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– Jack, viejo amigo… -respondió Ortega-. ¿En qué nuevo lío te has metido ahora?

– Yo no -replicó McGee alegremente-. Son mis amigos de los Estados Unidos.

Aunque no había dudas de que era un latinoamericano, Ortega se parecía a Hercule Poirot, el detective creado por Agatha Christie: los mismos cabellos negros peinados con gomina, un bigotillo perfectamente recortado, y unos ojos castaños de mirada amable pero que no dejaban escapar detalle. Hablaba inglés con muy leve acento. Cuando sonrió se vieron por un momento sus dientes, de un blanco puro.

– El almirante Sandecker me comunicó su situación. Espero que tengan la bondad de ofrecerme un informe detallado de sus aventuras con los piratas.

– Cuente con ello, inspector.

– ¿Dónde está la mujer que rescataron del barco pirata?

– En uno de los camarotes. -Pitt frunció el entrecejo, preocupado. Miró a Giordino-. Al, ¿por qué no bajas y averiguas qué retiene a Renée y a nuestra invitada?

Giordino se limpió las manos con un trapo roñoso sin hacer comentarios y bajó la escalerilla. Reapareció en menos de un minuto, con el rostro contraído por la ira y los ojos negros que echaban chispas.

– Rita ha desaparecido y Renée está muerta -informó a los demás-. Asesinada.

26

Durante aquellos primeros instantes de asombro, todos permanecieron inmóviles, incapaces de reaccionar. Miraron a Giordino pasmados, sin comprender lo que había dicho.

Tardaron otros cinco segundos en aceptar la verdad. Entonces Dodge exclamó:

– ¿Qué has dicho?

– Renée está muerta -repitió Giordino sencillamente-. Rita la asesinó.

Pitt se sacudió de cólera.

– ¿Dónde está? -preguntó.

– ¿Rita? -En el rostro de Giordino se reflejaba la expresión de alguien que acaba de despertar de una horrible pesadilla-. Se ha largado.

– Imposible. ¿Cómo ha podido escapar del barco sin ser vista?

– Pues aquí no está -afirmó Giordino.

– ¿Puedo ver el cuerpo? -preguntó Ortega, con el tono calmo del profesional.

Pitt ya estaba bajando la escalerilla, y estuvo a punto de arrollar a Giordino, que se apartó bruscamente.

– Por aquí, inspector. Las mujeres estaban en mi camarote.

A Pitt le remordía la conciencia por no haberse dado cuenta de que Rita era una mujer capaz de cometer un asesinato. Se maldijo por no haber acompañado a Renée, por haberla enviado sola a ocuparse de su asesina.

– Oh, no -exclamó.

Renée, desnuda, estaba tendida en la cama con las piernas juntas y los brazos extendidos para formar una cruz. La imagen del logo de Odyssey, el caballo blanco celta de Uffington, aparecía dibujada en su vientre.

Rita se comportó dócilmente cuando Renée le quitó las ligaduras de las muñecas. Sin embargo, cuando Renée, sin pensar en absoluto que su vida estaba en peligro con cinco hombres a menos de tres metros de distancia, se agachó para cortar la cinta adhesiva de las piernas y los tobillos de Rita, la arpía unió las manos y las descargó como si fuesen un martillo contra la nuca de la científica. Renée se desplomó sin emitir ni un sonido.

Después le quitó las prendas, la tendió sobre la cama y apretó una almohada contra su rostro. No hubo ningún amago de resistencia. Inconsciente, Renée murió asfixiada sin sufrimiento. A continuación, Rita cogió las tijeras del neceser de Pitt, que estaba en el baño, y trazó la imagen del caballo celta en el vientre de Renée. Desde el principio hasta el final, no tardó más de cuatro minutos.

Sin perder ni un segundo, Rita fue hasta la sección de proa y salió a cubierta por la escotilla de proa, protegida por la timonera. Fuera de la vista de los hombres que conversaban en la cubierta de popa, se descolgó por la borda y se sumergió en el agua silenciosamente. Nadó por debajo del agua hasta el lado opuesto del embarcadero, llegó a la costa y se arrastró entre la densa vegetación que cubría la ribera. En el mismo momento en que Giordino descubrió el cadáver de Renée, Rita desaparecía en la selva.

– La mujer no podrá llegar muy lejos -manifestó Ortega-. No hay carreteras en el río Colorado. No podrá escapar con vida de la selva. Mis hombres la detendrán antes de que pueda conseguir un avión o una lancha.

– Solo va vestida con un biquini -le informó Pitt.

– ¿Se ha ido sin ropa?

– El armario de Renée está cerrado y las prendas que vestía están desparramadas en cubierta -dijo Gu

– ¿Lleva dinero? -preguntó el inspector.

– No lo creo -respondió Pitt-. A no ser que Renée llevara algo encima, cosa que dudo.

– Sin dinero ni pasaporte, no tiene más alternativa que la de intentar escapar a través de la selva.

– Un lugar donde una mujer en biquini no tiene muchas posibilidades de sobrevivir -opinó McGee, desde la puerta.

– Por favor, cierren el camarote y no toquen nada-dijo Ortega

– ¿No podemos al menos vestirla? -preguntó Pitt.

– No hasta que llegue el equipo forense y analice la escena del crimen.

– ¿Cuándo podremos repatriar el cadáver?





– Dentro de dos días -contestó Ortega cortésmente-. Mientras tanto, les ruego que permanezcan aquí y disfruten de la hospitalidad del señor McGee hasta que les tomemos declaración y acabemos con el papeleo. -Miró a Renée con una expresión indiferente-. ¿Era norteamericana?

Dodge le dio la espalda a la cama porque no soportaba ver el cadáver de su compañera.

– Vivía en Richmond, Virginia -murmuró con la voz ahogada por la emoción.

Pitt miró a Gu

– Creo que lo mejor será informar al almirante.

– No se lo tomará a la ligera. Lo conozco. Es muy capaz de pedirle al Congreso que declare la guerra y envíe a la infantería de marina.

Por primera vez, en el rostro de Ortega apareció una expresión de asombro.

– ¿Es capaz de hacerlo, señor?

– Es una forma de hablar -le explicó Pitt y, sin hacer caso de la orden del inspector, cubrió a Renée con una manta.

Rita avanzó a paso rápido a través de la selva, sin alejarse mucho de la ribera, hasta que llegó al puerto deportivo del río Colorado. Siguió los carteles del sendero que llevaba a la piscina. Vestida con el biquini, no llamó la atención entre las otras mujeres que tomaban el sol alrededor de la piscina mientras sus maridos se divertían pescando tarpones y róbalos en el río.

Sin hacer caso de las miradas de admiración de los salvavidas y los camareros, cogió una toalla de una tumbona desocupada y se la echó al hombro. Luego se alejó por el camino entre las habitaciones del hotel. Entró en la primera que vio con la puerta abierta, donde una de las camareras estaba haciendo la limpieza.

– Tómese su tiempo -le dijo en español a la mujer, como si fuese la verdadera ocupante de la habitación.

– Ya he acabado -respondió la camarera. Se llevó las toallas sucias al carrito que había dejado en el camino y cerró la puerta.

Rita se sentó a la mesa, cogió el teléfono y pidió una línea exterior. En cuanto atendieron la llamada, dijo:

– Aquí Flidais.

– Un momento.

Luego se escuchó otra voz:

– La línea es segura. Ya pueden hablar.

– ¿Flidais?

– Sí, Epona, estoy aquí.

– ¿Por qué me llamas por una línea abierta desde un hotel?

– Ha surgido un problema.

– ¿Sí?

– Un barco de la NUMA que buscaba el origen del légamo marrón no se dejó engañar por el holograma y destruyó nuestro yate.

– Entiendo -declaró la mujer llamada Epona, con la más absoluta frialdad-. ¿Dónde estás?

– Después de hundir el yate, me capturaron los de la NUMA. Conseguí escapar y ahora me encuentro en una habitación del puerto deportivo del río Colorado. No creo que la policía tarde mucho en rastrearme hasta aquí.

– ¿Qué hay de nuestra tripulación?

– Unos cuantos murieron. Los demás escaparon en el helicóptero y me dejaron abandonada.

– Ya nos ocuparemos de ellos. -Hubo una pausa-. ¿Te interrogaron?

– Lo intentaron. Me inventé una historia y les dije que me llamaba Rita Anderson.

– Espera ahí. No cuelgues.

Flidais, alias Rita, fue al armario y encontró un vestido estampado de la talla cuarenta. Ella usaba una treinta y ocho, pero se dijo que era preferible que le fuese grande antes que pequeño. Se lo puso encima del biquini. Luego cogió un pañuelo y se lo ató en la cabeza para ocultar los cabellos rojos. No le preocupaba en lo más mínimo robar las prendas de otra mujer y cargarla con una abultada cuenta de teléfono, después de haber asesinado a Renée. A continuación se calzó unas sandalias que le quedaban un poco apretadas. Unas gafas de sol que estaban en la mesa de noche completaron su atuendo.

Sonrió para sus adentros cuando encontró el bolso de la ocupante en un cajón de la cómoda. La razón de que las mujeres no pensaban en un escondite más adecuado para sus objetos de valor era un misterio para Flidais. Todos los rateros de hotel sabían que las mujeres siempre ocultaban sus bolsos, incluidos los monederos, debajo de las prendas en un cajón. Encontró ochocientos dólares norteamericanos y un puñado de colones. Como el cambio era de 369.000 colones por dólar, los turistas acostumbraban pagar con dólares.

Barbara Hacken era el nombre que aparecía debajo de la foto del carnet de conducir y la foto del pasaporte. Excepto por el color de los cabellos y unos años de diferencia, podrían haber pasado por hermanas. Flidais entreabrió la puerta para ver si aparecía la ocupante, cuando se escuchó la voz de Epona en el teléfono.

– Ya está arreglado, hermana. Mi avión privado irá a recogerte al aeropuerto. Te estará esperando cuando llegues. ¿Tienes algún medio de transporte?

– El hotel seguramente dispone de un coche para llevar y traer a los huéspedes desde el aeropuerto.

– Quizá te pidan algún documento de identidad en los controles.

– Eso ya está solucionado -respondió Flidais. Se colgó el bolso en un hombro-. Te veré a ti y a las hermanas en la ceremonia dentro de tres días.

Colgó el auricular y se dirigió a la recepción. Pasó junto a dos policías que recorrían el lugar. Como buscaban a una mujer en biquini, solo la miraron de pasada, convencidos de que se alojaba en el hotel. Vio a Barbara Hacken que tomaba el sol junto a la piscina. Parecía estar dormida. Cuando Flidais entró en la recepción, el propietario estaba detrás del mostrador y le sonrió cuando ella le pidió un coche.