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– Es una pena que no se pueda visitar la fortaleza -le comentó Pitt al patrón-. Me habían dicho que tiene un museo muy interesante.

Aragón se puso un poco tenso y miró furtivamente a través de la ventana hacia El Castillo.

– Sí, señor, es una lástima que se lo pierdan. El gobierno ha ordenado cerrarlo porque es peligroso para los turistas.

– Pues a mí me parece muy sólido -apuntó Giordino.

El dueño del hotel se encogió de hombros.

– Todo lo que sé es lo que me han dicho los policías de Managua.

– ¿Los guardias se alojan en la ciudad? -preguntó Pitt.

– Se alojan en un barracón dentro de la fortaleza y casi nunca se los ve, excepto cuando los relevan y los recoge un helicóptero que viene desde Managua.

– ¿Ninguno sale de la fortaleza, ni siquiera para tomar una copa o alternar?

– No, señor. No tratan con nosotros. Tampoco permiten que nadie se acerque a menos de diez metros de la cerca.

Giordino se sirvió la cerveza en un vaso.

– Es la primera vez que me entero de que un gobierno impide el acceso a los turistas a un museo porque amenaza ruina.

– ¿Los caballeros se alojarán en el hotel esta noche? -preguntó Aragón.

– No, muchas gracias -contestó Pitt-. Me han dicho que hay unos rápidos río arriba y queremos atravesarlos cuando todavía hay luz.

– No tendrán ningún problema si se mantienen en el centro del canal. Si se va con cuidado es prácticamente imposible volcar en los rápidos. El problema para cualquiera que caiga por la borda en las aguas calmas son los cocodrilos.

– ¿Aquí sirven filetes? -preguntó Pitt.

– Sí, señor. ¿Desea comer algo más?

– No, quisiéramos llevarnos algo de carne para la cena. Después de cruzar los rápidos, mi amigo y yo tenemos la intención de acampar en la orilla y comérnosla hecha a las brasas.

– Ni se les ocurra acampar en la orilla. Busquen un lugar más alejado o correrán el riesgo de que se los coma un cocodrilo.

– Caramba. Saciar el apetito de un cocodrilo no es algo que me seduzca -afirmó Pitt con una gran sonrisa.

Salieron tarde, y atravesaron los rápidos río arriba de El Castillo sin problemas. Continuaron navegando hasta que estuvieron fuera de la vista de la ciudad. Al ver que no había más pangas que la propia entre los meandros, llevaron al Greek Angel a la costa, levantaron el motor fuera de borda y arrastraron la embarcación para meterla en la maleza hasta que quedó oculta a la vista de cualquier otra panga que pasara por allí.

Aún había algo de luz cuando encontraron un angosto sendero que llevaba hacia la ciudad. Se comieron los bocadillos y se echaron a dormir hasta la medianoche. Luego avanzaron cautelosamente por el sendero, con las gafas de visión nocturna puestas. Cuando llegaron a la ciudad rodearon las casas y se ocultaron entre unos arbustos, desde donde veían la fortaleza sin obstáculos. Ubicaron las cámaras de vigilancia y memorizaron sus posiciones.

Había comenzado a caer una lluvia fina que no tardó en empaparlos. Una lluvia fina en el trópico era como estar bajo la ducha abierta al máximo en el baño de casa. La temperatura del agua era cálida.

En cuanto estuvieron preparados, Pitt, seguido por Giordino, trepó a un jatobá que tenía más de treinta metros de altura y un tronco de metro veinte de diámetro. El árbol se alzaba a unos pasos de la cerca que rodeaba la fortaleza -que estaba coronada con una espiral de acero afilada como una navaja-, y sus ramas bajas se extendían por sobre ella. Giordino enlazó una gruesa rama que estaba a unos tres metros por encima de su cabeza y subió hasta otra más alta antes de arrastrarse por las ramas más pequeñas hasta pasar la verja, a poco más de tres metros del suelo. Hizo una pausa y observó el terreno a través de las gafas de visión nocturna.

Pitt cogió la cuerda y comenzó a subir caminando por el tronco. Llegó a la rama y avanzó cautelosamente hasta casi tocar las botas de Giordino.

– ¿Alguna señal de guardias y perros? -susurró.

– Los guardias son unos vagos -respondió Giordino-. Han soltado a los perros para que campeen a su aire.

– Es un milagro que no nos hayan olido.

– No hables antes de hora. Veo a tres que miran en nuestra dirección. Ay, ay, ya vienen…

Antes de que los perros comenzaran a ladrar, Pitt metió la mano en la mochila, cogió los filetes que había comprado en el restaurante y los arrojó a una rampa que llevaba al bastión más cercano. Golpearon contra el suelo con un ruido característico que los perros captaron de inmediato.

– ¿Estás seguro de que funcionará? -murmuró Giordino.

– En las películas siempre da resultado.

– No sabes cuánto me tranquiliza -gimió Giordino.





Pitt se descolgó de la rama y permaneció de pie. Giordino lo siguió, sin perder de vista a los perros, que devoraban la carne cruda con gran placer sin prestar la menor atención a los dos intrusos.

– Nunca más volveré a dudar de ti -prometió Giordino.

– No olvidaré que lo has dicho.

Pitt encabezó la marcha hacia una de las rampas de piedra. Utilizó las gafas de visión nocturna para ver cuándo la cámara de vigilancia más cercana llegaba al extremo de su recorrido. Silbó para avisarle a Giordino y su compañero corrió por el lado ciego de la cámara y roció el objetivo con pintura negra.

Continuaron avanzando, hicieron una pausa delante del edificio del museo -que estaba cerrado y a oscuras- y permanecieron atentos a cualquier ruido sospechoso. Escucharon el rumor de unas voces al otro lado de las almenas, en el patio de armas, donde habían instalado los barracones de los guardias. Entraron en lo que había sido una vez un almacén. Los muros de piedra se mantenían en pie; en cambio, el tejado y las vigas habían desaparecido.

Pitt señaló una torre que se alzaba por encima del resto de la fortaleza. Tenía la forma de una pirámide truncada.

– Si aquí sale uno de los pozos de ventilación, tiene que estar allí -dijo con voz queda.

– Es el único lugar lógico -asintió Giordino. Entonces escuchó con atención-. ¿Qué es ese ruido?

Pitt escuchó, con todos los sentidos alertas, mientras miraba hacia el lugar del que parecía proceder. Luego señaló de nuevo hacia la torre.

– Ese sonido parece ser el de unos extractores.

Sin apartarse de la zona de sombra, subieron por una angosta rampa de piedra construida en la pared de la torre, que acababa en una puerta. La corriente de aire fresco que salía por la pequeña abertura los golpeó con la fuerza de un vendaval. Pitt se agachó para protegerse del viento y, en cuanto entró en la torre, se encontró sobre la base de una gran jaula de tela metálica. El sonido de las paletas de los extractores al batir el aire era ensordecedor hasta el punto de hacerles doler los oídos.

– Menudo ruido -gritó Giordino.

– Eso es porque estamos directamente encima -respondió Pitt-. Sería mucho peor si no tuviesen instalados los silenciadores. Tal como suena, el nivel de ruido en el exterior es muy reducido.

– Pues a mí no me hace ninguna gracia encontrarme en medio de un huracán -manifestó Giordino, que ya se ocupaba de observar el grosor del alambre.

– Los ventiladores están diseñados para producir un volumen de aire calculado por ordenador a una presión adecuada.

– Ya te ha salido de nuevo el maestrillo. No me digas que has hecho un curso básico de construcción de túneles de viento.

– ¿Te has olvidado de que en una de las vacaciones de verano en la academia de la Fuerza Aérea trabajé en una mina de plata en Leadville, Colorado? -replicó Pitt.

– Lo recuerdo. -Giordino sonrió-. Yo pasé aquel verano como salvavidas en Malibú.

Miró entre los huecos de la tela metálica. Había un resplandor que llegaba desde abajo. Caminó alrededor de la jaula hasta que encontró el cerrojo.

– Está asegurado por dentro -comentó-. Tendremos que cortar los alambres.

Pitt sacó un cortaalambres pequeño de la mochila.

– Me pareció oportuno traerlo por si teníamos que cortar el alambre de espino.

Giordino cogió la herramienta y le echó una ojeada a la luz del resplandor.

– Tiene buen apecto. Servirá. Ahora apártate un poco mientras el maestro crea una entrada.

Parecía sencillo, pero no lo fue. Giordino sudaba a mares cuando al cabo de veinticinco minutos consiguió practicar un agujero lo bastante grande para abrirse paso. Le devolvió el cortaalambres a Pitt, retiró el trozo cortado y espió al interior del pozo de sección cuadrada, de unos cinco metros de lado, que servía como paso para el aire extraído de un túnel que estaba mucho más abajo. Un tubo circular de metal ocupaba una de las esquinas. Se trataba del túnel de acceso, con una escalerilla que parecía desaparecer en un pozo sin fondo.

– Es para las tareas de mantenimiento, por si hay que hacer alguna reparación en los extractores -gritó Pitt, para hacerse escuchar por encima del estruendo-. También sirve como salida de emergencia para los trabajadores si se produce algún incendio o derrumbe en el túnel principal.

Giordino entró en el tubo con los pies por delante para apoyarse en los escalones. Hizo una pausa para mirar a Pitt con una expresión agria.

– ¡Espero no tener que lamentarlo! -gritó por encima del ruido de los extractores, y comenzó a descender.

Pitt agradeció que el tubo estuviese iluminado. Después de bajar unos quince metros, se detuvo y miró hacia abajo. Todo lo que vio fueron los peldaños que se perdían en el infinito, como las vías de un ferrocarril. No se veía el fondo.

Sacó un pañuelo de papel del bolsillo, cortó dos trozos pequeños, los hizo una bolita y se los metió en los oídos a modo de tapones, para protegerse del ruido. Además de los extractores principales, habían instalado otros secundarios cada treinta metros a fin de mantener la presión necesaria para sacar el aire viciado a la superficie.

Después de lo que pareció una eternidad, y que Giordino calculó había sido un descenso de ciento cincuenta metros, se detuvo y agitó una mano. Se veía el final de la escalerilla. Lenta, cuidadosamente, invirtió su posición hasta quedar cabeza abajo. Luego continuó bajando hasta ver lo que parecía ser el techo de un pequeño centro de control que dirigía los gases, la temperatura y el funcionamiento de los extractores.

Pitt y Giordino estaban mucho más abajo de los extractores principales y ahora podían conversar en voz baja. Giordino había vuelto a la posición normal y se dirigió a Pitt, que había bajado hasta situarse a su lado.