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Todos comprendieron el mensaje. No necesitaban de más estímulos. Coordinaron rápidamente sus esfuerzos y cada uno escogió una sección del barco mientras Pitt se quitaba la camisa y se sujetaba las botellas de aire a la espalda. Luego se colocó la máscara. No se preocupó por vestirse con el traje de buceo, ni tenía tiempo para eso. Tampoco necesitaba el cinto de lastre, dado que no tenía que compensar la flotabilidad del traje. Sujetó la boquilla del respirador con los dientes, se ató una pequeña bolsa de herramientas en la pierna izquierda y, tras coger una linterna con la mano derecha, saltó al agua desde la popa.

El agua estaba más caliente que el aire. La visibilidad era casi perfecta. Alumbró con la linterna hacia abajo y vio el fondo llano y arenoso a una profundidad de veinticinco metros. Pitt se sintió muy cómodo en el agua casi tibia. El casco debajo de la línea de flotación estaba limpio de incrustaciones y algas, dado que lo habían limpiado en el astillero antes de que Sandecker ordenara que llevaran al Poco Bonito al sur.

Avanzó desde el timón y las hélices hacia proa, al tiempo que alumbraba el casco con un movimiento de vaivén, yendo de babor a estribor. Siempre existía el peligro de que algún tiburón curioso se acercara a la luz; pero en los muchos años de buceo Pitt se había encontrado pocas veces con los asesinos de las profundidades.

Se concentró en cambio en el objeto que acababa de alumbrar, que sobresalía como un tumor en medio del casco. Confirmadas sus sospechas, movió las aletas para acercarse lentamente a lo que sabía sin el menor asomo de duda que se trataba de un artefacto explosivo.

No era una chapuza. Un recipiente ovalado de casi un metro de largo y unos veinte centímetros de ancho estaba sujeto al casco de aluminio allí donde se unía con la quilla. La persona que había colocado la bomba la había sujetado con una cinta adhesiva impermeable y lo bastante fuerte como para no despegarse por efecto de la fricción contra el agua mientras el barco navegaba por el canal.

No tenía manera de saber el tipo de explosivo que habían utilizado, pero a él le pareció que era el clásico caso de exageración. Habría explosivos más que suficientes para reducir el Poco Bonito a astillas y no dejar el mínimo fragmento de su tripulación. No era un pensamiento muy agradable.

Sujetó la linterna debajo del brazo y apoyó las dos manos con mucha suavidad en el recipiente. Inspiró a fondo e intentó arrancar la bomba del casco. No lo consiguió. Aumentó la fuerza, pero fue en vano. Sin una base firme que le sirviera de apoyo, no podía ejercer la fuerza suficiente para despegar la cinta adhesiva. Se apartó un poco, metió la mano en la bolsa de herramientas que llevaba atada en la pierna y sacó un pequeño cuchillo de pescador con la hoja curva.

Echó una ojeada a la esfera naranja de su viejo reloj de buceo Doxa: llevaba sumergido cuatro minutos. Tenía que apurarse antes de que la agente de Specter en la costa se diera cuenta de que algo no iba de acuerdo con el plan. Deslizó cautelosamente hasta donde se atrevió la hoja del cuchillo entre el recipiente y el casco. Luego, como si estuviese aserrando un leño, comenzó a cortar la cinta adhesiva. La persona que había colocado la bomba había utilizado suficiente cantidad como para atar a una ballena. A pesar de que había cortado la cinta en cuatro puntos, el recipiente continuaba pegado al casco.

Pitt guardó el cuchillo en la bolsa, sujetó los extremos del recipiente y a continuación ejecutó una voltereta para quedar con los pies apoyados en el casco. Rogó para sus adentros que solo una señal eléctrica la hiciera estallar. El recipiente se desprendió cuando menos lo esperaba y Pitt se vio lanzado hacia el fondo. Consiguió frenar cuando ya había bajado casi dos metros. Fue entonces, mientras sujetaba la bomba, cuando fue consciente de que respiraba agitadamente y se le habían disparado los latidos del corazón.

Sin esperar a que se normalizaran los latidos y la respiración, nadó a lo largo de la quilla y salió a la superficie junto al timón en la popa. No había nadie a la vista; todos estaban muy ocupados en la búsqueda en el interior de la embarcación. Escupió la boquilla.

– ¡Que alguien venga a echarme una mano! -gritó.

No se sorprendió cuando Giordino fue el primero en responder. El pequeño italiano salió por la escotilla de la sala de máquinas y se asomó por la borda.

– ¿Qué has encontrado?

– Explosivos más que suficientes para desintegrar un acorazado.

– ¿Quieres que suba la bomba a bordo?

– No -jadeó Pitt, cuando una ola pasó por encima de su cabeza-. Ata un cabo bien largo a una de las balsas salvavidas y arrójala por la popa.

Giordino no hizo más preguntas mientras subía por la escalerilla hasta el techo de la timonera. Comenzó a forcejear febrilmente para arrastrar una de las dos balsas montadas en los soportes, donde estaban sin atar para que pudieran flotar libremente en el caso de que la embarcación se fuera a pique. Renée y Dodge aparecieron en cubierta justo a tiempo para sujetar la balsa mientras Giordino la deslizaba por el techo de la timonera.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Renée.

Giordino le señaló con un gesto la cabeza de Pitt, que asomaba en el agua a popa.

– Dirk encontró un artefacto sujeto al casco.

Renée miró por encima de la borda la bomba iluminada por la linterna de Pitt.

– ¿Por qué no la deja caer al fondo? -murmuró, con un tono donde se reflejaba el miedo.

– Porque tiene un plan -le explicó Giordino pacientemente-. Ahora echadme una mano para lanzar la balsa al agua.





Dodge no hizo ningún comentario mientras entre los tres levantaban la pesada balsa por encima de la borda y la lanzaban al agua con un chapoteo que cubrió la cabeza de Pitt. Movió enérgicamente las aletas para elevarse hasta que el agua le quedó a la altura del pecho, levantó el pesado recipiente por encima de la cabeza y lo depositó cuidadosamente en el fondo de la balsa, consciente de que estaba abusando de su suerte. El único consuelo era que nunca se hubiera dado cuenta de que había sido enviado al más allá hasta después de que se hubiera acabado todo.

En cuanto el recipiente quedó depositado en el interior de la balsa, exhaló un largo suspiro.

Giordino bajó la escalerilla y ayudó a Pitt a subir a bordo. Mientras lo ayudaba a quitarse las botellas de aire, éste le dijo:

– Vacía unos cuantos litros de combustible en la balsa y después suelta todo el cabo.

– ¿Quieres que remolquemos una balsa llena de explosivos rociados con gasolina? -preguntó Dodge, que no las tenía todas consigo.

– Ésa es la idea.

– ¿Qué pasará cuando pase por delante de la boya con el transmisor?

Pitt miró a Dodge y lo obsequió con una sonrisa retorcida.

– Entonces explotará.

20

Cuando se llega a puerto desde el mar, las boyas a babor que señalan el canal de entrada suelen estar pintadas de verde con una luz del mismo color, y tienen un número impar. Las boyas de estribor directamente opuestas están pintadas de rojo, con una luz roja y un número par. Al salir del puerto de Bluefields, el Poco Bonito tenía las boyas rojas a babor y las verdes a estribor.

Salvo Giordino, que llevaba el timón, todos los demás estaban acurrucados a popa y miraban expectantes por encima de la borda mientras la proa del Poco Bonito llegaba a la altura de las boyas que marcaban la salida.

Pese a estar seguros de que Pitt había encontrado la bomba y después de haber visto cómo la depositaba en la balsa y dejaba que la pequeña embarcación se alejara, Ford y Dodge aún temían que la fuerza de la explosión destruyera el barco. Mientras vigilaban atentamente los movimientos de la balsa -cuya silueta naranja destacaba contra el agua negra a ciento cincuenta metros de popa-, la tensión no disminuyó ni un ápice hasta que el Poco Bonito dejó atrás las boyas sin desintegrarse.

Entonces la tensión volvió a crecer, esta vez más que antes a medida que la balsa se acercaba más y más a las boyas. Cincuenta metros, luego veinticinco. Renée se agachó instintivamente y se cubrió las orejas con las manos. Dodge se agachó de espaldas a la popa mientras Pitt y Giordino miraban tranquilamente atrás, como si esperaran que un meteorito apareciera en el firmamento.

– En cuanto estalle -le dijo Pitt a Dodge-, apaga las luces de navegación para hacerles creer que nos hemos hundido.

No había acabado de dar la orden cuando la balsa salvavidas se desintegró.

El sonido de la explosión fue como un trueno y el eco se extendió a lo largo del estrecho entre los acantilados, mientras la onda expansiva sacudía la embarcación como si fuese una hoja en medio de una tempestad. La oscuridad se convirtió en una pesadilla de llamas y restos incendiados, al tiempo que un enorme surtidor de seis metros de altura se elevaba del cráter de agua abierto en el centro del canal. El combustible que Pitt había derramado en el interior de la balsa se incendió y formó una columna de fuego. La tripulación del Poco Bonito contempló el espectáculo mientras los restos de la balsa comenzaban a caer del cielo como una lluvia de meteoritos. Los pequeños trozos cayeron sobre el barco sin herir a nadie ni causar ningún daño.

Entonces, con la misma rapidez, volvió a reinar el silencio: el agua llenó el cráter y no quedó rastro de lo sucedido.

La mujer sentada al volante de la camioneta no había dejado de mirar su reloj desde el momento en que había zarpado el barco, y exhaló un largo suspiro de satisfacción cuando finalmente escuchó un trueno lejano y vio un fugaz resplandor en la oscuridad, a unos tres kilómetros del muelle. Había tardado más de lo que había estimado. Unos ocho minutos más, de acuerdo con sus cálculos. Quizá el timonel había preferido actuar con cautela y había llevado al barco a poca velocidad por el angosto canal. También podía ser que hubiesen tenido un problema mecánico y que la tripulación hubiera detenido el barco para hacer una reparación de emergencia.

Ahora ya no valía la pena buscar explicaciones. Informaría a sus colegas de que la misión se había cumplido con éxito. Decidió que antes de ir al aeropuerto, donde la esperaba un avión de Odyssey, se tomaría una copa de ron en alguno de los bares del centro de Bluefields. Después del trabajo de esa noche, se sentía con derecho a tomarse un descanso y divertirse un poco.

Volvía a llover, así que puso en marcha los limpiaparabrisas mientras salía del muelle y se dirigía hacia la ciudad.