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– Espero que usted y su marido no hayan decidido marcharse.

– No -respondió, mientras se rascaba la nariz para ocultar el rostro-. Está en el río dispuesto a pescar el ejemplar más grande. Voy al aeropuerto para saludar a unos amigos que hacen una escala técnica en su viaje a la ciudad de Panamá.

– ¿Vendrá a cenar?

– Por supuesto -respondió mientras se alejaba-. ¿En qué otro lugar podría cenar?

Cuando el coche llegó a la entrada del aeropuerto, el conductor se detuvo a la espera de que el guardia de seguridad saliera de la garita.

– ¿Se marcha usted de río Colorado? -le preguntó a través de la ventanilla abierta.

– Sí. Voy a Managua.

– Su pasaporte, por favor.

Le dio el pasaporte de Barbara Hacken y miró en la dirección opuesta.

El guardia cumplió con el reglamento. Se tomó su tiempo para comparar la foto del pasaporte con las facciones de Flidias. Llevaba los cabellos cubiertos con un pañuelo, pero unas pocas puntas rojas asomaban por debajo de la seda. No le preocupó; las mujeres cambiaban de color de cabello de una semana para la otra. El rostro se parecía, pero las gafas de sol le impedían ver los ojos.

– Por favor, abra su equipaje.

– Lo siento, no tengo. Mañana es el cumpleaños de mi marido. He olvidado comprarle un regalo, así que voy a Managua para comprarle uno. Regreso mañana por la mañana.

Satisfecho, el guardia le devolvió el pasaporte y le indicó al chófer que podía pasar.

Cinco minutos más tarde, todos los que se encontraban en un radio de un kilómetro del aeropuerto miraron asombrados cómo un avión color lavanda, que parecía demasiado grande para aterrizar en la pista local, pasó casi rozando las copas de los árboles y se posó con toda suavidad. El piloto invirtió los motores y pisó los frenos. El aparato se detuvo cuando faltaban un centenar de metros para el final de la pista. Luego dio la vuelta y carreteó hasta donde Flidais esperaba en el coche. Al cabo de otros cinco minutos, el Beriev Be210 despegaba rumbo a la ciudad de Panamá.

27

Los dos hombres que parecían dormitar en la cubierta de lo que los lugareños llamaban una panga tenían el mismo aspecto de todos los demás que pescaban en el río San Juan. Vestían unos amplios pantalones cortos blancos, camisetas y gorras de béisbol blancas. Había dos cañas sujetas en la popa de la panga, con los sedales tensos en el agua.

Con la excepción de un pescador experto que se hubiera tomado la molestia de fijarse, nadie más en la orilla habría advertido que los sedales no tenían anzuelo. En un río abarrotado de peces, era imposible que alguno no mordiera el anzuelo a los pocos segundos de entrar en el agua.

La embarcación era propulsada por un motor Mariner fuera de borda de treinta caballos. El timón se accionaba con unos cables que salían de una columna central donde había un volante de coche. La panga, de seis metros de eslora y fondo plano, navegaba por las mansas aguas del río, que atravesaba la selva bajo una suave lluvia. Estaban viajando en mitad de la larga estación lluviosa que comenzaba en mayo y duraba hasta enero. La vegetación en los márgenes era tan espesa que parecía que cada planta luchaba con su vecina para atisbar el sol, que asomaba muy de cuando en cuando entre la gruesa capa de nubes.

Pitt y Giordino habían comprado la panga -que llevaba pintado en la proa el nombre Greek Angel - junto con el combustible y las provisiones, unas pocas horas después de que el avión de la NUMA despegara rumbo a Washington con Rudi Gu

Jack McGee los agasajó con una fiesta de despedida e insistió en cargar la lancha con cajones de cerveza y vino más que suficientes para montar un bar. El inspector Ortega fue uno de los invitados. Les agradeció la colaboración en las investigaciones, y manifestó su pesar por el asesinato de Renée. También estaba dolido porque la mujer a la que conocían como Rita Anderson había eludido el cerco policial. En cuanto los hombres de Ortega se enteraron del robo del pasaporte de Barbara Hacken, y después de interrogar al propietario del hotel y al guardia de seguridad del aeropuerto, llegaron a la conclusión de que Rita había escapado de Costa Rica rumbo a los Estados Unidos.

Pitt añadió otro ingrediente al enigma cuando supo que el avión estaba pintado de color lavanda. Este hecho situaba a Rita directamente en el bando de Odyssey. Ortega juró que perseguiría a la asesina por todo el mundo y que solicitaría la cooperación de la policía norteamericana.

Pitt se había instalado cómodamente en un sillón elevado delante del timón, y pilotaba la embarcación con un pie mientras pasaban por unas tranquilas y pintorescas lagunas que se comunicaban con el río. Giordino se había hecho con una tumbona y un cojín de McGee, y ahora estaba tumbado, con los pies colgados por encima de la proa, con un ojo atento a los cocodrilos de seis metros de largo que se calentaban al sol en las orillas.

Buen conocedor de la selva, Giordino se protegía con una mosquitera. Aunque era algo que no se mencionaba en los folletos de viaje, en esa parte del mundo los condenados chupasangres abundaban como las gotas de lluvia. Pitt, que no quería verse impedido en sus movimientos, había optado por rociarse con repelente.

Los primeros treinta kilómetros los habían llevado por el río Colorado hacia el noroeste hasta que llegaron a las fangosas aguas del río San Juan, que servía de sinuosa frontera entre Nicaragua y Costa Rica. A partir de allí habían recorrido otros ochenta kilómetros río arriba hasta la ciudad de San Carlos, situada en el lago Cocibolca, más conocido como lago de Nicaragua.

– Sigo sin ver el menor rastro de que aquí estén construyendo -dijo Giordino, que miraba la costa a través de los prismáticos.

– Ya lo has visto -replicó Pitt, sin apartar la mirada de los centenares de aves multicolores que anidaban en las ramas que se extendían sobre el agua.

Giordino se giró en la tumbona, se bajó las gafas de sol y miró a Pitt por encima de la montura como un apostador que ofrece cien a uno para el favorito en la siguiente carrera.

– ¿Qué quieres decir?

– Tu amiga Micky Levy, ¿la recuerdas?

– El nombre me suena -murmuró Giordino, sin entender a qué se refería su compañero.

– Durante la cena habló de los planes para construir un “puente subterráneo”, un túnel ferroviario que atravesaría Nicaragua de un océano al otro.





– También dijo que el proyecto no llegó a ponerse en marcha porque Specter lo había abandonado.

– Una mentira.

– Una mentira -repitió Giordino, como un loro.

– Después de que los ingenieros y los geólogos, como tu amiga Micky, acabaron los estudios, los ejecutivos de Odyssey insistieron en que firmaran unos acuerdos de confidencialidad por los que se comprometían a no revelar ninguna información sobre el proyecto. Specter amenazó con no pagarles si no firmaban. Luego anunciaron que, tras el estudio de los informes, habían decidido abandonar el proyecto por inviable y por tener un coste prohibitivo.

– ¿Cómo sabes todo esto?

– Llamé a tu amiga Micky poco antes de salir de Washington y después de que me enviaran los planos del lugar -respondió Pitt con toda naturalidad.

– Continúa.

– Le hice unas cuantas preguntas más respecto a Specter y el puente subterráneo. ¿No te lo dijo?

– Se le habrá olvidado -contestó Giordino pensativamente.

– En cualquier caso, tal como hemos comprobado, Specter nunca tuvo la intención de abandonar el proyecto. Los ingenieros de Odyssey llevan cavando furiosamente desde hace dos años. Esto se deduce del puerto que vimos, con los barcos portacontenedores descargando lo que probablemente era maquinaria pesada para las excavaciones.

– ¿No fui yo acaso quien dijo que sería un truco fantástico si consiguieran esconder millones de toneladas de roca y fango?

– Acertaste de lleno: es un truco fantástico.

Una luz se encendió de pronto en la mente de Giordino.

– ¿El légamo marrón?

– Exactamente -manifestó Pitt-. En las fotografías tomadas desde los satélites nunca ha aparecido indicio alguno de las obras porque no los hay. La única manera de esconder millones de toneladas de roca y tierra era construir una cañería submarina, mezclar el material excavado con agua y bombearlo al mar a un par de kilómetros de la costa.

Giordino abrió una lata de cerveza costarricense y se enjugó el sudor de la cara con una toalla debajo de la mosquitera. Se pasó la lata fría por la frente.

– Vale, tío listo, ¿por qué el secreto? ¿Qué motivo puede tener Specter para llegar a semejantes extremos en su deseo de ocultar el proyecto? ¿Cuál es el beneficio que obtiene si se proyectó para el transporte de mercaderías y materiales de un océano a otro y nadie sabe que está allí?

Pitt cogió al vuelo la lata que le arrojó Giordino y la abrió.

– Si lo supiera, no estaríamos ahogándonos en nuestro propio sudor mientras nos dedicamos a contemplar la fauna y la flora tropical.

– ¿Qué esperas encontrar?

– Una entrada. Es imposible que oculten a los hombres y las máquinas que entran y salen de los túneles.

– ¿Crees que la encontraremos atravesando esta selva en la Reina de África ?

Pitt se echó a reír.

– No en la superficie, sino debajo. Según los planos de Micky, la excavación pasa por debajo de una ciudad llamada El Castillo, que está a medio camino del río.

– ¿Cuál es el atractivo de El Castillo?

– Los túneles de gran longitud necesitan pozos de ventilación para suministrar aire a los trabajadores, enfriar o calentar el aire según se necesite, y ventilar los humos de los escapes de las máquinas o de algún posible incendio.

Giordino miró inquieto un enorme cocodrilo que se sumergía en el agua. Luego observó la impenetrable vegetación de la ribera norte.

– Espero que no se te ocurra que caminemos por allí dentro. El hijito querido de mamá Giordino no está hecho para esas cosas.

– El Castillo es una comunidad aislada sobre el río, sin caminos. La principal atracción turística es una vieja fortaleza española.

– ¿Tú crees que han sido capaces de perforar un pozo de ventilación en una ciudad, a la vista de todo el mundo? -preguntó Giordino, que no lo veía claro-. A mí me parece que la selva es un lugar mucho más apropiado para los pozos de ventilación. Es tan densa que ninguna fotografía aérea podría distinguirlos.