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No era por culpa de los hombres. Ni siquiera eran sus miradas instintivas lo que la turbaba, sino su propio reflejo involuntario de exhibirse ante ellos. Al igual que el olor de los cigarrillos y el whisky, aquella insidiosa costumbre le recordaba su pasado, y, en cuanto se descuidaba, se sorprendía pensando en las canciones de Elvis en una máquina de discos, seguidas casi siempre de una habitación en un hotel barato.
Pero de eso hacía una eternidad; ciertamente, demasiados años como para hacerla tropezar ahora. A fin de cuentas, iba camino de convertirse en una próspera mujer de negocios. Así pues, ¿por qué demonios la atenazaba el pasado de aquel modo? ¿Y cómo era posible que algo tan inofensivo como unas cuantas miradas indiscretas de hombres a los que no conocía pudiera desbaratar su aplomo y hacer que se cuestionara la respetabilidad que tanto le había costado ganar? Aquellas miradas la hacían sentirse como una impostora. Como si, de nuevo, pretendiera ser lo que no era. Cuando al fin llegó ante la entrada principal, tenía ganas de darse la vuelta y huir. Pero respiró hondo y llamó a la pesada puerta de roble, que alguien se había dejado entreabierta.
– Adelante -dijo enérgicamente una voz de mujer tras la puerta.
Tess encontró a Maggie O'Dell delante del panel de botones y luces parpadeantes del sistema de seguridad recién instalado en la casa.
– Ah, hola, señorita McGowan. ¿Se nos olvidó firmar algún papel? -Maggie se limitó a mirar a Tess mientras pulsaba los botones del pequeño tablero y continuaba programando la alarma.
– Por favor, llámeme Tess -vaciló un momento, por si acaso Maggie quería hacerle el mismo ofrecimiento, pero no la sorprendió su silencio. Sabía que Maggie no era antipática; simplemente, prefería mantener las distancias. Tess podía ponerse en su lugar; entendía su actitud, y la respetaba-. No, no hay más papeles. Se lo prometo. Sabía que hoy era la gran mudanza. Sólo quería ver cómo iba todo.
– Eche un vistazo por ahí. Yo casi he acabado con esto.
Tess cruzó el vestíbulo y entró en el cuarto de estar. El sol de la tarde llenaba la habitación, pero por suerte las ventanas estaban abiertas y una brisa fresca del sur desalojaba el aire caliente y enrarecido. Tess se secó la frente, molesta al encontrarla húmeda, y observó a su clienta por el rabillo del ojo.
Sí, aquella mujer sí que merecía que los hombres se la comieran con los ojos. Tess sabía que debía de tener más o menos su misma edad: poco más de treinta años. Pero, desprovista de los severos trajes que solía llevar, Maggie podía pasar fácilmente por una estudiante universitaria. Vestida con una vieja camiseta de la Universidad de Virginia y unos vaqueros gastados, lograba ocultar su atlética figura. Poseía una belleza natural imposible de fabricar con artificios. Su tez era lisa y blanca. Su pelo negro y corto brillaba pese a estar revuelto y enredado. Tenía los ojos de un hermoso color marrón y altos pómulos por los que Tess habría matado. Sin embargo, Tess sabía que los hombres que momentos antes se había detenido en sus pasos para mirarla, no osarían hacer lo mismo con Maggie O'Dell aunque quisieran y, sin duda, les costara un gran esfuerzo.
Sí, aquella mujer tenía algo. Algo que Tess ya había notado el día que se conocieron. No podía describirlo con precisión. Era su porte, ese modo de parecer a veces completamente ajena al mundo que la rodeaba. El modo en que parecía ignorar por entero el efecto que causaba sobre los otros. Era algo que invocaba (no, que exigía) respeto. A pesar de sus trajes de diseño y de su lujoso coche, Tess nunca podría incorporar esa habilidad, ese talento suyo. Y, sin embargo, pese a todas sus diferencias, Tess había sentido una inmediata afinidad respecto a Maggie O'Dell. Las dos parecían muy solas.
– Perdone -dijo Maggie finalmente acercándose a ella. Tess se había aproximado a las ventanas que daban al jardín trasero-. Voy a quedarme aquí esta noche -explicó-, y quiero asegurarme de que la alarma esté a punto.
– Por supuesto -Tess asintió y sonrió.
Maggie se había mostrado más preocupada por el sistema de seguridad que por los metros cuadrados o el precio de las casas que Tess le había enseñado. Al principio, ésta lo atribuyó a la naturaleza de su profesión. Los agentes del FBI eran sin duda más sensibles a los asuntos de seguridad que el comprador medio. Pero Tess había visto en los ojos de Maggie una mirada, un atisbo de algo que parecía fragilidad. No podía evitar preguntarse de qué quería guardarse aquella mujer segura de sí misma e independiente. A pesar de que permanecían la una junto a la otra, Maggie parecía hallarse muy lejos; observaba el jardín trasero como una mujer que buscara y esperara a un intruso, y no como la nueva propietaria de una casa que admirara la vegetación.
Tess recorrió la habitación con la mirada. Había numerosas cajas apiladas, pero muy pocos muebles. Tal vez los operarios acabaran de empezar a meter las cosas más pesadas. Se preguntó qué habría podido sacar Maggie del piso que compartía con su marido. Sabía que los trámites del divorcio se estaban complicando. Aunque, por supuesto, su clienta no se lo había contado.
Todo cuanto Tess sabía de Maggie O'Dell procedía de una amiga común, la abogada de Maggie, quien le había recomendado a ésta los servicios de Tess. Era aquella amiga común, Teresa Ramairez, quien le había hablado a Tess del marido de Maggie O'Dell, un abogado amargado, y le había contado que Maggie necesitaba invertir en una buena propiedad inmobiliaria, o se arriesgaba a compartir (o quizá incluso a perder) una sustanciosa cantidad de dinero que figuraba a su nombre. En realidad, Maggie O'Dell no le había confiado nada a Tess, más allá de las formalidades necesarias para cumplimentar la transacción. Tess se preguntaba si el mutismo y la reserva de Maggie eran un imperativo de su profesión que había transferido asimismo a su vida privada.
En cualquier caso, no la molestaba. Tess estaba acostumbrada a lo contrario. Normalmente, sus clientes le contaban sus vidas con pelos y señales. Ser agente inmobiliario era en cierto modo como ser barman. Tal vez su agitado pasado fuera un buen bagaje, después de todo. Ella, desde luego, no se lo tomaba como algo personal. Por el contrario, comprendía la actitud de Maggie. Era así justamente como ella manejaba su propia vida, sus propios secretos. Sí, cuanta menos gente supiera de su vida, tanto mejor.
– ¿Conoce ya a sus nuevos vecinos?
– Aún no -respondió Maggie mientras miraba los enormes pinos que bordeaban su propiedad como una fortaleza-. Sólo a esa mujer a la que vimos la semana pasada.
– Ah, sí, Rachel… eh… No me acuerdo de su apellido. Normalmente soy muy buena con los nombres.
– Endicott -dijo Maggie sin esfuerzo.
– Parecía muy simpática -añadió Tess, aunque, por lo que había vislumbrado durante aquella breve presentación, se preguntaba cómo encajaría la agente especial O'Dell en aquel vecindario de médicos, congresistas, profesores universitarios y sus respectivas esposas, amas de casa llenas de prejuicios sociales. Recordaba haber visto a Rachel Endicott salir a correr con su blanquísimo labrador, ataviada con un chándal de diseño, unas costosas zapatillas y ni uno solo de sus rubios cabellos fuera de su sitio, ni una gota de sudor en la frente. Y, en cambio, allí estaba la agente O'Dell, con una camiseta dada de sí, unos vaqueros gastados y un par de Nikes grises que debería haber tirado hacía años.
Dos hombres se abrieron paso rezongando por la entrada principal con un enorme escritorio de cierre abatible. Maggie fijó de inmediato su atención en el escritorio, que parecía increíblemente pesado y quizá también muy antiguo.
– ¿Dónde ponemos esto, señora?
– Allí, junto a la pared.
– ¿Lo quiere centrado?
– Sí, por favor.
Maggie O'Dell no apartó los ojos de los dos hombres hasta que el mueble fue cuidadosamente depositado en el suelo.