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– ¿El Ford verde?

– El mismo.

Moreau salió de la zona residencial para sumarse a los autobuses, turistas en ciclomotores y taxis que circulaban por una de las calles principales. El conductor del Ford verde hacía todo lo posible para no perderlos, pero se veía en figurillas por la lentitud del tráfico. Moreau se coló entre dos autobuses que ocupaban ambos lados de la calle y a continuación dobló bruscamente a la derecha para meterse por unas callejuelas flanqueadas por casas de estilo colonial francés. Luego dobló a la izquierda y giró de nuevo en la siguiente esquina para volver a la calle principal. Pero el taxi se metió por un camino lateral para evitar los autobuses, recuperó la distancia perdida y se pegó como una lapa al coche de Moreau.

– Es evidente que está interesado en nosotros -afirmó Dirk.

– A ver si podemos perderlo… -dijo Moreau.

Esperó a que se abriera un hueco en el tráfico. Entonces, en lugar de girar, siguió recto y cruzó entre los demás coches para meterse en una calle transversal. El taxista, encajonado por los ciclomotores, los coches y los autobuses tardó más de medio minuto en abrirse paso y reanudar la persecución.

Después de girar una vez más y perder de vista al taxi, Moreau entró en el camino privado de una casa y aparcó tras de unas adelfas. Al cabo de pocos minutos el taxi verde pasó por delante de la entrada a toda velocidad y se alejó en medio de una nube de polvo. Esperaron unos minutos y Moreau puso el coche en marcha para volver a sumarse al tráfico en la carretera principal.

– Lo hemos perdido, pero mucho me temo que sólo sea temporalmente.

– Quizá se le ocurra utilizar el mismo truco y esperarnos -apuntó Dirk.

– Lo dudo -opinó Summer, muy confiada-. Me juego lo que quieras a que nos hemos deshecho de él.

– Pues has perdido -replicó Dirk con una carcajada. Le señaló a través del parabrisas el Ford verde aparcado en el arcén y a su conductor que hablaba por el móvil-. Aparque a su lado, Charles.

Moreau se acercó lentamente por detrás y luego aceleró para colocarse a la par y frenar. Dirk se asomó por la ventanilla y golpeó con los nudillos la puerta del taxi.

– ¿Nos busca a nosotros?

El atónito conductor miró el rostro sonriente de Dirk, dejó caer el móvil, pisó a fondo el acelerador y, con un gran chirrido de neumáticos, que patinaron en la grava del arcén hasta alcanzar el asfalto, salió disparado por la carretera bordeada de palmeras en dirección a la ciudad de Sainte-A

Moreau aparcó el coche y observó al taxi hasta que se perdió entre el tráfico.

– La mujer del aeropuerto, y ahora esto -comentó en voz baja-. ¿Quién puede estar interesado en una pareja de la NUMA que ha venido a bucear?

– La palabra tesoro es un potente afrodisíaco y se propaga como la peste -dijo Summer-. Es evidente que la noticia de nuestros propósitos nos ha precedido.

Dirk miró con expresión pensativa el lugar en la carretera donde había desaparecido el taxi.

– Mañana, cuando vayamos a la isla Branwen, sabremos a ciencia cierta quién nos sigue.

– ¿Usted conoce la isla Branwen? -le preguntó Summer a Moreau.

– Lo suficiente para saber que es peligroso acercarse -contestó Moreau-. Antes se llamaba Isle de Rouge, debido al color rojo de la tierra volcánica. El nuevo propietario le cambió el nombre. Me han comentado que Branwen era la diosa celta del amor y la belleza, conocida también como la Venus del mar del Norte. Por su parte, los nativos más supersticiosos consideran que hace honor a su fama de isla de la muerte.

Dirk disfrutaba de la brisa cálida cargada con el aroma de las flores.

– ¿Debido al peligro de los arrecifes o a las traicioneras corrientes?

– No -respondió Moreau, que frenó para permitir que dos chiquillos vestidos con atuendos nativos cruzaran la carretera-. Al propietario de la isla no le gustan los intrusos.

– Nuestra sección de informática nos comunicó que la propietaria es una mujer llama Epona Eliade.

– Una mujer muy misteriosa. Hasta donde sabemos nunca ha pisado Basse-Terre o Grande-Terre.

Summer se arregló el peinado, que estaba sufriendo las consecuencias de la elevada humedad.

– La señora Eliade seguramente tendrá personal de servicio si mantiene una mansión en la isla Branwen.

– Las fotos tomadas desde los satélites muestran un aeródromo, unos pocos edificios, un extraño círculo de columnas y una mansión -le informó Moreau-. Corre el rumor de que a todos los pescadores y turistas que intentaron desembarcar en la isla los han encontrado muertos. Las corrientes arrastran los cadáveres hasta una playa de Basse-Terre, a muchos kilómetros de aquí.

– ¿Qué han descubierto las investigaciones de la policía?

Moreau sacudió la cabeza, mientras encendía los faros porque ya caía la noche.

– No encontraron ninguna prueba de que se hubiera cometido crimen, ni tampoco de que las víctimas hubiesen desembarcado en la isla.

– ¿Los médicos forenses no han podido determinar las causas de las muertes?

Moreau se rió al escuchar la pregunta.

– La mayoría de los cuerpos los examinó un médico general de la isla, y creo que a los demás los vio un dentista que andaba por la zona. Por lo tanto, no se les practicó la autopsia. En los certificados de defunción consta que murieron ahogados. -Hizo una pausa-. Pero si hemos de creer en los rumores, a todas las víctimas les habían arrancado el corazón.





– Algo bastante siniestro -murmuró Summer.

– Lo más probable es que sea una invención -replicó su hermano.

– En cualquier caso, lo mejor será que se mantengan a una distancia prudencial.

– No será posible si pretendemos explorar el fondo de la rada.

– Entonces estén siempre alerta -les recomendó Moreau-. Les daré el número de mi móvil. Si surge algún problema, no tengan reparo en llamarme inmediatamente. Les enviaré una lancha de la policía en menos de diez minutos.

Recorrieron otros tres kilómetros antes de que Moreau diera la vuelta en un camino privado que llevaba hasta el hotel. Aparcó delante de la entrada y un conserje se apresuró a abrirle la puerta a Summer. Dirk se apeó del coche y abrió el maletero para que un botones sacara las maletas y las bolsas con el equipo de buceo y las llevara a sus habitaciones.

– Están a un paso de los restaurantes, tiendas y bares -dijo Moreau-. Vendré a buscarlos mañana a las nueve y los llevaré al puerto. He alquilado una lancha. El perfilador de sustrato, el detector de metales submarino y la sonda de chorro que el comandante Rudi Gu

– Es usted muy concienzudo -lo felicitó Dirk.

– Le estamos muy agradecidos por su ayuda y amabilidad -dijo Summer mientras Moreau volvía a besarle la mano con mucha galantería.

– Gracias también por el muy entretenido paseo desde el aeropuerto -añadió Dirk, estrechándole la mano.

– El mérito no ha sido todo mío -afirmó Moreau con una sonrisa. Luego su rostro se ensombreció-. Por favor, tengan mucho cuidado. Aquí está pasando algo que está fuera de nuestro alcance. No quiero que acaben ustedes como todos los demás.

Dirk y Summer esperaron en la entrada del vestíbulo del hotel hasta que el BMW de Moreau desapareció de la vista.

– ¿Qué opinas de todo esto? -preguntó Summer.

– No tengo ni la más remota idea -contestó Dirk con voz pausada-. Pero daría mi brazo derecho por que papá y Al estuviesen aquí.

41

Esta vez el comité de recepción no se parecía en nada al anterior cuando Pitt y Giordino bajaron del avión. Ni coche clásico, ni una hermosa senadora al volante. El avión estaba rodeado por un pelotón de soldados de un cuartel cercano del ejército. Los coches presentes eran un Lincoln Town Car negro, un Navigator turquesa de la flota de la NUMA y una furgoneta blanca sin distintivos.

Rudi Gu

– Me pregunto si alguna vez volveré a ver una ducha y a cenar un solomillo -se quejó Giordino, convencido de que Sandecker había enviado a Gu

– No podemos culpar a nadie más que a nosotros mismos por meternos en este lío -afirmó Pitt, con cara de pena.

– Ahorraos los lloriqueos -dijo Gu

Los Lowenhardt bajaron del avión y se reunieron con Pitt y Giordino. Hilda se puso de puntillas para besar a Pitt en las mejillas, mientras Claus estrechaba la mano de Giordino efusivamente.

– ¿Cómo podremos agradecérselo? -preguntó la mujer, con la voz ahogada por la emoción.

– Nunca podremos devolverles lo que han hecho por nosotros -manifestó Claus, feliz a más no poder al contemplar a lo lejos los edificios de Washington.

Pitt apoyó un brazo sobre los hombros de Claus.

– Serán atendidos como se merecen, y me han asegurado que se encargarán de la protección de sus hijos. Los traerán tan pronto como sea posible.

– Le prometo que su gente recibirá toda nuestra colaboración. Compartiremos todos nuestros conocimientos respecto a la tecnología de las celdas de combustible con sus científicos. -Miró a su esposa-. ¿No es así, Hilda?

– Sí, Claus -respondió ella con una sonrisa de felicidad-. Nuestro descubrimiento será un regalo para todo el mundo.

Se despidieron y los Lowenhardt fueron escoltados hasta el Lincoln por un agente del FBI que los llevaría a una casa segura en la capital.

Luego Pitt, Giordino y Gu

– Te enviaré galletitas a la celda.

Gu

– Ahora quizá podamos ponernos cómodos y conseguir que nos dejen en paz por algún tiempo -comentó Giordino, espatarrado en el asiento trasero y con los ojos entrecerrados, sin hacer el menor caso del panorama-. Pensar que podría haber estado en casa hace cuatro días, disfrutando de la compañía de alguna bella dama… pero no, tuviste que insistir en que nos quedáramos para colarnos en el sactasanctórum de Specter.