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Pasó un dedo por la funda de cuero de su placa, aguardando algún signo de arrepentimiento. Pero no percibió ninguno, lo cual no hizo que se sintiera mejor. Su inminente divorcio le producía tristeza, pero no remordimientos. Greg y ella se habían convertido en extraños. ¿Por qué no se había dado cuenta un año antes, cuando perdió su anillo de casada y no se molestó en reemplazarlo?

Maggie se pasó la mano por los mechones de pelo que se le pegaban a la frente y a la nuca. Su humedad le recordó que necesitaba una ducha. Tenía la camiseta sucia. Sus brazos estaban cubiertos de tiznajos morados y negros. Frotó uno y descubrió que no era suciedad, sino un golpe. Justo cuando empezaba a buscar el teléfono recién instalado, notó que una patrulla policial pasaba ante su casa a toda velocidad.

Encontró el teléfono bajo un montón de papeles. Marcó de memoria y aguardó pacientemente, sabiendo que tardarían en responder.

– Doctora Patterson.

– Gwen, soy Maggie.

– Eh, ¿dónde demonios te has metido? ¿Ya te has instalado?

– Bueno, digamos que me han traído mis cosas -vio pasar la furgoneta del forense del condado de Stafford. Se acercó a la ventana y observó que doblaba a la izquierda y se perdía de vista. Esa calle no tenía salida-. Sé que estás muy liada, Gwen, pero me preguntaba si habías tenido ocasión de comprobar lo que hablamos el otro día.

– Maggie, me gustaría que te olvidaras del caso Stucky.

– Mira, Gwen, si no tienes tiempo, no tienes más que decírmelo -dijo ásperamente, y al instante deseó haberse mordido la lengua. Pero estaba harta de que todo el mundo intentara protegerla.

– Sabes que no se trata de eso, Maggie. ¿Por qué siempre se lo pones tan difícil a la gente que se preocupa por ti?

Maggie dejó que el silencio quedara suspendido entre ellas. Sabía que su amiga tenía razón. De pronto, en la distancia, oyó la sirena de un coche de bomberos y se le encogió el estómago. ¿Qué estaba pasando al otro lado de la esquina? Sintió que le flaqueaban las rodillas al pensar en un incendio. Olfateó la brisa que entraba por la ventana. No olía a humo. Gracias a Dios. Si se trataba de un incendio, no podría hacer nada. La sola idea la aterrorizaba, reviviendo en ella el recuerdo de la muerte de su padre.

– ¿Qué te parece si me paso por ahí esta noche?

La voz de Gwen la sobresaltó. Había olvidado que seguía al teléfono.

– Está todo patas arriba. Ni siquiera he empezado a vaciar las cajas.

– Si a ti no te molesta, a mí tampoco. ¿Y si llevo una pizza y unas cervezas? Podemos hacer un picnic en el suelo. Vamos, será divertido. Como una fiesta de inauguración. Un preludio de tu recién estrenada independencia.

La sirena de los bomberos se alejaba cada vez más, y Maggie comprendió que no se dirigía hacia su vecindario. Sus hombros se relajaron, y suspiró, aliviada.

– Puedes traer unas cervezas, pero no te preocupes por la pizza. Ya la encargo yo.

– Pero recuerda que no pongan salsa en mi lado. Algunas tenemos que guardar la línea. Nos veremos sobre las siete.

– Sí, de acuerdo. Muy bien -pero Maggie ya estaba distraída, mirando a otro coche patrulla que pasaba velozmente por la calle. Sin pensarlo un segundo, dejó el teléfono y agarró su placa. Activó rápidamente el sistema de alarma. Luego se metió el revólver en la parte de atrás de la cinturilla y salió por la puerta principal. Adiós al aislamiento.

Capítulo 4

Maggie dejó atrás a los pocos vecinos que esperaban respetuosamente en la calle, a distancia prudencial de la casa rodeada de coches patrulla. La furgoneta del forense, ya vacía, aguardaba en el camino de entrada. Maggie ignoró a un agente puesto de rodillas al que al parecer se le había enredado la cinta policial en un rosal. En lugar de romper la cinta y empezar de nuevo, parecía empeñado en engancharse en las espinas, retirando la mano cada vez que se pinchaba.



– Eh -gritó al fin al darse cuenta de que Maggie se dirigía hacia la puerta-. No puede entrar ahí.

Al ver que no se detenía, se levantó a trompicones y dejó caer el rollo de cinta, que rodó desovillándose por la ladera de césped. Por un instante pareció dudar si ir tras la cinta o tras Maggie. Esta estuvo a punto de echarse a reír, pero mantuvo la cara seria y le mostró su placa.

– Soy del FBI.

– Sí, ya. Y supongo que ése es el uniforme que llevan ahora -le quitó la funda de cuero, pero, antes de mirar la placa, sus ojos recorrieron despacio el cuerpo de Maggie.

Ella se mantuvo instintivamente erguida, con los brazos cruzados sobre el pecho manchado de sudor. De ordinario prestaba suma atención a su atuendo. Sabía desde siempre que sus cincuenta y dos kilos de peso y su metro sesenta y siete de estatura no cuadraban con la imagen autoritaria del FBI. Con una chaqueta de punto azul marino y unos pantalones de vestir, su actitud fría y distante podía imponer cierto respeto. Pero con unos vaqueros desgastados y una camiseta vieja, no tenía nada que hacer.

Por fin, el agente observó su acreditación. Al comprender que Maggie no era una periodista, ni una vecina curiosa que intentara tomarle el pelo, la sonrisa se le borró de la cara.

– Joder, es cierto.

Ella extendió la mano para que le devolviera la placa. El agente se la entregó, un tanto azorado.

– No sabía que iba a intervenir el FBI.

Y posiblemente no intervendría. Maggie olvidó mencionar que, simplemente, vivía en el vecindario. En lugar de hacerlo, preguntó:

– ¿Quién es el investigador jefe?

– ¿Disculpe?

Ella señaló la casa.

– ¿Quién lleva la investigación?

– Ah, creo que el detective Manx.

Maggie se dirigió a la entrada notando que el agente la seguía con los ojos. Antes de que cerrara la puerta a su espalda, el policía salió corriendo tras el rollo de cinta que se había desplegado sobre buena parte del césped.

Nadie salió a recibir a Maggie a la puerta. En realidad, no se veía ni un alma. El vestíbulo de la casa era casi tan espacioso como su cuarto de estar. Echó un vistazo por las habitaciones, pisando con sumo cuidado y sin tocar nada. La casa parecía impecable; no se veía ni una mota de polvo hasta que llegó a la cocina. Sobre la encimera estaban esparcidos los ingredientes de un sandwich, resecos y endurecidos. En la tabla de cortar, entre restos de semillas de tomate y pedazos de pimiento verde, había un cogollo de lechuga. Había además varios envoltorios de caramelos y recipientes volcados, así como un frasco de mayonesa. En medio de la mesa aguardaba un grueso sandwich cuyo contenido se desbordaba entre las rebanadas de pan integral. Sólo le habían dado un mordisco.

Maggie examinó el resto de la cocina: las superficies relucientes, los electrodomésticos impolutos, el suelo de cerámica sin una sola mancha, sobre el que había tirados otros tres envoltorios de caramelos. Quienquiera que hubiera causado aquel desorden, no era uno de los habitantes de la casa.

Maggie oyó voces en el piso superior. Subió las escaleras evitando el contacto con el pasamanos de roble. Se preguntaba si los detectives habrían tomado las mismas precauciones. Advirtió que en uno de los escalones había un pegote de barro, dejado quizá por alguno de los agentes. Pero había además en él algo extraño, que brillaba. Resistió la tentación de recogerlo. Naturalmente, no llevaba bolsas de pruebas en el bolsillo de atrás. Aunque en otro tiempo no habría sido raro encontrar alguna perdida en los bolsillos de su chaqueta. Ahora, en cambio, las únicas pruebas con las que se cruzaba venían en los libros.

Siguió el rastro de las voces por el largo pasillo alfombrado. Ya no había necesidad de recoger pruebas a hurtadillas. En la puerta del dormitorio principal la recibió un charco de sangre en uno de cuyos bordes había estampada la huella de un pie; del otro lado, la sangre empapaba una costosa alfombra persa. Sin apenas esfuerzo, Maggie reparó en un rastro de salpicaduras sobre la puerta de roble. Era extraño: las salpicaduras sólo llegaban al nivel de la rodilla.