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Pitt y Giordino aprovecharon la confusión para disparar a ciegas al interior del pozo. Las balas, que rebotaban contra las paredes de cemento, causaron el caos entre los guardias de Odyssey que subían la escalerilla. Los gritos de los heridos se apagaron y unos segundos más tarde se escucharon los golpes de sus cuerpos contra las paredes, mientras caían a plomo hasta el fondo.

– Eso retardará un poco sus malévolas intenciones -comentó Giordino, sin la menor pizca de remordimiento en la voz, mientras ponía un cargador nuevo en el arma.

– Todavía nos quedan otros indeseables por atender -replicó Pitt, señalándole la patrullera que navegaba hacia el faro, con la proa alzada por encima del agua.

– Será un poco duro.

A través del cristal roto, Giordino le indicó a su compañero el helicóptero que cruzaba el lago a baja altura desde el norte. Pitt calculó en un santiamén las distancias que debían recorrer la patrullera y el helicóptero, y se permitió una sonrisa.

– El pájaro es más rápido. Lo tendremos aquí cuando a la lancha le queden todavía cerca de dos kilómetros.

– Reza para que no lleven misiles -dijo Giordino, y sus palabras fueron como un jarro de agua fría para el entusiasmo de Pitt.

– No tardaremos en saberlo. Prepárate para coger el arnés cuando lo bajen.

– Tardaremos demasiado si tienen que subirnos uno a uno -afirmó Giordino-. Propongo que le digamos juntos nuestro lloroso adiós al faro.

– Estoy contigo -asintió Pitt.

Salieron al angosto balcón que rodeaba la parte superior de la torre. Pitt vio que el helicóptero era un Bell 340 con motores gemelos Rolls-Royce. Estaba pintado de colores amarillo y rojo, con las palabras MANAGUA AIRWAYS escritas en los laterales. Observó atentamente cómo el piloto efectuaba una vuelta a la torre, mientras un tripulante comenzaba a bajar el arnés unido al cable que los subiría hasta el aparato.

Pitt era casi treinta centímetros más alto que Giordino, así que saltó para coger el arnés, que se movía en círculos impulsado por el viento generado por las palas en la primera pasada. Se lo puso a Giordino por debajo de los brazos.

– Tú eres más robusto que yo. Soportarás el esfuerzo y yo me sujetaré a ti.

Giordino sujetó el cable con las dos manos mientras Pitt se abrazaba a su cintura. El tripulante, cuyos gritos no se podían oír por encima del estruendo de las turbinas, gesticuló con verdadera desesperación para indicarles que sólo podía levantar a un hombre.

La advertencia llegó demasiado tarde. Pitt y Giordino se vieron arrastrados fuera del balcón del faro y se quedaron colgando a una treintena de metros del agua cuando una súbita racha de viento golpeó al helicóptero. El piloto se encontró con que el aparato se inclinaba bruscamente a estribor por el peso sumado de los dos hombres. Estabilizó el helicóptero y mantuvo la posición mientras el tripulante observaba cómo el motor del torno apenas si conseguía subir a Pitt y Giordino.

La suerte los acompañó y la patrullera no disparó ningún misil. En cambio, disponía de dos ametralladoras pesadas instaladas a proa que comenzaron a disparar. Afortunadamente aún estaban muy lejos, y con la dificultad añadida del cabeceo de la lancha, el artillero no podía apuntar muy bien: los proyectiles pasaron a más de cincuenta metros.

El piloto, horrorizado al ver que le disparaban, se olvidó de los hombres que había ido a rescatar. Viró rápidamente en maniobra de evasión y puso rumbo a la seguridad de la costa. Pitt y Giordino, que estaban a unos seis metros por debajo de la cabina, se bambolearon como un péndulo. Giordino tenía la sensación de que en cualquier momento acabaría con los brazos arrancados. Pitt, que no experimentaba dolor alguno, no podía hacer otra cosa que aferrar a Giordino con todas sus fuerzas y gritarle al tripulante que acelerara la subida.

Pitt veía la agonía en el rostro de Giordino. Durante quizá dos minutos -que le parecieron eternos- el italiano estuvo tentado de soltarse, pero bastó una mirada al agua, que ahora estaba a unos ciento cincuenta metros de sus pies, para que cambiara rápidamente de idea.

Entonces se encontró con la mirada despavorida del tripulante, a metro y medio de distancia. El hombre se volvió para gritarle al piloto, que en una rápida y experta maniobra inclinó de lado el helicóptero lo justo y suficiente para que Pitt y Giordino cayeran en la sección de carga.

El tripulante se apresuró a cerrar la puerta. Atónito, miró a los dos hombres espatarrados en el piso.

– Hombres, tú estar locos -afirmó en un inglés macarrónico y un fuerte acento castellano-. Torno sólo para sacas de cincuenta kilos.

– Habla inglés -comentó Giordino.

– No muy bien -dijo Pitt-. Recuérdame que escriba una carta de agradecimiento a la compañía que fabricó el torno. -Se puso de pie y se apresuró a ir a la carlinga, donde miró a través de una de las ventanillas laterales hasta que vio a la patrullera. Había abandonado la persecución y ahora viraba para poner rumbo a la isla.

– ¿A qué demonios ha venido eso? -preguntó el piloto, que estaba furioso-. Esos payasos nos dispararon.

– Demos gracias de que sean malos tiradores.

– No esperaba tener problemas cuando acepté este viaje -añadió el piloto, que no dejaba de vigilar la patrullera-. ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué los perseguía la patrullera?

– Pertenecemos a la agencia que lo contrató -respondió Pitt-. Mi amigo y yo trabajamos en la National Underwater and Marine Agency . Me llamo Dirk Pitt.

El piloto apartó una mano de los controles y la extendió por encima del hombro.

– Marvin Huey.

– Ah, norteamericano. De Montana, a juzgar por el acento.

– Cerca. Me crié en un rancho de Wyoming. Después de veinte años de pilotar estos cacharros para la fuerza aérea, y de que mi mujer me dejara por un petrolero, me vine aquí para montar una pequeña empresa de vuelos chárter.

Pitt le estrechó la mano mientras le echaba una ojeada superficial. Parecía de baja estatura, con el cabello pelirrojo ralo y grandes entradas. Vestía unos Levi's desteñidos, una camisa estampada y botas vaqueras. Los ojos eran de un color azul claro y parecían haber visto demasiado. Le calculó cincuenta y tantos años.

Huey miró a Pitt sin disimular la curiosidad.

– No me ha dicho a qué ha venido la gran escapada.

– Vimos algo que no debíamos ver -contestó Pitt, sin dar más explicaciones.

– ¿Qué hay que ver en un faro abandonado?

– El faro no es lo que parece.





Huey no le creyó, pero no insistió en el tema.

– Aterrizaremos en nuestro campo en Managua dentro de veinticinco minutos.

– Cuanto antes mejor. -Pitt señaló el asiento vacío del copiloto-. ¿Le importa?

– En absoluto.

– ¿Cree que podría hacer una pasada sobre las instalaciones de Odyssey en la isla?

El piloto se volvió sólo un poco para obsequiar a Pitt con la mirada que se reserva para los locos.

– Bromea, seguramente. Ese lugar está más vigilado que el Área 51 de Groom Lake, en Nevada. No podría acercarme a menos de diez kilómetros sin que un avión de vigilancia me ordenara dar media vuelta.

– ¿Qué pasa allá abajo?

– Nadie lo sabe. Las instalaciones son tan secretas que los nicaragüenses niegan que existan. Lo que comenzó como un muelle y un par de edificios se ha ido convirtiendo en los últimos cinco años en eso que vemos ahora. Las medidas de seguridad son extremas. Construyeron unas naves inmensas, y lo que algunas personas creen que son áreas de montaje. Los rumores hablan de alojamientos con capacidad para tres mil personas. Los nativos cultivaban café y tabaco en las islas. Altagracia y Moyogalpa, las principales ciudades, fueron demolidas e incendiadas después de que el gobierno obligara a los habitantes a abandonar sus tierras y los reinstalara en las montañas del este.

– Al parecer, el gobierno ha invertido mucho en el complejo.

– Eso no lo sé, pero sí que han cooperado al máximo para que Odyssey trabaje sin interferencias.

– ¿No hay nadie que haya conseguido burlar las medidas de seguridad de Odyssey? -preguntó Pitt.

En el rostro de Huey apareció una sonrisa tensa.

– Nadie que haya vivido para contarlo.

– ¿Tan difícil es entrar?

– Vehículos equipados con los más modernos equipos de vigilancia recorren todas las playas. Las patrulleras navegan día y noche alrededor de la isla, con el apoyo de helicópteros. Hay sensores de movimiento en todos los senderos y caminos que conducen al complejo. Se dice que los ingenieros de Odyssey han perfeccionado unos equipos capaces de oler a cualquier ser vivo que se acerque a los edificios, y diferenciar entre humanos y animales.

– Habrá fotografías tomadas por satélites, ¿no? -insistió Pitt.

– Se las puede comprar a los rusos, pero no le servirán para saber lo que ocurre en el interior de los edificios.

– Tiene que haber rumores.

– Oh, claro, todos los que quiera. El único quizá con algo de cierto es el de que se trata de un complejo dedicado a la investigación y el desarrollo. Qué investigan es harina de otro costal.

– Pero tendrá un nombre…

– Sólo el que le ha puesto la gente de aquí.

– ¿Cuál es? -tuvo que preguntar Pitt.

– La casa de los invisibles -acabó por responder el piloto.

– ¿Y por qué?

– Porque a todos los que entran allí no los vuelven a ver nunca más.

– ¿Las autoridades locales nunca investigan las desapariciones? -preguntó Pitt.

Huey sacudió la cabeza.

– Los burócratas nicaragüenses siguen la política de no intromisión. Dicen que la gente de Odyssey ha comprado a todos los políticos, jueces y jefes de policía del país.

– ¿Qué pasa con los chinos comunistas? ¿Están involucrados?

– En estos tiempos están metidos en toda Centroamérica. Contrataron a Odyssey hace cosa de tres años para construir un canal en la costa oeste del lago de Nicaragua, en Peñas Blancas, para permitir que los barcos de ultramar pudieran entrar y salir.

– La economía nacional ha tenido que salir beneficiada.

– La verdad es que no. La mayoría de los barcos que utilizan el canal pertenecen a una flota china.

– ¿Cosco?

– Sí, esa -asintió el piloto-. Siempre atracan en los muelles de Odyssey.

Pitt pasó el resto del viaje en silencio, ocupado en analizar la multitud de contradicciones y misterios de Odyssey, su extraño fundador y sus todavía más extrañas actividades. En cuanto Huey aterrizó delante del hangar de la compañía, a tres kilómetros de Managua, Pitt se bajó de helicóptero y llamó a Sandecker.