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– Al parecer, no acertamos mucho con nuestras preguntas.

– ¿Cuál es el próximo paso que debemos dar a partir de aquí? -preguntó Summer.

– El primero de los enigmas que hay que resolver -les aconsejó Perlmutter- es descubrir si hace tres mil años el banco de la Natividad estuvo por encima del nivel de las aguas.

– Un geomorfologista, de los que estudian los orígenes y la edad de la superficie terrestre, podría ofrecernos algunas teorías -apuntó Summer.

Perlmutter contempló la maqueta del famoso submarino Hunley de la marina confederada.

– Podríais comenzar con Hiram Yaeger y su magia informática. Tiene archivado todo lo que hay sobre ciencias marinas. Si alguna vez se realizó un estudio geológico del banco de la Natividad, él lo tendrá guardado.

– ¿Aunque lo hiciera un equipo de científicos alemanes o rusos?

– Puedes estar segura de que Yaeger tendrá una traducción.

– Nuestra próxima tarea en cuanto regresemos al cuartel general de la NUMA será ir a ver a Hiram y pedirle que busque en sus archivos.

– ¿Cuál será el segundo paso? -preguntó Summer.

– Ir al despacho del almirante Sandecker -respondió Dirk sin titubeos-. Si queremos llegar al fondo de este asunto, debemos convencerlo de que nos facilite una tripulación, un barco y todo el equipo necesario para realizar una investigación a fondo de las habitaciones sumergidas y recuperar los objetos.

– ¿Quieres que volvamos allí?

– ¿Se te ocurre alguna otra manera?

– Creo que no -admitió Summer con voz pausada. Por alguna razón que no acababa de entender, sintió miedo-. Sin embargo, no sé si tendré el valor de mirar de nuevo al Pisces .

– Conozco a Sandecker -señaló Perlmutter-, y sé que para ahorrar los fondos de la NUMA combinará vuestra exploración con algún otro proyecto.

– Coincidirás conmigo en que parece lo más razonable -dijo Dirk antes de levantarse-. ¿Nos vamos? Creo que ya hemos abusado demasiado del tiempo de Julien.

Summer se despidió del historiador con un abrazo cauteloso.

– Gracias por el magnífico almuerzo.

– Siempre es un placer para un viejo solterón disfrutar de la compañía de una joven hermosa.

Dirk estrechó la mano de Perlmutter.

– Adiós, y muchas gracias.

– Dadle mis recuerdos a vuestro padre y decidle que me venga a visitar.

– Lo haremos.

Después de que se marcharon los jóvenes, Perlmutter permaneció sumido en sus pensamientos hasta que sonó el teléfono. Era Pitt.

– Dirk, tus hijos acaban de marcharse.

– ¿Los has encaminado en la dirección correcta? -preguntó Pitt.

– Sólo pude responder en parte a su interés. No pude ofrecerles gran cosa. Casi no existen registros de los viajes marinos de los celtas.

– Tengo una pregunta para ti.

– Dime.

– ¿Has oído mencionar en alguna ocasión a un pirata llamado Hunt?

– Sí, alcanzó cierta fama a finales del siglo XVII. ¿Por qué lo preguntas?





– Me han dicho que su espectro vaga por el mar de las Antillas y que lo conocen como el Bucanero Errante.

– He leído los informes -manifestó Perlmutter con un tono de resignación-. Otra fábula del Holandés Errante. Claro que varios de los barcos y yates que comunicaron haber visto su navío desaparecieron sin dejar rastro.

– ¿Hay motivos para preocuparse cuando se navega por las aguas nicaragüenses?

– Diría que sí. ¿A qué viene el interés?

– Pura curiosidad.

– ¿Quieres lo que tengo sobre Hunt?

– Te estaré muy agradecido si lo envías por mensajero al hangar. Tengo que coger un avión a primera hora de mañana.

– Ahora mismo te lo preparo.

– Gracias, Julien.

– Ofreceré una pequeña fiesta dentro de dos semanas. ¿Podrás venir?

– Nunca me pierdo una de tus famosas fiestas.

Se despidieron. Perlmutter reunió los documentos que tenía sobre el pirata, llamó a la mensajería. Luego fue a su dormitorio, y se acercó a una estantería donde no cabía ni un libro más. Sin titubear, cogió uno y caminó con paso lento hasta su despacho, donde reclinó su corpachón en un sofá Recamier tapizado en cuero, que había sido hecho en Filadelfia en 1840. El cachorro saltó ágilmente sobre el sofá y se apoyó en el vientre de Perlmutter, para después mirarlo con sus grandes ojos castaños.

Abrió el libro titulado Where Troy Once Stood , de Imán Wilkens, y comenzó a leer. Al cabo de una hora, cerró el libro y miró a Fritz.

– ¿Podrá ser? -le preguntó al perro-. ¿Podrá ser?

Sin poder resistirse más a la plácida somnolencia que le había provocado el chardo

18

Pitt y Giordino salieron para Nicaragua al día siguiente, en un reactor Citation de la NUMA. En el aeropuerto de Managua hicieron transbordo y subieron a un avión turbohélice CASA 212 de fabricación española, para el vuelo de setenta minutos sobre las montañas y a través de las marismas hasta una zona conocida como Costa Mosquito. Podrían haber llegado antes con el reactor, pero Sandecker había considerado conveniente que llegaran como vulgares turistas, para así confundirse con la multitud.

El sol poniente pintaba de oro los picos de las montañas antes de que los rayos se perdieran en las sombras de las laderas orientales. A Pitt le resultaba difícil imaginar un canal que atravesara un territorio lleno de dificultades, y sin embargo a través de la historia Nicaragua siempre había sido considerada como la mejor ruta para un canal interoceánico en lugar de Panamá. Disponía de un clima más saludable, el trazado previsto habría sido más fácil de excavar, y el canal habría estado cuatrocientos ochenta kilómetros más cerca de Estados Unidos; novecientos sesenta, si se contaba el trayecto de ida y vuelta.

Poco antes del inicio del siglo XX, como ha ocurrido con muchos otros proyectos de importancia histórica, los políticos habían salido de sus madrigueras para dar un veredicto equivocado. Panamá había contado con un poderoso grupo de presión que había hecho todo lo posible en favor de sus intereses y por enturbiar las relaciones entre Nicaragua y Estados Unidos. Durante un tiempo, ninguno de los bandos se situó por delante, si bien Teddy Roosevelt manejaba los hilos en la sombra para firmar un tratado lo más ventajoso posible para los norteamericanos.

Así estaban las cosas cuando la balanza se inclinó en favor de Nicaragua tras la erupción del Mont Pelée, un volcán en la isla caribeña de la Martinica, que mató a más de treinta mil personas. Por entonces, en el momento menos oportuno, los nicaragüenses emitieron una serie de sellos de correos donde presentaban a su país como la tierra de los volcanes. Uno de los sellos mostraba un volcán en erupción detrás de un muelle y un ferrocarril.

Allí acabó todo. El senado votó por Panamá como el lugar donde se construiría el canal.

Pitt comenzó a leer el informe sobre Costa Mosquito poco después del despegue. Las marismas de la costa caribeña de Nicaragua estaban aisladas de la zona occidental del país, que era la más poblada, por una cordillera y la selva tropical. Los habitantes y la región nunca habían formado parte del imperio español sino que habían estado dentro de la esfera de la influencia británica hasta 1905, cuando toda la costa quedó bajo la jurisdicción del gobierno nicaragüense.

Su punto de destino, Bluefields, era el principal puerto de Nicaragua en el mar de las Antillas y rememoraba el nombre de Blewfeldt, el infame pirata holandés que tenía su refugio en la laguna costera cerca de la ciudad. Los pobladores de la zona eran mayoritariamente mosquitos, el grupo dominante cuyos diversos antepasados provenían de América central, Europa y África; también había criollos, descendientes de los esclavos de la era colonial, y mestizos, hijos de indias y españoles.

La actividad económica se basaba casi exclusivamente en la pesca; los barcos salían para capturar camarones, langostas y tortugas. Una factoría instalada en la ciudad procesaba el pescado para la exportación, y había todo tipo de servicios para atender las necesidades de las flotas pesqueras internacionales.

Cuando acabó de leer el informe, ya era de noche. El monótono rumor de las hélices se coló en su mente y lo llevó al país de la nostalgia. El rostro que veía cada mañana en el espejo ya no mostraba el cutis terso de veinticinco años antes. El tiempo, la vida aventurera y el rigor de los elementos se habían cobrado su precio.

Mientras miraba a través de la ventanilla con la vista perdida, su mente viajó allí donde había empezado todo, en un solitario trozo de playa en Kaena Point, en la isla Oahu del archipiélago de Hawai. Había estado tendido en la arena tomando el sol, entretenido en mirar el mar más allá de la rompiente, cuando había visto un cilindro amarillo que flotaba en el agua. Había nadado por las traicioneras corrientes para recogerlo y había regresado a la playa. En el interior había un mensaje del capitán de un submarino nuclear desaparecido. A partir de aquel momento, su vida había dado un vuelco. Había encontrado a la mujer que había sido el amor de su vida desde el instante en que la vio. Había llevado su visión guardada en la memoria, convencido de que estaba muerta, sin descubrir nunca que había sobrevivido, hasta el momento en que Dirk y Summer habían llamado a su puerta.

Su cuerpo había resistido bien el paso del tiempo; quizá los músculos ya no eran tan fuertes como antes, pero las articulaciones aún no presentaban las molestias y los dolores que aparecen con la edad. Continuaba teniendo el cabello negro y abundante, y sólo habían aparecido unas pocas canas en las sienes. Sus ojos, de un color verde opalino, continuaban brillando con intensidad. Los recuerdos de sus hazañas -algunas agradables, otras terribles- y unas cuantas cicatrices todavía no se habían borrado con el paso de los años.

Revivió las muchas veces en que había dejado a la Parca con un palmo de narices. El terrible viaje por el río subterráneo en busca del oro de los incas, el combate en el Sahara frente a fuerzas muy superiores en un viejo fuerte de la Legión Extranjera francesa, la batalla en la Antártida contra la gigantesca moto de nieve y el reflotamiento del Titanic. El contento y la gratificación personal que acompañaban a dos décadas de triunfos le hacían creer que su vida había valido la pena.

Lo que ya no tenía era el viejo impulso, el ansia de desafiar lo desconocido. Ahora tenía una familia, y por ello responsabilidades. Los días de aventuras estaban llegando a su fin. Se volvió para mirar a Giordino, que era capaz de dormir con toda tranquilidad en las condiciones más adversas, como si estuviese en el colchón de plumas de su apartamento en Washington. Las hazañas que habían protagonizado juntos eran casi legendarias, y aunque en sus vidas personales no estaban muy unidos, en cuanto se enfrentaban a lo que parecía ser la más terrible adversidad se acoplaban como si fueran un solo ente, y cada uno aprovechaba las virtudes físicas y mentales del otro hasta que ganaban o perdían, esto último algo que no era frecuente.