércitos de pinos, Tess confió en que Maggie O'Dell pudiera al fin sentirse segura.

Capítulo 3

Maggie sostenía en equilibrio las cajas que llenaban sus brazos. Como de costumbre, llevaba más de las que le permitían sus fuerzas. Buscó a tientas el picaporte que no veía, pero renunció a dejar las cajas en el suelo. ¿Por qué demonios tenía tantos discos y libros si no disponía de tiempo para escuchar música, ni para leer?

Los empleados de la mudanza se habían ido al fin tras la intensa búsqueda de una caja perdida o, como decían ellos, extraviada. Maggie odiaba pensar que se la hubieran dejado en el piso, pero menos aún le gustaba la idea de pedirle a Greg que la buscara. Su marido le recordaría que debería haberle hecho caso y haber contratado a la empresa de mudanzas United. Y, conociendo a Greg, si la caja seguía en el piso, no estaría a salvo de su curiosidad y de su rabia. Maggie se lo imaginaba arrancando la cinta de embalar como si hubiera descubierto un tesoro escondido, y tal vez para él lo fuera. Porque, naturalmente, era la caja en la que había guardado las cosas que no permitía que nadie viera, cosas como su diario, su agenda de servicio y sus recuerdos de la infancia.

Había registrado el maletero de su coche, rebuscando entre las pocas cajas que había llevado ella misma. Pero aquellas eran las últimas. Quizá fuera cierto que los operarios habían extraviado la caja. Esperaba que así fuera. Intentó no preocuparse, no pensar en lo agotador que era estar alerta las veinticuatro horas del día, mirando constantemente a su espalda.

Apoyó las cajas en el pasamanos, sosteniéndolas en equilibro contra la cadera, y se tocó los músculos agarrotados de la nuca. Al mismo tiempo, sus ojos escudriñaban a su alrededor. Cielos, ¿por qué no podía relajarse y disfrutar de la primera noche en su nueva casa? ¿Por qué no fijaba su atención en cosas sencillas, en cosas insignificantes y cotidianas, como el repentino apetito que tenía, tan raro en ella?

De pronto la boca se le hizo agua al pensar en una pizza, y al instante se prometió darse el lujo de pedir una. Hacía tiempo que había perdido el apetito, y aquel súbito antojo era una novedad de la que debía alegrarse. Sí, se atiborraría de pizza con una fuerte y especiada salsa de tomate, pimientos verdes y extra de queso. No sin antes beber varios litros de agua.

La camiseta se le adhería a la piel. Antes de pedir la pizza, se daría una rápida ducha de agua fría. La señorita McGowan, Tess, había prometido llamar a las compañías de suministros. Ahora Maggie lamentaba no haberse cerciorado de que, en efecto, lo había hecho. Detestaba depender de los demás, y últimamente parecía necesitar a mucha gente, desde operarios de mudanzas a agentes inmobiliarios, pasando por abogados y banqueros. Con un poco de suerte, habría agua. Hasta el momento, Tess había cumplido siempre su palabra. A decir verdad, no había razón para empezar a dudar de ella. Aquella mujer se había desvivido porque la venta, un tanto precipitada, transcurriera sin contratiempos.

Maggie apoyó las cajas sobre el otro lado de la cadera. Encontró a tientas el picaporte. Empujó la puerta y entró maniobrando cuidadosamente, pero aun así varios compactos y algunos libros cayeron en el umbral. Se inclinó un poco para mirar hacia abajo y vio a Frank Sinatra sonriéndole a través de su agrietada ventana de plástico. Aquel disco se lo había regalado Greg por su cumpleaños varios años antes, a pesar de que sabía que ella odiaba a Sinatra. ¿Por qué aquel regalo le parecía de pronto una especie de profético microcosmos de todo su matrimonio?

Sacudió la cabeza, ahuyentando aquella idea. El recuerdo de su breve conversación de esa mañana seguía fresco e insidioso en su memoria. Afortunadamente, él se había ido a trabajar temprano, rezongando sobre las obras de la autopista interestatal. Pero esa noche se tomaría una pequeña revancha fisgando en las pertenencias íntimas de Maggie. Pensaría que estaba en su derecho. Legalmente, Maggie era todavía su mujer, y ella había renunciado hacía tiempo a discutir con él cuando se comportaba como un picapleitos.

En el interior de su nueva casa, los suelos de madera recién barnizados relucían al sol del atardecer. Maggie se había asegurado de que no hubiera ni una sola alfombra en toda la casa. Los revestimientos de los suelos amortiguaban fácilmente las pisadas. La pared de ventanales, en cambio, la había seducido pese a ser una pesadilla para su seguridad. Sí, ni siquiera los agentes del FBI eran siempre pragmáticos. No obstante, cada hoja de ventana estaba montada sobre un marco tan estrecho que por él no habría podido pasar ni el mismísimo Houdini. Las ventanas del dormitorio eran otro cantar, pero alcanzar el segundo piso desde el exterior requeriría una larga escalera. Además, Maggie se había asegurado de que los sistemas de alarma, tanto interior como exterior, rivalizaran con los de Fort Knox.