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En aquel momento notaron como la tierra se sacudía, y los cubitos de hielo tintinearon en las copas al tiempo que el contenido se agitó como si cayeran las gotas de una lluvia invisible. Las copas de los árboles oscilaron y las aves remontaron el vuelo espantadas. También se escucharon los lamentos de los animales.

– Un terremoto -comentó Giordino con tono indiferente.

– Un temblor de tierra de poca monta -dijo Pitt. Bebió otro sorbo de tequila.

– No parecen ustedes muy preocupados por los temblores de tierra -manifestó Rathbone, sorprendido.

– Crecimos en California -le explicó Giordino.

Pitt intercambió una mirada con su compañero.

– Me pregunto si se producirán más temblores mientras continuemos nuestro viaje río arriba.

– Lo dudo -respondió Rathbone, que parecía inquieto-. Van y vienen como los truenos, pero muy de cuando en cuando y no provocan ningún daño. Los nativos son muy supersticiosos. Creen que han regresado los antiguos dioses y que ahora viven en la selva. -Calló mientras se levantaba lentamente con gran esfuerzo. No parecía tener mucho equilibrio-. Caballeros, gracias por la copa. Ha sido un placer hablar con ustedes. Pero con la edad llega el deseo de retirarse temprano. ¿Nos volveremos a ver mañana?

Pitt se levantó para estrecharle la mano.

– Quizá. Es probable que por la mañana salgamos a dar un paseo para disfrutar del panorama y continuemos el viaje a última hora de la tarde.

– Nos gustaría pasar un día en El Castillo y ver las ruinas de la fortaleza antes de seguir viaje hasta el lago de Nicaragua -añadió Giordino.

– Mucho me temo que sólo podrán ver la fortaleza desde lejos -dijo Rathbone-. La policía ha cerrado todo el recinto y no se admiten visitas. Afirman que está en malas condiciones y que las multitudes empeoran la situación. Para mí no son más que excusas; la lluvia provoca mucho más daño que las pisadas de unos pocos turistas.

– ¿La policía nicaragüense vigila la fortaleza?

– Hay más vigilancia que en una fábrica de bombas atómicas. Cámaras, perros y una cerca de alambre de espino de tres metros de altura. Uno de los habitantes de El Castillo, un tipo llamado Jesús Diego, se dejó llevar por la curiosidad e intentó saltarse los controles. Al pobre hombre lo encontraron colgado en un árbol de la ribera.

– ¿Muerto?

– Así es. -Rathbone se apresuró a cambiar de tema-. Yo en su lugar no me acercaría por allí.

– Tendremos en cuenta su consejo -dijo Pitt.

– Bien, caballeros, ha sido un placer. Buenas noches.

Mientras miraban al anciano que se alejaba con paso cansino, Giordino le preguntó a Pitt:

– ¿Qué te parece?

– No es lo que aparenta -respondió Pitt escuetamente-. No hizo ninguna mención del puerto.

– Supongo que te habrás fijado en sus manos.

– La piel se veía demasiado elástica y libre de manchas para ser un hombre que ronda los ochenta.

Giordino llamó al camarero con un gesto.

– ¿Qué te pareció la voz? Tenía un tono artificial, como si fuese una grabación.

– Aparentemente, el señor Rathbone intentaba engañarnos.

– Sería interesante saber a qué juega.

Cuando el camarero les sirvió otra ronda y les preguntó si ya querían cenar, ambos asintieron y lo siguieron al comedor. Mientras se sentaban, Pitt le preguntó al camarero:

– ¿Cómo se llama usted?

– Marcos.

– Marcos, ¿es habitual que se produzcan temblores de tierra en la selva?

– Oh, sí, señor. Aunque sólo ocurren desde hace tres o cuatro años, cuando comenzaron a remontar el río.

– ¿Los temblores remontan el río? -preguntó Giordino, intrigado.

– Sí, muy lentamente.

– ¿En qué dirección?

– Comenzaron en la desembocadura del río en San Juan del Norte. Ahora sacuden la tierra más allá de El Castillo.

– Está claro que no es un extraño fenómeno causado por la Madre Naturaleza.

Giordino exhaló un suspiro.

– Quisiera saber dónde se oculta Sheena, la reina de la selva, cuando uno la necesita.

– Los dioses nunca permitirán que el hombre descubra sus secretos, y menos en la selva -declaró Marcos, que miró en derredor como si esperara ver a un asesino dispuesto a lanzarse sobre él-. Ningún hombre que entra en la selva sale con vida.

– ¿Cuándo comenzaron a desaparecer los hombres en la selva? -preguntó Pitt.

– Hace cosa de un año, una expedición universitaria entró para estudiar la flora y la fauna, y desapareció. Nunca encontraron ni el más mínimo rastro. La selva guarda muy bien sus secretos.





Por segunda vez, Pitt miró a Giordino y ambos esbozaron una sonrisa.

– No sé qué decir -manifestó Pitt con voz pausada-. Los secretos tienen el curioso hábito de acabar por descubrirse.

28

La fortaleza se alzaba en la cumbre de una colina aislada, que se parecía más a un gran montículo cubierto de hierba y rodeado por diversas variedades de árboles. El castillo de la Inmaculada Concepción había sido diseñado con los criterios de las fortificaciones construidas por el ingeniero militar Vauban, con bastiones en las cuatro esquinas. Se conservaba en muy buen estado a pesar de que llevaba cuatrocientos años soportando el castigo de las lluvias torrenciales.

– Supongo que ya sabes -comentó Giordino- que el allanamiento está fuera de nuestra línea de trabajo.

Tendido de espaldas, contemplaba las estrellas. Pitt estaba recostado a su lado, muy ocupado en observar la cerca que rodeaba la fortaleza a través de las gafas de visión nocturna.

– No sólo eso, sino que la NUMA no paga el plus de peligrosidad.

– Creo que lo mejor sería llamar al almirante y a Rudi Gu

Pitt sacó el teléfono de la mochila y comenzó a marcar un número.

– Sandecker es muy madrugador, así que se acuesta temprano. Llamaré a Rudi. Sólo hay una hora de diferencia con Washington.

La conversación duró cinco minutos.

– Rudi enviará un helicóptero a San Carlos por si surge la necesidad de salir pitando.

Giordino volvió a fijar la atención en la fortaleza.

– No veo escaleras, sólo rampas.

– Las rampas de piedra eran mucho más prácticas a la hora de subir y bajar la artillería desde las almenas -afirmó Pitt-. Los constructores de la época sabían tanto de edificar fortalezas como los de hoy cuando levantan un rascacielos.

– ¿Ves alguna cosa que se parezca a la salida de un pozo de ventilación?

– Seguramente sale a través de la almena central.

Giordino agradeció que fuese una noche sin luna.

– ¿Cómo haremos para cruzar la cerca y conseguir que no nos descubran las cámaras, las alarmas, los guardias y los perros?

– Vamos por orden. Antes de preocuparnos por todo lo demás hemos de cruzar la cerca -respondió Pitt, que estudiaba el terreno alrededor de la fortaleza.

– ¿Se te ocurre cómo hacerlo? Tiene una altura de tres metros.

– Podríamos probar de saltarla con una pértiga.

Giordino miró a Pitt como si hubiese perdido el juicio.

– Lo dirás en broma.

– Sí. -Pitt sacó un rollo de cuerda de la mochila-. ¿Todavía puedes trepar a los árboles o la artritis te impide cualquier actividad física?

– Mis viejas articulaciones no están ni la mitad de endurecidas que las tuyas.

Pitt le dio una palmada en el hombro.

– En ese caso, veamos si dos viejos achacosos todavía pueden revivir antiguas proezas.

Después de desayunar en el refugio, y fieles a la palabra dada a Rathbone, Pitt y Giordino se unieron a un grupo de turistas para una visita a la reserva. Se mantuvieron en la retaguardia, y conversaron entre ellos, sin hacer caso de las aves multicolores ni de los extraños animales.

Cuando regresaron, Pitt hizo algunas discretas averiguaciones sobre el anciano y, tal como sospechaba, los empleados del refugio sólo sabían que Rathbone era un huésped más, que había presentado un pasaporte panameño a la hora de registrarse. No tenían noticia de que fuese el propietario de una cadena de hoteles ribereños.

A mediodía, después de pedir que les prepararan unos bocadillos, cargaron las maletas en el Greek Angel y reanudaron el viaje. El motor arrancó a la primera y salieron de la laguna para meterse en el río. Las riberas se veían más despejadas, con suaves y ondulantes colinas donde los árboles parecían haber sido plantados ordenadamente por un jardinero paisajista.

El Castillo se encontraba a sólo seis kilómetros río arriba; avanzaron a velocidad de tortuga. Una hora más tarde rodearon la última curva y pasaron por delante de la fortaleza colonial, que dominaba la ciudad. El musgo cubría las antiguas ruinas de piedra volcánica y les daba una apariencia que afeaba el maravilloso paisaje. En cambio, la pintoresca ciudad a orillas del río, con los tejados rojos y las pangas multicolores que llenaban la playa, era como un oasis que invitaba al descanso.

Excepto por el tráfico fluvial, El Castillo estaba completamente aislado del resto del mundo. No había carreteras, ni coches ni una pista de aterrizaje. La mayoría de los lugareños vivían de los cultivos en las colinas y de la pesca, mientras que los demás trabajaban en un aserradero y en una fábrica de aceite de palma que se encontraban a veinte kilómetros río arriba.

Pitt y Giordino querían que los vieran llegar y marcharse de la pequeña comunidad pesquera mientras continuaban su viaje por el río hasta el lago de Nicaragua, así que amarraron la panga en un pequeño muelle y caminaron unos cincuenta metros por una calle sin asfaltar hasta un modesto hotel con bar y restaurante. Pasaron por delante de casas de madera pintadas con colores brillantes y saludaron a tres niñas con vestidos amarillos que jugaban descalzas en una galería.

Se reservaron para la excursión nocturna los bocadillos que les habían preparado en el refugio Bartola y pidieron pescado fresco y cerveza nacional.

Los atendió el propietario, que se llamaba Aragón.

– Les recomiendo el gaspar. No abunda y, preparado con mi salsa especial, es delicioso.

– Gaspar -repitió Giordino-. Nunca lo he oído mencionar.

– Es una reliquia viviente, de hace millones de años. Tiene unas escamas enormes, hocico y colmillos. Le juro que no podrá comerlo en ninguna otra parte.

– Siempre estoy dispuesto a probar cosas nuevas -afirmó Pitt-. Me apunto al gaspar.

– Yo también, aunque tengo mis dudas -murmuró Giordino.