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– No dudo que la mayoría están ocultos en la selva, pero cuento con la posibilidad de que construyeran alguno cerca de un lugar civilizado por si tienen que utilizarlo para una evacuación de emergencia.

El paisaje a lo largo del río era absolutamente espectacular, y los dos hombres guardaron silencio mientras contemplaban la belleza de la vegetación y la fauna. Era como hacer un safari acuático a través del más increíble esplendor tropical. Vieron monos araña de cara blanca, que se burlaban de los jaguares que rugían al pie de los árboles. Osos hormigueros grandes como gorrinos se movían entre la maleza, a una distancia prudente de la orilla para evitar los ataques de los caimanes y los cocodrilos. Los tucanes y los papagayos multicolores volaban entre un arco iris de mariposas y orquídeas. Mark Twain había hecho este mismo viaje y había descrito la selva que atravesaba el río San Juan como un paraíso terrenal, el lugar más encantador del mundo.

Pitt mantuvo al Greek Angel a una velocidad de cinco nudos. Aquellas no eran aguas para navegar a toda velocidad y provocar un oleaje que perturbara la perfección de la costa. Mil trescientas hectáreas de selva virgen formaban la reserva biológica de Indio Maíz, donde vivían trescientas especies de reptiles, doscientas de mamíferos y más de seiscientas de aves.

Eran las cuatro de la tarde cuando dejaron el río San Juan y entraron en el río Bartola. Atracaron en el muelle del Refugio y Centro de Investigación Bartola. El complejo contaba con once habitaciones con baño privado y mosquiteras. Pitt y Giordino cogieron una habitación cada uno.

Después de asearse, fueron al bar y restaurante. Pitt pidió un tequila con hielo, de marca desconocida. Giordino, que afirmaba haber visto una docena de películas de Tarzán donde aparecían ingleses de safari, se decidió por la ginebra. Pitt advirtió la presencia de un hombre muy gordo vestido con un traje blanco, que ocupaba una mesa cerca de la barra. Tenía todo el aspecto de ser un respetado residente local, alguien que podría ser una mina de información. Pitt se le acercó.

– Perdone, señor, ¿aceptaría tomar una copa con nosotros?

El hombre se volvió hacia él y Pitt vio que era muy mayor, rondando los ochenta. Tenía el rostro arrebolado y sudaba copiosamente, aunque no se veía mancha alguna de sudor en el traje blanco. Se pasó un pañuelo por la calva y asintió.

– Por supuesto, por supuesto. Soy Percy Rathbone. Quizá sería más sencillo si comparten mi mesa -respondió, y con un gesto señaló su corpachón, que ocupaba toda la butaca de mimbre.

– Me llamo Dirk Pitt y mi amigo es Al Giordino.

El apretón de manos fue firme pero sudoroso.

– Encantado de conocerlos. Siéntense, siéntense.

A Pitt le pareció divertido el hábito de Rathbone de repetir las palabras.

– Tiene usted el aspecto de un hombre que conoce y disfruta de la selva.

– Se nota, se nota, ¿verdad? -Rathbone se rió-. He vivido en la costa del río en Costa Rica y Nicaragua desde que era muy joven. Mi familia llegó aquí durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre era un agente británico que vigilaba a los alemanes que intentaban montar instalaciones secretas en las lagunas para reabastecer a sus submarinos.

– Si me permite la pregunta, ¿cómo se gana la vida alguien que vive en un río en medio de ninguna parte?

Rathbone miró a Pitt con una expresión astuta.

– ¿Me creería, me creería si le dijera que vivo del turismo?

Pitt no estaba muy seguro de si debía creerle, pero le siguió el juego.

– Entonces tiene usted una empresa.

– Así es, así es. Me gano un buen dinero con los pescadores y amantes de la naturaleza que vienen a visitar el refugio. Tengo una pequeña cadena de hoteles entre Managua y San Juan del Norte. Tendrían que consultar mi página web cuando regresen a casa.

– Sin embargo, este refugio está atendido por empleados de parques naturales.

Rathbone pareció ponerse algo tenso ante la puntualización de Pitt.

– Es verdad, es verdad. Estoy de vacaciones. Prefiero descansar en algún lugar donde no me incordien mis huéspedes. ¿Qué me dicen de ustedes? ¿Han venido a pescar?

– A pescar y a disfrutar de la vida salvaje. Comenzamos nuestro viaje en Barra del Colorado y tenemos la intención de llegar hasta Managua.

– Un viaje fantástico, fantástico -afirmó Rathbone-. Disfrutarán hasta el último minuto. No hay nada como esto en todo el hemisferio.

El camarero sirvió otra ronda y Giordino cargó la cuenta a su habitación.

– Dígame, señor Rathbone, ¿cómo es que un río que va casi desde el Pacífico al Atlántico es tan poco conocido en el extranjero?

– El río San Juan era famoso en todo el mundo hasta que construyeron el canal de Panamá. Entonces cayó en el olvido. Un conquistador español llamado Hernández de Córdoba navegó por el San Juan en 1524. Remontó el curso hasta el lago de Nicaragua y fundó la ciudad de Granada en la orilla opuesta. Los españoles que siguieron a Córdoba construyeron fuertes por toda Centroamérica para mantener apartados a los ingleses y franceses. Uno era El Castillo, que está a unos pocos kilómetros de aquí, río arriba.

– ¿Los españoles tuvieron éxito? -preguntó Pitt.

– Desde luego que sí, desde luego. -Rathbone agitó las manos-. Aunque no del todo. Henry Morgan y sir Francis Drake remontaron el río, pero no consiguieron pasar El Castillo para llegar hasta el lago. Unos cien años más tarde, los siguió Horatio Nelson, cuando no era más que un capitán. Navegó río arriba con una flotilla y atacó El Castillo, que todavía se alzaba. El asalto fracasó. Fue la única vez en su carrera que perdió una batalla. Recordó la vergüenza por todo el resto de su vida.

– ¿Por qué? -preguntó Giordino.

– Porque perdió un ojo durante el ataque.

– ¿El derecho o el izquierdo?

Rathbone pensó durante un momento, al no captar la broma, y luego se encogió de hombros.





– No lo recuerdo.

Pitt bebió un sorbo de tequila.

– ¿Durante cuánto tiempo controlaron el río los españoles?

– Más o menos hasta 1850 y el comienzo de la fiebre del oro en California. El comodoro Vanderbilt, un magnate ferroviario y naviero, aprovechó la ocasión. Llegó a un acuerdo con los españoles para ofrecer un servicio de transporte a los buscadores que habían sacado pasaje en sus barcos en Nueva York y Boston para el largo viaje hasta California. Los pasajeros llegaban a San Juan del Norte, donde hacían transbordo a los barcos fluviales. Luego remontaban el San Juan y cruzaban el lago hasta La Virgen. Desde allí, solo tenían que recorrer unos veinte kilómetros en diligencia hasta el pequeño puerto de San Juan del Sur, en el Pacífico, donde una vez más subían a bordo de los vapores de Vanderbilt, que los llevaban hasta San Francisco.

»Los buscadores no sólo se ahorraban centenares de kilómetros al no tener que dar la vuelta al cabo de Hornos, sino que también se evitaban otros mil porque no pasaban por el itsmo de Panamá al sur.

– ¿Cuándo acabó el tráfico fluvial? -preguntó Pitt.

– La Accesory Transit Company , como la llamó Vanderbilt, cesó en sus actividades con la construcción del canal de Panamá. El comodoro construyó una enorme mansión en San Juan del Norte, que todavía existe, aunque está abandonada. El río cayó en el olvido durante ochenta años, hasta que a partir de 1990 se convirtió en una atracción turística.

– Parece un trazado mucho más lógico para un canal que el de Panamá.

Rathbone sacudió la cabeza con una expresión apenada.

– Efectivamente, efectivamente, pero las jugarretas políticas de su presidente Roosevelt hicieron que lo llevaran centenares de kilómetros más al sur.

– Aun así, se podría cavar un canal en esta zona -opinó Giordino pensativamente.

– Es demasiado tarde. Hay poderosos intereses comerciales que defienden la exclusividad del canal. Por otra parte, los movimientos ecologistas se opondrían con uñas y dientes. Aun en el caso de que el gobierno nicaragüense diera el visto bueno, no encontrarían a nadie dispuesto a financiarlo.

– Alguien me comentó que una empresa estaba interesada en construir un túnel ferroviario que atravesaría el país de un océano al otro.

Rathbone contempló el río durante unos instantes.

– Durante algunos meses circularon rumores al respecto, pero nada concreto. Vinieron unos cuantos equipos de prospección que recorrieron la selva. Los helicópteros iban y venían incesantemente. Los geólogos y los ingenieros llenaron mis hoteles y bebieron mi whisky, pero después de casi un año hicieron las maletas, regresaron a sus casas y allí acabó todo.

Giordino se acabó la ginebra y pidió otra.

– ¿Ninguno volvió por aquí?

– No que yo sepa. -Rathbone sacudió la cabeza.

– ¿Dieron alguna razón para abandonar el proyecto? -preguntó Pitt.

El viejo volvió a sacudir la cabeza.

– No encontré a nadie que supiera más que yo. Rescindieron los contratos y les pagaron. Al parecer, todo se llevó a cabo muy en secreto. La noche anterior a la partida, uno de los ingenieros que estaba borracho me dijo que a él y a sus compañeros les habían hecho jurar que guardarían el secreto.

– ¿La empresa contratista se llamaba Odyssey?

Rathbone pareció un tanto sorprendido al escuchar el nombre.

– Sí, ese era el nombre, ese era. Odyssey. El dueño incluso se alojó en mi hotel, en El Castillo. Un tipo enorme. Debía de pesar cerca de los doscientos kilos. Dijo llamarse Specter. Muy extraño. Nunca le vi el rostro. Siempre iba rodeado por una comitiva, la mayoría mujeres.

– ¿Mujeres? -Giordino se animó.

– Muy atractivas, pero también muy profesionales. Distantes, muy eficaces. Nunca hablaban ni se mostraban dispuestas a tratar mucho con la gente del lugar.

– ¿Cómo llegaron hasta aquí? -quiso saber Pitt.

– Vinieron y se fueron en un enorme hidroavión, pintado como una orquídea.

– ¿Lavanda?

– Sí, quizá era lavanda.

Giordino agitó la ginebra que tenía en la copa.

– ¿Llegó a saber por qué abandonaron el proyecto?

– Los rumores mencionaron cincuenta razones, pero ninguna tenía el menor sentido. Mis amigos en el gobierno en Managua se mostraron tan sorprendidos como todos los demás que vivimos a lo largo del río. Afirmaron que ellos no tenían culpa alguna. Le habían ofrecido a Odyssey todos los beneficios y ventajas posibles, dado que el proyecto habría sido un gran paso en favor de la economía nicaragüense. En mi opinión, Specter encontró otros proyectos más rentables para su empresa y se largó.