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– Las mejores mentes científicas del mundo trabajan para Specter -afirmó Pitt-. Escuchará toda la historia de boca de dos de los científicos que han trabajado en el proyecto.

– ¿Están contigo? -preguntó el almirante, entusiasmado.

– Los tengo en la cabina, junto con la mujer que asesinó a Renée Ford.

En el rostro de Sandecker apareció la expresión del bateador que acaba de lograr un jonrón con los ojos cerrados.

– ¿También la tienes a ella?

– Envíe un avión a San José para recogernos, y mañana a esta misma hora la tendrá sentada en sus rodillas.

– Le diré a Rudi que se encargue -dijo Sandecker, con una voz que reflejaba alegría y excitación-. Os quiero en mi oficina en cuanto aterricéis.

No hubo respuesta.

– Dirk, ¿me escuchas?

Pitt se había dormido, sin darse cuenta de que había cortado la comunicación.

40

El reactor de Air Canada entró en una espesa nube, cuyas suaves curvas blancas mostraban los primeros toques naranja del sol poniente. Mientras el avión comenzaba el lento descenso hacia Guadalupe, Summer contempló a través de la ventanilla cómo el agua, de un color azul morado hasta entonces, se volvía azul claro y después turquesa a medida que el aparato volaba por encima de los arrecifes y las lagunas. Sentado junto a ella, Dirk estudiaba la carta de las Santas, un grupo de islas al sur de Guadalupe.

Summer miró con creciente curiosidad cómo las dos islas principales, Basse-Terre y Grande-Terre, se unían para adoptar la forma de una mariposa. Basse-Terre era el ala que daba a occidente, y sus colinas y montañas estaban cubiertas de una densa vegetación. Rodeado por exuberantes helechos, el bosque encerraba algunas de las cataratas más altas del Caribe, que caían del pico más elevado de la isla, La Soufriére, un humeante volcán de casi mil quinientos metros de altura. Las islas, con una superficie total equivalente a Luxemburgo, estaban separadas por un angosto canal tapiado de manglares, llamado la Riviére Salée.

El ala oriental de la mariposa, Grande-Terre, era todo lo contrario a Basse-Terre. La isla era llana en su mayor parte, con excepción de algunas colinas bajas, y casi todo el terreno lo ocupaban las plantaciones de caña de azúcar que abastecían las tres destilerías productoras del famoso ron de Guadalupe.

Summer esperaba con ilusión disfrutar de algunas de las muchas playas de arena blanca y negra, bordeadas de ondulantes palmeras, pero en su interior era consciente de que difícilmente lo conseguiría. En cuanto acabaran la búsqueda de los pecios de la flota de Ulises, el almirante Sandecker seguramente les ordenaría emprender el regreso sin dejarle disfrutar de unos pocos días de descanso. Decidió que se quedaría, sin hacer caso de las consecuencias de provocar la cólera del almirante.

El avión trazó un amplio círculo que lo llevó sobre Pointe-á-Pitre, la capital económica de Guadalupe. Miró los tejados rojos mezclados con los de chapa de cinc. La plácida ciudad contaba con una pintoresca plaza rodeada de tiendas y cafés. Las callejuelas se veían muy concurridas y animadas. La gente volvía a sus casas a cenar. Eran pocos los que conducían coches. Muchos caminaban y la mayoría iba en motos o ciclomotores. Comenzaban a encenderse las primeras luces en las casas cercanas al puerto. Los barcos estaban amarrados en los muelles, y las pequeñas embarcaciones de pesca entraban con las capturas del día.

El piloto enfiló la pista del aeropuerto Pole Caraibes. Se escuchó el ruido del tren de aterrizaje al desplegarse, y el zumbido del motor de los alerones al bajar. Durante un momento, los últimos rayos de sol refulgieron en las ventanas antes de que el avión se posara en la pista con el habitual rebote, el chirrido de los neumáticos y el aullido de las turbinas al invertir la marcha mientras frenaba antes de rodar hacia la terminal.

A Summer le encantaban los atardeceres en los trópicos. Es el momento en que se alza la brisa marina, llevándose lo peor del calor y la humedad del día. Le gustaba el olor de la vegetación después de la lluvia y el penetrante aroma de las flores.

– ¿Qué tal tu francés? -le preguntó Dirk mientras bajaban la escalerilla y pisaban la pista del aeropuerto de Guadalupe.

– Pues igual de bueno que tu swahili -respondió Summer, que estaba encantadora con su falda estampada y la blusa a tono-. ¿Por qué lo preguntas?

– Sólo los turistas hablan inglés. Los lugareños hablan francés o el dialecto créole.

– Dado que ninguno de los dos estudió lenguas en el Instituto, tendremos que hacernos entender por señas.

Dirk miró a su hermana con una expresión de duda y luego se echó a reír. Le entregó un librito.

– Aquí tienes un diccionario inglés-francés. Te nombro mi traductora.

Caminaron hasta la terminal y siguieron a los otros pasajeros hasta el mostrador de Inmigración. El funcionario los miró antes de sellarles los pasaportes.

– ¿Vienen a Guadalupe en viaje de negocios o de placer? -preguntó en perfecto inglés.

Summer miró a Dirk y arrugó su nariz respingona.

– Placer -respondió, al tiempo que movía la mano como si quisiera exhibir el anillo con un gran diamante que llevaba en el dedo anular-. Estamos en luna de miel.

El funcionario le miró los pechos con toda frescura, y sonrió amigablemente mientras ponía el sello en una de las páginas en blanco de los pasaportes.

– Que disfruten de la estancia -dijo con un tono que rozaba lo libidinoso.

En cuanto se alejaron del mostrador, Dirk preguntó:

– ¿Qué historia es ésa de que estamos en luna de miel? ¿Dónde has conseguido el anillo?

– Me pareció que hacernos pasar por recién casados era una buena tapadera. El diamante es un trozo de vidrio. Me costó ocho dólares.

– Espero que nadie quiera mirarlo de cerca, o creerán que soy el más miserable de los maridos.

Fueron hasta la sala de equipajes, donde tuvieron que esperar veinte minutos a que aparecieran sus maletas. Las cargaron en un carrito, pasaron por la aduana y salieron al vestíbulo de la terminal. Un grupo de unas treinta personas esperaban a parientes y amigos. Un hombre bajo con traje blanco y la tez morena oscura de los criollos sostenía un pequeño cartel donde se leía: PITT.

– Somos nosotros -dijo Dirk-. Ella es Summer y yo Dirk Pitt.





– Charles Moreau. -El hombre le tendió la mano. Sus ojos eran de color negro azabache y su nariz parecía lo bastante afilada para librar un duelo. Le llegaba al hombro a Summer, y su cuerpo era delgado y flexible como una caña de bambú-. El avión ha llegado con sólo diez minutos de retraso. Habrán querido establecer una marca. -Luego se inclinó, cogió la mano de Summer y rozó con los labios sus nudillos en un gesto lleno de galantería-. El almirante Sandecker dijo que erais una pareja muy apuesta.

– Supongo que también mencionó que somos hermanos.

– Lo hizo. ¿Hay algún problema?

Dirk miró a Summer, que sonrió con burlona inocencia.

– Sólo quería dejarlo claro.

Summer y Moreau salieron del edificio escoltados por Dirk, que empujaba el carrito con las maletas. Una atractiva mujer de cabellos negros con el típico vestido lugareño -una falda plisada de tela de Madrás a rayas naranjas y amarillas, con un tocado haciendo juego, una blusa de encaje blanca y un chai sobre un hombro- chocó contra Dirk. Como buen conocedor de los trucos de los carteristas, el joven se palpó inmediatamente el bolsillo donde llevaba el billetero. Se tranquilizó al comprobar que no había desaparecido.

La mujer se apartó un paso mientras se masajeaba el hombro.

– Lo siento mucho. Ha sido culpa mía.

– ¿Se ha hecho daño? -preguntó Dirk amablemente.

– Ahora sé lo que es chocar contra una pared. -La mujer lo miró a los ojos y sonrió-. Soy Simone Raizet. Quizá nos volvamos a ver en la ciudad.

– Quizá -respondió Pitt, sin darle su nombre.

– Tiene usted un hombre muy guapo y encantador -le comentó Simone a Summer.

– Puede serlo cuando quiere -manifestó Summer, con un leve tono de sarcasmo.

La mujer se despidió con un gesto y entró en la terminal.

– ¿Alguien sabe a qué ha venido eso? -preguntó Pitt, divertido.

– Yo diría que es una fresca -murmuró Summer.

– Es muy extraño -opinó Moreau-. Ha dado toda la impresión de que vive aquí. Yo he nacido en esta isla, y nunca la había visto antes.

Summer frunció el entrecejo.

– Yo creo que el choque fue intencionado.

– Estoy de acuerdo -dijo Dirk-. Pretendía alguna cosa. No sé qué, pero el encuentro no ha sido casual.

Cruzaron la calle y fueron hasta el aparcamiento, donde estaba el BMW 525 de Moreau. El hombre abrió el maletero. Dirk cargó el equipaje y luego subieron al coche. Moreau salió del aparcamiento y tomó la carretera que llevaba a Pointe-á-Pitre.

– Les he reservado una pequeña suite de dos habitaciones en el Canella Beach, uno de nuestros hoteles más populares, y el más adecuado para una pareja joven con un presupuesto reducido. De acuerdo con las instrucciones del almirante Sandecker, deberán comportarse con la máxima discreción mientras buscan el tesoro.

– Es un tesoro histórico, no valioso -lo corrigió Summer.

– El almirante tiene razón -dijo Dirk-. Si se corre la voz de que la NUMA está buscando un tesoro, aparecerán centenares de buscadores.

– El problema principal es que los expulsarían de las islas -señaló Moreau-. Nuestro gobierno tiene leyes muy estrictas en cuanto a la protección del patrimonio histórico.

– Si tenemos éxito -declaró Summer-, su gente se beneficiará de un descubrimiento que hará época.

– Razón de más para mantener en secreto la expedición.

– ¿Es usted un viejo amigo del almirante?

– Conocí a James hace muchos años, cuando yo era cónsul de Guadalupe en Nueva York. Desde mi retiro, a veces me llama para que colabore con la NUMA en sus asuntos en esta zona del Caribe.

Moreau condujo a través de las verdes colinas en dirección al puerto y alrededor de la ciudad, a lo largo de la costa sudeste de Grande-Terre, hasta los suburbios de Gosier. Allí siguió por un camino de tierra que desembocaba en la carretera principal.

Summer admiró las mansiones, que se alzaban en medio de bellos jardines.

– ¿Nos está agasajando con un recorrido turístico? -preguntó.

– Hay un taxi que nos ha venido siguiendo de cerca desde que salimos del aeropuerto -respondió Moreau-. Quise comprobar que efectivamente nos sigue a nosotros.

Dirk se volvió en su asiento para mirar a través de la ventanilla trasera.