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El coche se desplazaba por la autopista justo a la velocidad máxima permitida. El hombre conducía y la mujer iba sentada a su lado. Estaban tensos, como si cada uno esperara que en cualquier momento el otro lo atacara.

Mientras un avión, con el tren de aterrizaje preparado, rugía sobre ellos como un halcón en su descenso hacia el aeropuerto de Dulles, Faith Lockhart cerró los ojos y, por unos instantes, se imaginó que estaba en el avión y que, en vez de aterrizar, se disponía a emprender un viaje a un destino lejano. Mientras abría los ojos lentamente, el coche tomó una salida de la autopista y dejaron tras de sí el desasosegante resplandor de las luces de sodio. Al poco, pasaron junto a varias hileras irregulares de árboles que bordeaban la carretera de cunetas amplias, hondas y cubiertas de hierba; la única luz que veían, aparte de la del coche, era el apagado centelleo de las estrellas.

– No entiendo por qué la agente Reynolds no ha podido venir esta noche -dijo Faith.

– La respuesta es bien sencilla: se ocupa de otras investigaciones aparte de la tuya, Faith -replicó el agente especial Ken Newman-. Pero yo no soy lo que se dice un desconocido, ¿no? Sólo vamos a hablar, como las otras veces. Finge que soy Brooke Reynolds. Estamos en el mismo equipo.

El coche viró para enfilar una carretera más aislada aún. En este tramo, en lugar de árboles había campos pelados que esperaban el repaso final de las excavadoras. En poco menos de un año, habría tantas casas como árboles había antes ya que los barrios periféricos crecían de forma descontrolada. En esos momentos, la tierra parecía saqueada, despojada e inhóspita, quizá debido al futuro que le esperaba. En ese sentido, Faith Lockhart se asemejaba mucho a la tierra.

Newman la miró con el rabillo del ojo. Aunque no le gustaba admitirlo, se sentía incómodo en presencia de Faith Lockhart; era como si estuviera sentado junto a una bomba sin saber cuándo explotaría. Se removió en el asiento. La piel se le levantaba un poco en la zona que le rozaba el cuero de la pistolera del hombro. A la mayoría de las personas solía salirle un callo, pero a él se le levantaban ampollas y se le desprendía la piel una y otra vez. Curiosamente, tenía la sensación de que la punzada representaba una especie de ventaja ya que no le permitía relajarse; se trataba de una advertencia obvia: si bajaba la guardia ese pequeño malestar tendría consecuencias nefastas. Esa noche, sin embargo, llevaba chaleco antibalas y la pistolera no le rozaba la piel; el dolor y la sensación de alerta habían perdido fuerza.

Faith notaba la sangre que le fluía por la orejas, tenía todos los sentidos despiertos, como si estuviera tumbada en la cama por la noche y hubiera escuchado un ruido extraño. Cuando se es niño y ocurre algo así, uno acude corriendo a la habitación de los padres y se mete en la cama con ellos para encontrar cobijo en sus brazos cariñosos y comprensivos. Sus padres estaban muertos y ahora tenía treinta y seis años. ¿Quién cuidaría de ella?

– Después de esta noche, la agente Reynolds me sustituirá -dijo Newman-. Con ella te sientes a gusto, ¿no?

– No creo que «a gusto» pueda aplicarse a situaciones como esta.

– Seguro que sí. De hecho, es muy importante. Reynolds es una tiradora de primera. Créeme, si no fuera por ella, estaríamos estancados. No nos has dado mucho para proseguir, pero ella confía en ti. Mientras no hagas algo que acabe con esa confianza, Brooke Reynolds será tu poderosa aliada. Se preocupa por ti.

Faith cruzó las piernas y los brazos. Medía un metro sesenta y cinco y su torso era corto. Tenía menos pecho del que le hubiera gustado, pero las piernas largas y bien torneadas. Si todo lo demás le fallaba, siempre podría recurrir a las piernas para llamar la atención. Advirtió que los músculos definidos de las pantorrillas, visibles bajo las medias transparentes, bastaban para que Newman las mirase de reojo de vez en cuando con cierto interés, o eso le pareció.

Faith se apartó de la cara el pelo, de color caoba, y apoyó la mano en el caballete de la nariz. Tenía varias canas. No se veían mucho, pero eso cambiaría con el tiempo. De hecho, la presión a la que estaba sometida aceleraría, sin duda alguna, el proceso de envejecimiento. Faith era consciente de que, además del trabajo duro, el ingenio y la desenvoltura, su buena presencia le había ayudado en su carrera. Parecía frívolo creer que el aspecto físico contaba, pero ésa era la verdad, sobre todo teniendo en cuenta que durante toda su trayectoria había tratado con una mayoría masculina.

Sabía que las amplias sonrisas que le dispensaban cuando entraba en el despacho de un senador no se debían a su inteligencia, sino a las minifaldas que le gustaba llevar. A veces era tan sencillo como sostener el zapato con la punta de los dedos del pie; ella les hablaba de niños moribundos, familias que vivían en las cloacas de países lejanos, y ellos sólo se fijaban en la forma de sus pies. Dios, la testosterona constituía la mayor debilidad del hombre y el arma más poderosa de la mujer. Al menos, servía para nivelar un terreno de juego que siempre había estado inclinado a favor de los hombres.

– Es maravilloso que te quieran tanto -comentó Faith-, pero recogerme en un callejón y llevarme a un lugar perdido a altas horas de la noche… ¿no crees que es un tanto excesivo?

– No podíamos permitir que se te viera entrar en la Oficina de Campo de Washington. Eres la testigo principal de lo que tal vez sea una investigación muy importante. Este lugar es seguro.

– Es decir, que es perfecto para tender una emboscada. ¿Cómo sabes que no nos han seguido?

– Desde luego que nos han seguido, pero han sido los nuestros. Creéme, si alguien más nos hubiera estado acechando, los nuestros nos hubieran avisado antes de que saliéramos. Nos siguió un coche hasta que nos desviamos de la autopista. Ahora estamos solos.

– Así que los turnos son infalibles. Ojalá tuviese a gente así trabajando para mí; ¿Dónde se encuentran?

Oye, sabemos lo que hacemos, ¿de acuerdo? Tranquilízate. Sin embargo, mientras lo decía, Newman volvió a mirar por el retrovisor.

Echó un vistazo al teléfono móvil que estaba en el asiento delantero y Faith adivinó lo que estaba pensando.

– ¿Así que de repente quieres refuerzos? -inquirió Faith. Newman la observó con dureza, pero no dijo una palabra-. De acuerdo, hablemos de las condiciones principales. ¿Qué consigo con todo esto? Nunca hemos llegado a concretar nada.

Newman no respondió; Faith estudió su perfil por un momento y evaluó su coraje. Alargó la mano y le tocó el brazo.

– Me he arriesgado mucho para hacer esto -dijo Faith.

Notó que él se tensaba bajo la chaqueta; apretó un poco más con los dedos, hasta distinguir la tela de la chaqueta de la de la camisa. Newman se volvió ligeramente y Faith vio el chaleco antibalas que llevaba. De repente, se le secó la boca y perdió la compostura.

Newman le clavó la vista.

– Te lo diré sin rodeos. El trato que te propongan no depende en absoluto de mí. Hasta ahora, no nos has dado nada, pero si te atienes a las reglas todo saldrá bien. Recibirás tu parte, nos darás lo que necesitamos y muy pronto disfrutarás de una nueva identidad vendiendo conchas de mar en las Fiji mientras tu socio y sus compañeros de juego pasan a ser invitados del Gobierno por una larga temporada. No te deleites ni pienses demasiado en esto, limítate a intentar salir adelante. Recuerda, estamos de tu parte. Somos los únicos amigos que tienes.

Faith se reclinó y apartó la mirada del chaleco antibalas. Decidió que había llegado el momento de lanzar su bomba; podía probar con Newman en lugar de con Reynolds. En cierto modo, Reynolds y ella habían congeniado. Dos mujeres en un océano de hombres. De un modo muy sutil, la agente había comprendido cosas que los hombres jamás ni siquiera habrían imaginado. Sin embargo, en otros aspectos habían sido como dos gatos callejeros que daban vueltas alrededor de espinas de pescado.

– Quiero que Buchanan se implique. Sé que puedo conseguirlo. Si trabajamos juntos, vuestra causa cobrará mucha más fuerza -se apresuró a decir Faith, aliviada en gran medida por haber soltado lo que pensaba.

Newman no ocultó su sorpresa.

– Faith, somos bastante flexibles, pero no estamos dispuestos a cerrar un trato con el tipo que, según tú, planeó y organizó todo esto.

– No comprendes todos los hechos ni por qué lo hizo. No es el malo de la película. Es buena persona.

– Quebrantó la ley. Según tu versión, sobornó a funcionarios del Gobierno. Eso me basta.

– Cuando comprendas por qué lo hizo, no pensarás lo mismo.

– No deposites tus esperanzas en esa estrategia, Faith. No te engañes.

– ¿Y si digo que quiero todo o nada?

– Entonces habrás cometido el peor error de tu vida.

– Así que tengo que escoger entre él o yo, ¿no?

– No debería ser una elección tan difícil.

– Hablaré con Reynolds.

– Te dirá lo mismo que yo.

– No estés tan seguro. Puedo llegar a ser muy convincente, y además tengo razón.

– Faith, no tienes la menor idea del alcance de todo esto. Los agentes del FBI no deciden a quiénes enjuician, de eso se encarga la Oficina del Fiscal. Aunque Reynolds te apoyara, cosa que dudo, te aseguro que los abogados no lo harán. Si intentan arruinar a todos esos políticos poderosos y llegan a un acuerdo con el tipo que los metió en esto desde el principio, perderán el culo y luego el trabajo. Esto es Washington; tratamos con gorilas de trescientos kilos. Los teléfonos no dejarán de sonar, los medios de comunicación se volverán locos, se harán millones de tratos entre bastidores y acabarán con nosotros. Créeme, llevo veinte años en el oficio. 0 Buchanan o nada.

Faith se recostó y contempló el cielo. Por unos instantes, entre las nubes, visualizó a Da

– Tengo que ir al baño -dijo Faith.

– Llegaremos a la casita dentro de unos quince minutos. -Si giras a la izquierda en la próxima, hay una gasolinera abierta las veinticuatro horas a algo menos de dos kilómetros. Newman se volvió hacia ella, sorprendido.