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– No recuerdo haber tenido que rogártelo -replicó Pitt sin el menor asomo de arrepentimiento.

– Fue porque me pillaste en un momento de locura.

– No te engañes. Si deciden actuar de inmediato después de escuchar nuestro informe, habremos ayudado a salvar a los Estados Unidos y Europa de un tiempo de perros.

– ¿Quién se encargará de impedir que Odyssey abra los túneles? -preguntó Giordino-. ¿El gobierno nicaragüense, un equipo de las fuerzas especiales norteamericanas, o las Naciones Unidas harán otra de sus inútiles peticiones? Los diplomáticos europeos se pasarán meses reunidos mientras sus países se convierten en cubitos. Ninguno tiene los arrestos que hacen falta para pararle los pies a Odyssey antes de que sea demasiado tarde.

Pitt sabía que Giordino no estaba errado en sus opiniones.

– Es probable que tengas razón, pero ahora el asunto está fuera de nuestras manos. Hemos dado el alerta. No podemos hacer nada más.

Gu

– Desde luego, habéis hecho feliz al almirante -comentó-. Es el hombre del día en la Casa Blanca. Nadie ha dicho nada todavía de vuestro descubrimiento por razones obvias, pero en cuanto los consejeros de seguridad del presidente tengan preparado un plan para acabar con Specter y su diabólico intento, se montará una muy gorda. La prensa y la televisión se volverán locos y la NUMA será la más beneficiada.

– Lo que tú digas -murmuró Giordino, sin hacerle mucho caso-. ¿Me llevas a casa a mí primero?

– Tú eres el que está más cerca -dijo Gu

Unos pocos minutos más tarde, Giordino, que apenas si conseguía mantener los ojos abiertos, sacó sus maletas del Navigator y subió la escalera de su casa, que era un almacén construido durante la guerra civil y posteriormente remodelado como un edificio de apartamentos de lujo. Levantó una mano en señal de despedida y entró en la casa.

Gu

– ¿Pasarás a recogerme para la reunión? -preguntó Pitt mientras se apeaba.

Gu

– No estoy en la lista de invitados. Vendrá a buscarte un coche del servicio secreto.

Pitt se despidió de Gu

La visión que tuvo al entrar nunca dejaba de entusiasmarlo. Era algo sacado del elegante salón de un vendedor de coches de lujo. Todas las paredes, el techo curvo y el suelo estaban pintados de un color blanco brillante, que realzaba la deslumbrante muestra de vivos colores de una flota de treinta automóviles clásicos. A un lado del Marmon V16 había un Duesenberg 1929, un Stutz 1932, un L29 Cord 1929 y un Pierce-Arrow 1936 con un remolque de fábrica. Aparcados en una hilera había un Ford 1936 trucado, el Meteor de Dirk y un Allard J2X 1953 rojo fuego. En el fondo del hangar había dos aviones: un Ford trimotor de los años treinta y un reactor Messerschmitt 262 de la Segunda Guerra Mundial. Junto a una de las paredes había un vagón Pullman con un cartel pintado a todo lo largo que decía: MANHATTAN LIMITED. Los únicos objetos que parecían fuera de lugar eran la cabina de un velero montada en una lancha neumática y una bañera con un motor fuera de borda.

Subió la escalera de caracol hasta su apartamento en el extremo norte del hangar, con la maleta y la bolsa del equipo al hombro. El interior de su apartamento parecía una tienda de antigüedades navales. Muebles de viejos veleros, marinas y maquetas de barcos llenaban la sala de estar. El suelo estaba hecho con la madera de teca de la cubierta de un vapor que había embarrancado en la isla de Kauai en Hawai.

Deshizo la maleta y metió toda la ropa sucia en un cesto junto a la lavadora/secadora, se quitó la ropa que vestía y también la puso en el cesto. Fue al baño, abrió el grifo de agua caliente de la ducha todo lo que pudo soportar y se jabonó enérgicamente hasta que le ardió la piel. Cuando acabó, se secó con el mismo vigor y fue hasta su cama, se acostó sobre la colcha y se quedó dormido al instante.

Ya era de noche cuando Loren Smith entró en el hangar con su propia llave. Subió la escalera y caminó por el apartamento para buscar a Pitt, porque Rudi Gu

Cuando Pitt se despertó al cabo de seis horas, vio las estrellas a través de los tragaluces. También olió el aroma del bistec a la plancha. Al ver que estaba tapado con una manta, sonrió para sus adentros al saber que había sido Loren quien lo había tapado. Se levantó y se puso unos pantalones cortos color caqui, una camisa de seda estampada y unas sandalias.

Loren estaba encantadora con unos ajustados pantalones cortos blancos y una blusa de seda a rayas, los brazos y las piernas bronceados por el sol que tomaba en la terraza de su apartamento. Loren exhaló un leve suspiro cuando Pitt le rodeó la cintura con los brazos y le frotó el cuello con la nariz.

– Ahora no -dijo ella, con fingida irritación-. Estoy ocupada.

– ¿Cómo has sabido que llevo soñando con un bistec desde hace cinco días?

– No hace falta ser adivina para saber que es lo único que comes. Ahora siéntate y haz un puré de patatas.

Pitt obedeció sin rechistar y se sentó a la mesa, que estaba hecha con la tapa de la bodega de un viejo carguero. Hizo el puré y lo repartió a partes iguales en sendos platos mientras Loren servía un grueso bistec dividido en dos. Luego puso un bol con ensalada César y se sentó a comer mientras Pitt descorchaba una botella de chardo

– Me han comentado que tú y Al no lo habéis pasado muy bien. -Loren cortó un trozo del bistec poco hecho.

– Algunos rasguños, nada que reclamara atención médica.

Loren lo miró a los ojos; el violeta se encontró con el verde. Su expresión era suave pero intensa.





– Ya comienzas a no tener edad para meterte en líos. Es hora de que te tomes las cosas con un poco más de calma.

– ¿Quieres que me retire y juegue al golf cinco días a la semana? No es para mí.

– No tienes por qué retirarte. Podrías ocuparte de dirigir expediciones científicas, que no serían ni de lejos lo peligrosas que han sido tus últimas misiones.

Pitt le sirvió el vino, se reclinó en la silla y la observó mientras ella lo probaba. Miró con atención sus hermosas facciones y sus cabellos, las delicadas orejas, la nariz perfectamente modelada, la barbilla firme y los pómulos altos. Podría haber tenido a cualquier hombre de Washington, desde los miembros del gabinete del presidente, a los senadores, los congresistas, los ricos miembros de los grupos de presión, los abogados, los grandes empresarios y los dignatarios extranjeros, pero durante veinte años, a pesar de algunas relaciones esporádicas, nunca había amado a nadie más que a Pitt. Se había apartado en algunas ocasiones y siempre había vuelto a él.

Ahora era mayor; había algunas arrugas muy pequeñas alrededor de los ojos, y su figura, a pesar del ejercicio, era más llena. Sin embargo, si la hubiesen puesto en una habitación con un grupo de jóvenes bellezas, todas las miradas masculinas se hubieran centrado en Loren. Nunca había tenido que preocuparse por la competencia.

– Sí, podría quedarme más tiempo en casa -admitió con voz pausada, sin apartar la mirada de su rostro-. Pero para eso necesitaría tener una razón.

Loren hizo como si no lo hubiese oído.

– Dentro de poco acabaré con mi mandato, y ya sabes que he informado de que no me presentaré a la reelección.

– ¿Has pensado en lo que harás cuando tengas libre todo el tiempo del mundo?

La congresista sacudió la cabeza.

– He recibido varias ofertas para dirigir diversas organizaciones, y al menos cuatro grupos de presión y tres firmas de abogados me han pedido que me una a sus filas. Pero prefiero retirarme. Viajaré un poco, comenzaré el libro sobre los entresijos del Congreso que siempre he querido escribir, y dedicaré un poco más de tiempo a la pintura.

– Has errado tu vocación -señaló Pitt, que le tocó la mano-. Tus paisajes son muy profesionales.

– ¿Y qué me dices de ti? -replicó ella, segura de la respuesta-. ¿Tú y Al continuaréis yendo de un lado a otro, coqueteando con la muerte para salvar los mares del mundo?

– No puedo hablar por Al, pero para mí se han terminado las guerras. Me dejaré crecer la barba y jugaré con mis coches antiguos hasta que tengan que llevarme al asilo en silla de ruedas.

– Eso es algo que soy incapaz de imaginarme. -Se echó a reír.

– Confiaba en que tú quisieras venir conmigo.

Loren se puso tensa y lo miró con los ojos como platos.

– ¿Se puede saber de qué estás hablando?

Pitt le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

– Hablo, Loren Smith, de que creo que ha llegado el momento de pedir tu mano en matrimonio.

Ella lo miró con una expresión de la más absoluta incredulidad.

– ¿No… no estarás…? No será una broma, ¿no? -La emoción la hizo tartamudear.

– Hablo muy en serio -afirmó Pitt, que veía las lágrimas en sus ojos violeta-. Te quiero, te quiero desde hace mil años, y quiero que seas mi esposa.

Loren temblaba como un flan. La dama de hierro de la Cámara de Representantes, la mujer que nunca se echaba atrás por muy fuertes que fueran las presiones políticas, la que era igual o más fuerte que cualquier hombre en Washington. Apartó la mano y se la llevó a los ojos mientras lloraba a moco tendido.

Pitt se levantó y fue al otro lado para abrazarla.

– Perdóname, no pretendía inquietarte.

Loren lo miró con el rostro bañado en lágrimas.