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Por fin, agotada la conversación sobre Ulises y sus viajes, decidieron que era hora de irse a dormir. Summer bajó a la cabina y se acostó en una de las literas. Dirk optó por dormir en cubierta y se improvisó una cama con los cojines de la bañera.

A las cuatro de la mañana, el mar se veía negro como la obsidiana. Las nubes habían ocultado las estrellas. Cualquiera hubiese podido caminar por la cubierta y caer en el agua sin darse cuenta hasta sentir el chapoteo. Dirk se tapó con una tela impermeable para protegerse de las cuatro gotas que caían y continuó durmiendo como un tronco.

No se despertó con el ruido del motor de una lancha, porque no había ni motor ni lancha. Llegaron desde el agua, silenciosamente, como espectros volando alrededor de las tumbas en la noche de Halloween. Eran cuatro: tres hombres y una mujer. Dirk no escuchó el suave roce de las pisadas en la escalerilla que se había olvidado de recoger. Sin darse cuenta, les había facilitado el acceso a bordo.

Las personas que se despiertan en mitad de la noche por la presencia de intrusos reaccionan de diversas maneras. Dirk no tuvo tiempo de reaccionar. A diferencia de su padre, aún debía aprender a no confiar en la fortuna o el destino y seguir fielmente el lema de los niños exploradores: “siempre listos”. Antes de que se apercibiera de que había unos extraños a bordo del Dear Heart , le envolvieron la cabeza con la tela impermeable, y una porra o un bate de béisbol -nunca supo cuál de los dos- lo golpeó en la nuca y lo sumergió en un pozo negro sin fondo.

44

Los preparativos para la evacuación de la isla de Ometepe se pusieron en marcha. George Hampton, el secretario de Estado, necesitó cuatro días para convencer al presidente de Nicaragua, Raúl Ortiz, de que las intenciones norteamericanas eran exclusivamente humanitarias. Prometió que, una vez completada la evacuación, todas las fuerzas estadounidenses abandonarían el país. Jack Martin y el almirante Sandecker hablaron con los científicos nicaragüenses que, no bien enterados de la inminente catástrofe, dieron todo su apoyo a la operación.

Tal como se esperaba, los funcionarios locales que estaban comprados por Specter hicieron lo imposible por oponerse. Aquellos que servían a los intereses de la China Roja también protestaron a grito pelado. Sin embargo, tal como Martin había afirmado en la conferencia, él y Sandecker se ocuparon de espantar a los líderes del país con sus descripciones del alcance de la catástrofe y del número de muertos entre los pobladores dentro de un radio de dos kilómetros del lago. La oposición fue silenciada por la oleada de pánico.

El general Stack, que trabajaba en estrecha colaboración con el general Juan Morega, comandante en jefe de las fuerzas armadas nicaragüenses, desplegó rápidamente las tropas encargadas de la operación de rescate. En cuanto recibió la autorización, actuó sin demora. Todas las embarcaciones que había en el lago recibieron la orden de evacuar a los habitantes de las ciudades y pueblos que carecían de carreteras disponibles para el traslado. Los camiones y helicópteros del ejército norteamericano se ocuparon de llevar a los demás a las zonas altas. Al mismo tiempo, se reunió una fuerza de ataque especial para el asalto de las instalaciones de Odyssey.

Nadie dudaba de que los agentes de seguridad de Odyssey ofrecerían resistencia para mantener el secreto de las instalaciones y del grupo de científicos que tenían cautivos. Se temía asimismo que Specter mandara asesinar y ocultar los cadáveres de los científicos para que no quedara ningún rastro de su existencia. Al general Stack le preocupaba su suerte, pero la posibilidad de que se produjeran miles de muertos y pérdidas económicas millonarias pesaba más que la vida de veinte o treinta personas. Dio la orden de que se evacuara a los trabajadores del complejo lo más rápido posible, incluidos los científicos si aún estaban en la isla.

Puso a Pitt y Giordino a las órdenes del teniente coronel Bonaparte Nash, Bony para los amigos. Nash, que era miembro de un equipo de reconocimiento de la infantería, recibió a Pitt y Giordino en la base de helicópteros que el grupo de rescate había montado en la pequeña ciudad de San Jorge, en la costa occidental del lago. Alto, con el cuerpo muy musculoso gracias a las muchas horas de ejercicio, y el cabello rubio cortado muy corto, tenía el rostro redondo y unos ojos azules de mirada amable que no lograban ocultar la dureza del personaje.

– Es un placer conocerles, señores. Me han informado de sus antecedentes como miembros de la NUMA. Muy impresionantes. Confío en que podrán guiarme a mí y a mis hombres hasta el edificio donde tienen prisioneros a los científicos.

– Podemos -afirmó Pitt.

– Tengo entendido que ustedes han estado allí solo una vez.

– Si lo encontramos de noche -replicó Giordino con un tono incisivo-, también lo encontraremos a plena luz del día.

Nash puso una fotografía ampliada de las instalaciones tomadas desde un satélite sobre la mesa de campaña.

– Dispongo de cinco helicópteros Chinook CH-47. En cada uno viajarán treinta hombres. Mi plan es que uno aterrice en la terminal aérea, el segundo en los muelles, el tercero junto al edificio que ustedes describieron como el cuartel general de los guardias de seguridad, y el cuarto en el aparcamiento que hay en la hilera de almacenes. Ustedes dos viajarán conmigo en el quinto aparato, para guiarnos hacia el edificio donde retienen a los científicos.

– Si me lo permite, haré una sugerencia -dijo Pitt. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa estampada y señaló un edificio en la calle bordeada de palmeras-. Éste es el cuartel general. Puede aterrizar en la azotea y apresar a los principales ejecutivos de Odyssey antes de que tengan tiempo de escapar en su propio helicóptero.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Nash, intrigado.

– Al y yo robamos un helicóptero que estaba en la azotea cuando nos escapamos hace seis días.

– En el edificio hay por lo menos diez guardias. Sus hombres tendrán que encargarse de ellos -añadió Giordino.

Nash los miró con un respeto que crecía por momentos, pero aún dudaba si podía creerles.

– ¿Había guardias de seguridad cuando escaparon?

Pitt se dio cuenta de las reservas de Nash.

– Sí, había cuatro.





– Desarmarlos fue como robarle un caramelo un niño de pecho -afirmó Giordino.

– Me dijeron que ustedes era ingenieros navales -manifestó Nash, desconcertado.

– También hacemos eso -dijo Giordino con un tono divertido.

– De acuerdo, si ustedes lo dicen. -Nash sacudió la cabeza-. Otra cosa: no puedo darles armas. Vendrán como guías. Mis hombres y yo nos encargaremos de combatir si es necesario.

Pitt y Giordino intercambiaron una mirada traviesa. Ambos llevaban sus armas en la cintura debajo de las holgadas camisas tropicales, Pitt la Colt.45 y Giordino la automática calibre.50.

– Si nos vemos en un apuro -comentó Giordino-, les tiraremos piedras hasta que sus hombres vengan a rescatarnos.

Nash no tenía muy claro si esa pareja de graciosos le caía bien. Consultó su reloj.

– Despegaremos dentro de diez minutos. Ustedes vendrán conmigo. En cuanto aterricemos, asegúrense de que vamos al edificio correcto. No podemos perder ni un segundo dando vueltas, si queremos salvar a los rehenes antes de que los guardias de Odyssey los ejecuten.

– Me parece bien -asintió Pitt.

Exactamente diez minutos más tarde, él y Giordino se abrochaban los cinturones en el interior del enorme helicóptero de transporte Chinook, al costado del teniente coronel Nash. Los acompañaban treinta hombres a cuál más corpulento, vestidos con uniformes de camuflaje y chalecos antibalas, unas armas enormes que parecían sacadas de una película de ciencia ficción, y todo un surtido de lanzacohetes.

– Una pandilla de tipos duros -comentó Giordino con admiración.

– No sabes lo feliz que me hace saber que están de nuestro lado -dijo Pitt.

Despegaron y en un par de minutos estaban sobre el lago. Solo había veinticuatro kilómetros hasta las instalaciones de Odyssey. Toda la operación se basaba en la sorpresa. El plan del teniente coronel Nash era reducir a los guardias, rescatar a los rehenes y después evacuar a los centenares de trabajadores en las embarcaciones que ya habían zarpado desde las ciudades y pueblos costeros hacia Ometepe. En cuanto sacaran a la última persona de la isla, Nash transmitiría la orden al piloto del bombardero B52 -que volaba en círculos sobre la isla, a una altura de veinte mil metros- para que dejara caer una bomba de demolición en la base del volcán y provocar una avalancha que hundiría los túneles y arrastraría las instalaciones al fondo del lago.

Pitt tuvo la sensación de que el helicóptero no había acabado de despegar cuando se detuvo en el aire y aterrizó. Nash y sus hombres saltaron a tierra sin perder un segundo e instaron a dejar las armas a los guardias que vigilaban la cerca electrificada que rodeaba el edificio donde estaban los rehenes.

Los otros cuatro helicópteros también estaban en tierra. Un puñado de guardias abrieron fuego sin tener idea de que se enfrentaban a una fuerza de élite. Al ver que era inútil cualquier resistencia, se apresuraron a arrojar las armas y levantaron las manos. No los habían contratado para luchar contra soldados profesionales. Su misión se limitaba a vigilar las instalaciones y no estaban dispuestos a perder la vida en el intento.

Pitt, con Giordino pisándole los talones, cruzó la verja y entró en el edificio antes que Nash y sus hombres. Los guardias apostados en el interior, aunque habían escuchado los disparos, se quedaron de una pieza al verse encañonados por sendas pistolas automáticas antes de tener la oportunidad de comprender lo que estaba pasando. El miedo, más que la sorpresa, los convirtió en estatuas.

Nash se enfureció al ver que Pitt y Giordino iban armados.

– ¡Entréguenme esas armas! -gritó.

Pitt y Giordino no le hicieron caso y comenzaron a abrir a puntapiés las puertas de las habitaciones. La primera, la segunda, la tercera y la cuarta. Todas estaban vacías. Pitt corrió detrás de los guardias que los hombres de Nash se llevaban prisioneros. Cogió al más cercano y le puso la pistola contra la nariz, con tanta fuerza que se la aplastó.

– ¿Hablas inglés?

– No, señor.

– ¿Dónde están los científicos? -le preguntó en español.

El guardia abrió mucho los ojos, que se le pusieron bizcos en su intento por mirar el cañón del arma que le aplastaba la nariz.