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– Si has acabado de exhibirte, Mujer Maravilla, tengo un trabajito para ti.

– Estoy a tu servicio, amo -respondió Max, en una imitación de Barbara Eden en la vieja serie de televisión Dream of Jea

Yaeger copió el contenido del disquete en la memoria de Max.

– Tómate el tiempo que haga falta y después dime qué has sacado en limpio.

Max lo miró fijamente durante unos segundos antes de preguntarle:

– ¿Qué quieres saber?

– La pregunta es: ¿cuál es el posible motivo para que Odyssey y la China comunista hayan excavado cuatro enormes túneles a través de Nicaragua desde el Atlántico al Pacífico?

– Eso es muy fácil. El enigma ni siquiera entibia mis circuitos.

Yaeger la miró sin disimular la desconfianza.

– ¿Cómo puedes darme una respuesta si todavía no has analizado el problema?

Max se llevó una mano a la boca para tapar el bostezo.

– Es absolutamente elemental. Nunca deja de sorprenderme que los humanos seáis incapaces de ver más allá de vuestra nariz.

Esta vez Yaeger estaba seguro de que había cometido un error en el programa. La respuesta había sido prácticamente instantánea.

– De acuerdo. Estoy ansioso por escuchar tu solución.

– Los túneles se construyeron para trasvasar enormes cantidades de agua.

– No creo que haga falta ser un genio para descubrirlo. -Yaeger comenzó a pensar que Max se había despistado un poco-. Cuatro túneles que van de un océano a otro, y las descomunales estaciones de bombeo, hacen que esa sea una conclusión evidente.

– ¡Ah! -exclamó Max, que levantó un mano con el índice extendido-. Ya que te parece tan obvio, ¿sabes por qué quieren bombear enormes cantidades de agua a través de los túneles?

– ¿Para desalinizar el agua y abastecer a la población? ¿Para el riego de cultivos? Demonios, no lo sé.

– ¿Cómo pueden ser los humanos tan obtusos? -preguntó Max con un tono de frustración-. ¿Estás preparado, amo?

– Si quieres tener la bondad de sacarme de la ignorancia…

– Perforaron los túneles para desviar la corriente ecuatorial sur, que va desde el continente africano al mar de las Antillas.

En el rostro de Yaeger apareció una expresión de desconcierto al escuchar la respuesta.

– ¿Cuál sería la amenaza ecológica que podría provocar?

– ¿No lo ves?

– Hay agua más que suficiente en el océano Atlántico para que no se note el trasvase de unos cuantos millones de litros.

– No te hagas el gracioso.

– Si no es eso, ¿qué es?

Max levantó las manos en un gesto de desesperación.

– Al desviar la corriente ecuatorial sur, la temperatura de la corriente del Golfo será unos ocho grados más baja cuando llegue a Europa.

– ¿Qué más?

– Un descenso de ocho grados en la temperatura del agua que calienta Europa provocaría un cambio climático en el continente que se asemejaría mucho al clima que reina actualmente en el norte siberiano.

Yaeger fue incapaz de captar inmediatamente el significado de las palabras de Max, o sus inimaginables consecuencias.





– ¿Estás segura?

– ¿Es que alguna vez me equivoco? -replicó Max con un mohín encantador.

– A mí me parece que ocho grados es una bajada muy brusca -insistió Yaeger, poco convencido de la solución.

– Sólo estamos hablando de un descenso de unos tres grados en la temperatura del agua cuando la corriente del Golfo pasa frente a las costas de Florida. Pero cuando la corriente fría del Labrador baja desde el Ártico y se encuentra con la del Golfo después de trazar un arco frente a las provincias marítimas canadienses, el descenso de la temperatura se hace mayor. Esto a su vez propicia otro descenso a través de Europa, y la consecuencia es que altera los patrones climáticos y provoca un cambio atmosférico que va desde Escandinavia al Mediterráneo.

El espantoso plan quedó claro ahora en la mente de Yaeger. Con movimientos pausados, cogió el teléfono y marcó el número del despacho de Sandecker. La secretaria del almirante le pasó la llamada inmediatamente.

– ¿Max ya tiene alguna respuesta? -preguntó Sandecker.

– Así es.

– ¿Qué ha dicho?

– Almirante -respondió Yaeger con voz ronca-, mucho me temo que se esté fraguando una catástrofe.

34

Mientras esperaban la llegada del helicóptero, que llevaba ya una hora de retraso, Giordino se durmió tranquilamente y Pitt se dedicó a mirar el lago de Nicaragua a través de los prismáticos. La costa oeste estaba a unos cuatro kilómetros y vio las casas de una ciudad pequeña.

La buscó en el mapa. Se trataba de la ciudad de Rivas. Luego volvió su atención a una isla muy extensa que tenía la forma de un ocho, situada a unos ocho kilómetros al oeste. Parecía una tierra muy fértil y estaba densamente arbolada. Pitt calculó que la superficie de la isla debía de tener unos cuatrocientos kilómetros cuadrados.

Según el mapa, era la isla de Ometepe. Pitt enfocó dos volcanes unidos por una angosta faja de tierra de tres o cuatro kilómetros de longitud. El volcán del lado norte de la isla tenía más de mil quinientos metros de altura y, a juzgar por la fumarola que escapaba del cráter y se unía con las nubes que pasaban por encima de la cumbre, parecía estar activo.

El volcán del sur tenía la forma de un cono perfecto y estaba inactivo. Pitt estimó que era unos trescientos metros más bajo que su compañero en el norte. También dedujo que los cuatro túneles debían de pasar por debajo de la faja de tierra, cerca de la base del volcán norteño. Eso explicaría, pensó, el inesperado aumento de la temperatura que él y Giordino habían notado en el interior del cuarto túnel.

Una rápida mirada al mapa le informó que el volcán activo se llamaba Concepción, mientras que su compañero se llamaba Maderas. Continuó con la observación y de pronto se encontró con lo que parecían ser los edificios de una gran fábrica, que ocupaban la ladera sur del Concepción un poco más allá del istmo. Estimó que abarcaban una extensión de doscientas hectáreas. Le pareció una ubicación bastante extraña para una fábrica. No era precisamente el lugar más apropiado para invertir millones de dólares en un complejo industrial donde no había medios de transporte adecuados. A menos, se dijo, que fuera algo muy secreto.

De pronto vio aparecer un avión por el norte. El aparato enfiló la pista que cruzaba la faja de tierra hacia la entrada del complejo, dio una vuelta alrededor de la cumbre del volcán Maderas y aterrizó. El piloto carreteó por la pista hasta el edificio de la terminal.

Pitt bajó los prismáticos, con la expresión de haber visto algo que no quería ver y una mirada de profunda concentración. Limpió los cristales de los prismáticos con unas gotas de agua de la cantimplora y los secó con el faldón de la camisa que llevaba debajo del mono de Odyssey. Luego se los llevó a los ojos y, como si quisiera estar seguro, enfocó el aparato.

La luz del sol que se colaba entre un par de nubes iluminaba la isla de Ometepe. Si bien el aeroplano no parecía mucho más grande que una hormiga a través de los prismáticos, el color lavanda que reflejaba el sol en el fuselaje y las alas era inconfundible.

Odyssey, murmuró para sus adentros, mientras su mente corría desbocada. Sólo entonces comprendió que los edificios se encontraban directamente encima de los túneles. Eso explicaba los enormes montacargas que él y Giordino habían visto en la terminal ferroviaria. El complejo estaba conectado con los túneles, aunque el tamaño indicaba que debía de servir a otros propósitos.

Mientras hacía un barrido de las instalaciones al pie del volcán, hizo una pausa al ver lo que parecían ser muelles detrás de una hilera de tinglados. Los techos de los tinglados le impedían la visión directa de los muelles, pero distinguió las siluetas de cuatro grandes grúas contra el fondo azul del cielo y entendió por qué el complejo no necesitaba de un sistema de transporte exterior. Era totalmente autosuficiente.

Entonces ocurrieron tres cosas casi simultáneamente, que le avisaron del peligro.

El faro, sin motivo aparente, comenzó a oscilar como una bailarina de hula hula. Tal como le había dicho a Percy Rathbone, estaba acostumbrado a los terremotos como todos los californianos. En una ocasión había estado en el piso treinta y dos de un edificio de oficinas en Wilshire Boulevard cuando se había producido un temblor y el edificio se había sacudido violentamente. Claro que no había tenido ninguna consecuencia, porque éste contaba con protección antisísmica. Ahora revivió la misma sensación, excepto que el faro se movía como una palmera sacudida por vientos cambiantes.

Pitt se volvió inmediatamente para mirar el volcán Concepción, ante la posibilidad de que hubiese entrado en erupción, pero el cráter parecía tranquilo, sin señales de humo o cenizas. Miró el agua y vio las ondulaciones en la superficie como si en las profundidades se hubiera puesto en marcha una gigantesca batidora. Al cabo de un minuto que se hizo eterno, se acabaron las sacudidas. Como era de suponer, Giordino no se despertó.

El segundo peligro lo encarnó una lancha patrullera de color lavanda que había zarpado de la isla y se dirigía directamente hacia el faro. Los guardias a bordo debían de estar muy convencidos de que sus presas no podían escapar, ya que navegaban como quien da un paseo.

El tercero y último peligro provino de debajo de sus pies. Un ruido prácticamente inaudible -el choque de una pieza metálica contra otra en el interior del pozo de ventilación- fue probablemente el motivo de que salvaran la vida. Pitt tocó a Giordino con la punta del pie.

– Tenemos visitas. Por lo que se aprecia, encontraron nuestro rastro.

Giordino se despertó en el acto y cogió la automática Desert Eagle calibre.50 que llevaba en la cintura debajo del mono. Pitt sacó de la mochila su vieja automática Colt.45 y se agachó junto al agujero del pozo sin mirar por encima del borde.

– ¡Quédense donde están! -gritó.

Lo que pasó a continuación no fue algo completamente inesperado. Por toda respuesta, una ráfaga de ametralladora convirtió en un colador la cúpula metálica del faro. La descarga fue tan violenta que Pitt y Giordino no se animaron a estirar las manos más allá del borde para disparar, ante el riesgo de que se las destrozaran las balas.

Pitt se arrastró hasta una de las ventanas del faro y comenzó a golpear contra el cristal con la culata de la pistola. El cristal era grueso y tuvo que descargar varios golpes hasta conseguir romperlo. Varios trozos cayeron al mar, pero Pitt pasó rápidamente el brazo por el agujero y golpeó el vidrio desde el exterior para que los cristales cayeran al suelo. Luego los empujó con los pies para amontonarlos y llevarlos hasta el agujero, y los lanzó por encima del borde. Los trozos, puntiagudos y afilados como navajas, llovieron sobre los asaltantes. Casi sin solución de continuidad se escucharon gritos de dolor y cesaron los disparos.