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– Los llevaron a la dársena y los subieron al transbordador.

– ¿Qué pasa? -preguntó Nash-. ¿Dónde están los rehenes?

– Se lo acabo de preguntar -respondió Pitt-. Dice que se los llevaron al muelle para embarcarlos en un transbordador.

– Yo diría que se los llevan al lago para hundir la embarcación con todos los que están a bordo -opinó Giordino, con un tono grave.

Pitt miró al teniente coronel.

– Necesitaremos a sus hombres y a un helicóptero para detenerlos antes de que los guardias de Odyssey echen a pique el transbordador.

Nash sacudió la cabeza al escuchar la petición.

– Lo siento, no puede ser. Mis órdenes son asegurar la base y evacuar a todo el personal. No puede prescindir de ninguno de mis hombres ni de un helicóptero.

– Esas personas son vitales para el interés nacional -protestó Pitt-. Tienen la clave de la tecnología de las celdas de combustible.

El rostro del militar era una máscara de granito.

– Mis órdenes están por encima de todo lo demás.

– En ese caso, facilítenos un fusil lanzagranadas y nosotros nos apoderaremos del transbordador.

– Ya sabe que no puedo darles armas a los civiles.

– Es usted de una gran ayuda -se mofó Giordino-. No podemos perder el tiempo con un cabeza cuadrada. -Señaló un cochecito de golf idéntico al que había conducido en los túneles-. Si no podemos detenerlos en el muelle, quizá consigamos apoderarnos de una de las lanchas patrulleras de Odyssey.

Pitt miró a Nash sin disimular su enojo y luego él y Giordino corrieron a montarse en el cochecito.

Ocho minutos más tarde, con Giordino al volante, llegaron al muelle. Una expresión desesperada apareció en el rostro de Pitt al comprobar que el viejo transbordador se alejaba, seguido por una lancha patrullera.

– Demasiado tarde -exclamó Giordino-. Los acompaña la patrullera para recoger a los guardias después de que vuelen el fondo del transbordador.

Pitt corrió al lado opuesto del muelle. Vio una pequeña embarcación con motor fuera de borda amarrada a un noray a unos veinte metros más allá.

– Vamos, el Good Ship Lollipop nos espera -dijo, y echó a correr.

Era un Boston Whaler de seis metros de eslora y un motor Mercury de ciento cincuenta caballos. Pitt lo puso en marcha mientras Giordino soltaba la amarra. Giordino apenas si tuvo tiempo de apartar el cabo, cuando Pitt movió la palanca del acelerador hasta el tope y la pequeña embarcación salió disparada como si le hubiesen propinado un puntapié en la popa tras la estela del transbordador y la patrullera.

– ¿Qué haremos cuando le demos alcance? -gritó Giordino por encima del estrépito del motor.

– Ya se me ocurrirá algo cuando llegue el momento -respondió Pitt a voz en cuello.

Giordino observó cómo se acortaba rápidamente la distancia entre las embarcaciones.

– Pues más te vale que se te ocurra algo ya mismo. Tienen fusiles de asalto contra nuestras pistolas de aire comprimido, y la patrullera lleva un cañón a proa que no me hace ninguna gracia.

– A ver qué te parece esto -dijo Pitt-. Voy a virar y me meteré entre el transbordador y la patrullera. Así neutralizaremos su campo de tiro. Luego nos acercamos al transbordador y saltamos a bordo.

– Recuerdo haber escuchado planes peores -manifestó Giordino con un tono lúgubre-, pero de eso hace más de diez años.

– Creo que hay dos o tres guardias en el puente junto a la timonera. Coge mi Colt y haz de pistolero desesperado. Si los asustas, quizá levanten las manos y se rindan.

– Yo no me haría muchas ilusiones.

Pitt giró el timón y comenzó a trazar un círculo alrededor del transbordador antes de que los tripulantes de la patrullera pudieran hacer servir el cañón de proa. La lancha saltó una pequeña ola de la estela del transbordador y se hundió en el seno en el momento en que una lluvia de balas pasaba por encima de sus cabezas. Giordino respondió al fuego. Apretaba los gatillos lo más rápido que sus dedos le permitían. Sus disparos pillaron a los guardias por sorpresa. Uno se desplomó en cubierta con una bala en una pierna, y otro giró como una peonza cuando un proyectil lo alcanzó en el hombro. El tercero dejó caer el arma.

– Lo ves, te lo dije -exclamó Pitt.

– Sí, claro, después de tumbar a dos.

Pitt disminuyó la velocidad cuando estaba a unos veinte metros de la embarcación y giró el timón hacia estribor. Con la habilidad de los muchos años de práctica, puso suavemente la Whaler contra la amura del transbordador. Giordino se le adelantó en saltar a bordo y ya estaba desarmando a los guardias cuando Pitt saltó a cubierta.

– Tiene el cargador lleno. ¡Cógela!





Le arrojó a Pitt la pistola calibre.50; Pitt la cogió al vuelo. Sin perder ni un segundo corrió a una escotilla para ir bajo cubierta. Apenas si había pisado el pasillo cuando se escuchó una explosión sorda en la sala de máquinas, que sacudió la embarcación. Uno de los guardias había detonado una bomba y la explosión había abierto un boquete en la sentina. La onda expansiva derribó a Pitt, pero se levantó de un salto y corrió por el pasillo al tiempo que abría las puertas de los camarotes a puntapiés.

– ¡Vamos, fuera, fuera! -gritó a los espantados científicos encerrados-. ¡El barco se hunde! -Comenzó a guiarlos hacia la escalerilla que llevaba a cubierta. Detuvo a un hombre con los cabellos y la barba canosa-. ¿Hay alguno más?

– Encerraron a unos cuantos en el almacén, al final del pasillo.

El científico no había acabado de responderle cuando Pitt ya corría hacia la puerta del almacén. El agua que inundaba el pasillo le llegaba a los tobillos. La puerta era demasiado sólida para derribarla a puntapiés.

– ¡Apártense de la puerta! -gritó.

Luego apuntó a la cerradura con el cañón de mano de Giordino y disparó. El proyectil destrozó la cerradura y Pitt abrió la puerta con un violento empellón. Se encontró con diez personas, seis hombres y cuatro mujeres, que lo miraban horrorizadas.

– ¡Vamos, todo el mundo fuera! ¡Abandonen el barco! ¡Se está hundiendo!

Después de ayudar al último de los científicos a subir la escalerilla y cuando ya se disponía a seguirlo, una segunda explosión mucho más potente lo lanzó de espaldas contra un mamparo. El impacto le vació el aire de los pulmones y comenzó a jadear mientras un chichón del tamaño de un huevo aparecía como por arte de magia en la parte de atrás de su cabeza. Lo vio todo negro.

Cuando recuperó el sentido, al cabo de dos minutos, se encontró sentado con el agua a la altura del pecho. Dolorido de pies a cabeza, se levantó para ir hasta la escalerilla y la subió trabajosamente.

Quedaba menos de un minuto antes de que el transbordador se hundiera hasta el fondo del lago. Escuchó un extraño martilleo por encima del ruido del agua. ¿Qué habría pasado con las personas que había enviado a cubierta? ¿Se habrían ahogado? ¿El cañón de la patrullera los había matado, como si fuesen peces en un barril? ¿Qué sería de Al? ¿Habría ayudado a los supervivientes?

Todavía mareado por el golpe contra el mamparo, apeló a sus últimas reservas de energía y sacó medio cuerpo por encima de la escotilla. La popa del transbordador estaba a punto de sumergirse, el agua barría la cubierta y entraba como una tromba por la escotilla. El martilleo sonaba cada vez más fuerte y al mirar hacia arriba vio a Giordino sujeto a un arnés, que parecía flotar en el aire. Luego vio el helicóptero.

Bendito sea Dios, Nash ha cambiado de opinión, pensó con su mente obnubilada.

Se abrazó a la cintura de Giordino y su compañero lo sujetó por debajo de los hombros. El transbordador desapareció debajo de sus pies y se hundió bajo las olas, en el mismo momento en que a él lo levantaban por los aires.

– ¿Los científicos? -le preguntó a Giordino entre jadeos. No veía a ninguno en el agua.

– Están sanos y salvos, a bordo del helicóptero -gritó Giordino por encima del ruido del viento y el estruendo de los rotores-. Los guardias dieron media vuelta y escaparon en la patrullera en cuanto Nash y su equipo hicieron acto de presencia.

– ¿Han sacado a todos de la isla? -le preguntó a Nash, que estaba en cuclillas a su lado.

– Hemos evacuado hasta los perros y los gatos -afirmó el teniente coronel con una sonrisa de complacencia-. Acabamos la operación antes de la hora prevista y después vinimos a ayudarles. Cuando no apareció en el agua con todos los demás, lo dimos por perdido, pero Al no lo creyó. Antes de que pudiera impedírselo, bajó por el cable del torno hasta la cubierta del transbordador. Fue entonces cuando lo vimos salir por la escotilla.

– Ha sido una suerte para mí que llegaran en el momento oportuno.

– ¿Cuánto falta para el gran final? -preguntó Giordino.

– En cuanto acabamos de sacar a todos de Ometepe y de llevarlos hasta la costa, los trasladaron en camiones y autocares hasta las zonas altas, junto con los que viven en un radio de tres kilómetros del lago. -Nash consultó su reloj-. Calculo que tardarán otros treinta y cinco minutos en llegar a las zonas seguras. En el momento en que me avisen que han terminado, le daré la señal al piloto para que suelte la bomba.

– ¿Sus hombres tuvieron que enfrentarse a un pequeño ejército de mujeres uniformadas? -preguntó Pitt.

Nash lo observó con curiosidad y después sonrió.

– ¿Unas mujeres vestidas con unos monos de colores?

– Lavanda y verde.

– Lucharon como unas amazonas -respondió Nash, con un tono donde se reflejaba un resto de incredulidad-. Tres de mis hombres resultaron heridos cuando vacilaron en responder a los disparos efectuados por las mujeres. No pudimos hacer otra cosa que defendernos.

Giordino miró el edificio del cuartel general cuando el helicóptero pasó a su lado. No quedaba ni un cristal en las ventanas y salía una densa columna de humo por las ventanas del décimo piso.

– ¿Cuántas murieron en la refriega?

– Contamos nueve cadáveres. -Nash parecía desconcertado-. La mayoría eran unas bellezas. A mis hombres les resultó muy duro. Algunos tendrán que recibir asistencia psicológica cuando volvamos a casa. No están entrenados para disparar contra mujeres civiles.

– ¿Una de ellas vestía un mono dorado? -quiso saber Pitt.

Nash hizo memoria y luego sacudió la cabeza.

– No, no vi a ninguna que responda a esa descripción. -Hizo una pausa-. ¿Era pelirroja?

– Sí, tiene los cabellos rojos.